El Heredero de Quetzalcóatl saludó afectuosamente a Yoyontzin e inició en su compañía el recorrido del taller, deteniéndose ante cada uno de los operarios para examinar su trabajo e interrogarles brevemente sobre la índole del mismo. Al llegar junto a un joven de larga cabellera, Yoyontzin confirmó a Tlacaélel lo que éste ya presentía: que aquel operario no era otro sino Técpatl. El Azteca entre los Aztecas permaneció un buen rato en silencio, observando con suma atención al novel artista. A través de todo su ser, Técpatl manifestaba una perceptible contradicción entre los elementos físicos y espirituales que lo integraban. Los periodos de privaciones habían dejado su huella: la delgadez de su cuerpo era de tal grado que permitía observar claramente cada uno de sus huesos, firmemente adheridos a la piel y como queriendo perforarla y salir de ella; toda su figura era la más clara imagen de un adolescente endeble y desvalido. Su ovalado rostro de finas facciones reflejaba, igualmente, una perenne expresión de angustia y desconcierto. Sin embargo, de aquel organismo débil y aún no del todo formado, un espíritu increíblemente poderoso parecía querer emerger y manifestarse con fuerza irresistible: cada uno de los movimientos de sus manos —ocupadas en esos momentos en modelar una vasija de barro— revelaban una pasmosa habilidad y un pleno dominio de la materia sobre la cual trabajaban. En igual forma, de lo más profundo de su mirada provenían destellos de una energía desafiante y poderosa que contrastaba radicalmente con su frágil aspecto exterior.
Tlacaélel cruzó tan sólo unas cuantas frases convencionales con Técpatl, pero después, una vez concluido el recorrido del taller, pidió a Yoyontzin que llamase a su aprendiz, y a solas con ambos, mantuvo una larga plática con el joven artista.
A pesar de que Técpatl era por naturaleza retraído e introvertido, en esta ocasión no le resultó difícil aprovechar la oportunidad que se le brindaba para expresar su opinión sobre cuestiones que le eran tan vitales. Con voz entrecortada por la emoción, criticó acervamente la forma como habían venido desenvolviéndose las actividades artísticas en los últimos tiempos. Calificó a los más prestigiados artistas —particularmente a Cohuatzin— de ser unos consumados farsantes que no buscaban otra cosa sino el enriquecimiento personal, valiéndose para ello de las buenas intenciones de las autoridades aztecas, deseosas de promover al máximo el florecimiento artístico dentro del Reino. Finalmente, se lamentó de que todo esto estuviese ocasionando una verdadera atrofia en la sensibilidad popular, ya que la gente terminaba por aceptar como algo digno de admiración las pésimas reproducciones de arte tolteca que se estaban produciendo en Tenochtítlan, reduciéndose con ello las probabilidades de que pudiesen surgir y desarrollarse en el futuro nuevas corrientes de expresión artística.
Tlacaélel manifestó estar del todo acorde con los planteamientos de Técpatl, sin embargo, le externo a su vez su tradicional punto de vista sobre el particular, consistente en que era obligación de las autoridades fomentar el desarrollo del arte mediante la ayuda que proporcionaban a los artistas, pero que no correspondía a éstas dictar las normas conforme a las cuales aquéllos debían desarrollar su trabajo. A continuación, Tlacaélel preguntó al joven cuál era según su criterio la fórmula más conveniente para ayudarle. La respuesta de Técpatl no se hizo esperar: deseaba recorrer las apartadas regiones en donde antaño habían florecido importantes civilizaciones con objeto de poder estudiar detenidamente las diferentes formas de escultura desarrolladas en esos lugares. El Portador del Emblema Sagrado prometió acceder a lo solicitado y después de felicitar a Yoyontzin por la eficaz organización del taller y la calidad de los productos que en él se elaboraban, regresó al Templo Mayor, en medio de la respetuosa expectación que despertaba siempre en el pueblo su presencia.
Aún no transcurría una semana de la visita de Tlacaélel al taller de Yoyontzin, cuando ya Técpatl abandonaba Tenochtítlan en unión de una delegación diplomática de regulares proporciones. Unos días antes Itzcóatl había dado a conocer los nombres de los primeros embajadores tenochcas. Por intervención de Tlacaélel, Técpatl había sido designado ayudante del embajador que representaría los intereses del Reino Azteca ante los distantes señoríos zapotecas. Tanto Itzcóatl como el propio Tlacaélel habían hecho saber al embajador en dicha región que el nombramiento otorgado al joven artista tenía por objeto dotarlo de la debida protección oficial, así como permitirle la obtención de ingresos suficientes para subsistir decorosamente, pero que sus funciones eran de índole especial y debía dejársele en la más completa libertad para desempeñarlas, no estando obligado a prestar servicios diplomáticos de ninguna clase.
Desde lo alto del camino y antes de iniciar el descenso que lo alejaría del valle, Técpatl se detuvo a contemplar el espectáculo siempre fascinante que constituía la ciudad de Tenochtítlan. La capital azteca estaba formada por dos grandes islas artificiales construidas en el centro de la enorme laguna. Un sinnúmero de canales atravesaban por doquier la ciudad, confiriéndole un aspecto singular y fantástico. Sus anchas avenidas, al igual que sus incontables calles, eran de una perfecta simetría, lo que producía en el observador una clara impresión de orden y concierto, así como un sentimiento de admiración hacia aquella asombrosa obra humana, producto del continuado esfuerzo de sucesivas generaciones.
Técpatl echó un último vistazo a la ciudad y dando media vuelta prosiguió con decidido andar su camino, repitiéndose a sí mismo la firme promesa de no retornar a Tenochtítlan mientras no lograse desarrollar su propio estilo escultórico.
A través del servicio de los mensajeros aztecas, que día con día iba extendiéndose a lugares más apartados, Tlacaélel no dejaba nunca de recibir informes periódicos sobre las actividades de Técpatl. Después de permanecer cerca de dos años en la zona zapoteca, el joven escultor había solicitado permiso para dirigirse a los territorios habitados por los mayas; posteriormente y una vez obtenida una nueva autorización, se había trasladado a la fértil región totonaca. En cierta ocasión, un embajador tenochca procedente de la lejana Chi Chen Itzá, había manifestado a Tlacaélel la sorpresa que le causara un acto del todo incomprensible cometido por Técpatl: después de trabajar arduamente en una enorme escultura de piedra cuya elaboración venía suscitando los más elogiosos comentarios de los artistas de la localidad, había procedido a demolerla en cuanto la hubo terminado.
Cuando faltaban escasas semanas para que se cumplieran cinco años contados a partir de la fecha en que Técpatl partiera de Tenochtítlan, un mensajero llegado desde el Tajín informó a Tlacaélel que el artista marchaba ya de retorno rumbo a la capital azteca y que arribaría a ésta en pocos días. La noticia produjo un profundo regocijo en el Portador del Emblema Sagrado. Aun cuando durante la ausencia de Técpatl no había tenido muchas oportunidades para detenerse a reflexionar sobre cuestiones artísticas, le molestaba sobremanera contemplar el fatuo orgullo que embargaba al pueblo y a las autoridades tenochcas con motivo de la creciente producción de supuestas obras de arte que en forma incontenible brotaban de los talleres controlados por Cohuatzin y su camarilla. Desde lo más profundo de su ser, el Azteca entre los Aztecas anhelaba que el regreso de Técpatl constituye una especie de feliz augurio de que aquella deplorable situación tocaría pronto a su fin.
Tlacaélel ordenó que se introdujese a Técpatl ante su presencia en cuanto tuvo conocimiento de que el artista solicitaba verle. Un sorprendente y notorio cambio se había operado en la persona del joven huérfano. En las finas pero firmes facciones del escultor, al igual que en cada uno de sus gestos y movimientos —que antaño fueran la imagen misma de la incertidumbre y el desconcierto— se evidenciaba ahora una vigorosa voluntad y una serena confianza en sí mismo. Resultaba evidente que el antiguo conflicto interior que caracterizara a Técpatl, entre su poderoso espíritu y su débil organismo, había concluido con una clara victoria para el primero.
Tlacaélel dialogó largamente con Técpatl poniendo manifiesto durante la entrevista un vivo interés por escuchar todo lo que el artista le narraba. Al final de la plática, y como preguntase a Técpatl cuáles eran sus proyectos para el futuro, éste se limitó a contestar que por lo pronto retornaría a su antiguo trabajo de ayudante en el taller de Yoyontzin; asimismo, manifestó su intención de comenzar a esculpir una enorme piedra existente en las cercanías del poblado en que naciera y a la que había soñado dar forma desde niño. El único favor que el artista solicitaba era precisamente que se le proporcionase la ayuda necesaria para transportar aquella piedra hasta el taller de Yoyontzin. El Portador del Emblema Sagrado se comprometió a enviarle a la mañana siguiente un buen número de cargadores para que efectuasen dicho trabajo; después de esto dio por concluida la entrevista.
El retorno de Técpatl a Tenochtítlan, así como su entrevista con Tlacaélel, fueron motivo de prolongados comentarios por toda la ciudad y despertaron de inmediato la recelosa suspicacia de Cohuatzin y de su floreciente corte de amigos.
La labor que a los pocos días de su llegada realizó Técpatl, consistente en dirigir el traslado hasta el taller de Yoyontzin de una gran piedra, constituyó la voz de alerta para Cohuatzin y su grupo, pues al ver aquello, dieron por cierto que el propio Tlacaélel había encomendado al escultor la realización de una obra. No atreviéndose a presentar directamente sus quejas al Portador del Emblema Sagrado, acudieron ante el rey para lamentarse de la ruptura de la norma fundamental que tradicionalmente regía las relaciones entre artistas y autoridades, de acuerdo con la cual, éstas encomendaban a las diferentes asociaciones de artistas y artesanos la elaboración de los diferentes objetos que necesitaban —desde una imagen destinada al culto hasta los utensilios de uso común que se requerían en los templos y en los aposentos reales— y dichas asociaciones a su vez determinaban, con plena autonomía, quién de sus miembros debía llevar a cabo cada uno de los diferentes trabajos.
Itzcóatl negó rotundamente que se hubiese roto o se intentase romper la forma tradicional de operar entre autoridades y artistas: nadie había encomendado a Técpatl la ejecución de una obra, como tampoco se le había otorgado o prometido emolumento alguno; si Tlacaélel había dispuesto que se le brindase cierta ayuda para transportar una piedra, ello constituía un favor como otro cualquiera de los que diariamente concedía el Portador del Emblema Sagrado a las múltiples personas que acudían ante él en demanda de ayuda.
El hecho de saber que sus ganancias no se verían mermadas por las actividades de Técpatl, tranquilizó momentáneamente a Cohuatzin y a sus allegados, sin embargo, muy pronto tuvieron un nuevo motivo de inquietud, pues al poco tiempo se comenzaron a producir una serie de deserciones en diferentes talleres de escultura de la ciudad: varios de los jóvenes que trabajaban en esos lugares como aprendices o ayudantes de escultor, abandonaron su trabajo para ingresar como aprendices de alfarero al taller de Yoyontzin.
La actividad de escultor otorgaba una superior posición social y era más lucrativa que la de alfarero, así pues, resultaba aparentemente absurda la conducta asumida por aquellos jóvenes, los cuales, tras de avanzar un buen trecho por el camino que conducía a una envidiable posición, lo abandonaban repentinamente para recomenzar desde el principio una actividad que, aun a la larga, habría de resultarles menos provechosa.
Tomando en cuenta que en la mayoría de los casos los jóvenes que habían abandonado los talleres eran precisamente quienes venían manifestando mayores facultades para el ejercicio de la escultura, Cohuatzin llegó a la conclusión de que la explicación de tan extraña paradoja era que aquellos jóvenes deseaban aprender directamente de Técpatl los secretos del arte de esculpir, pero en vista de que éste no poseía su propio taller, pues era únicamente un simple ayudante de alfarero, habían optado por laborar en su compañía, pese a que ello significase sacrificar los frutos de sus anteriores esfuerzos y enfrentarse a un incierto porvenir, ya que el gremio de escultores —que Cohuatzin presidía y controlaba— jamás otorgaría a ninguno de ellos la necesaria autorización para establecer un taller.
Acompañado de un buen número de sus incondicionales, Cohuatzin acudió una vez más ante Itzcóatl para exponerle todo lo relativo a las deserciones de personal de los talleres y pedirle su intervención en contra de Técpatl. Con palabras que al parecer denotaban una intensa preocupación por el problema que se le planteaba, pero en las cuales era fácil percibir un dejo de sorna, el monarca respondió que le era imposible intervenir en aquel conflicto, pues de hacerlo, violaría la autonomía de los gremios y rompería las tradicionales formas de relación existentes entre autoridades y artistas.
Comprendiendo que las autoridades no habrían de brindarles ninguna clase de ayuda en su lucha contra Técpatl y decididos más que nunca a impedir que éste lograse darse a conocer como escultor, Cohuatzin y sus secuaces tomaron la determinación de movilizar a la opinión pública en su contra, para lo cual urdieron una hábil maniobra: dos jóvenes que les eran adictos hicieron el simulacro de unirse a los disidentes; abandonando los talleres donde trabajaban fueron aceptados en el de Yoyontzin, y al igual que sus demás compañeros, comenzaron a recibir lecciones de Técpatl y a laborar con él en la ejecución de la obra escultórica que éste había iniciado. Apenas habían cumplido una semana en su nuevo trabajo, cuando los dos traidores solicitaron ser readmitidos en sus antiguos talleres, y a la vez que simulaban un profundo arrepentimiento por su pasajero desvarío, comenzaron a propalar a los cuatro vientos la versión de que Técpatl proyectaba destruir la fe del pueblo en los dioses, para cuyo propósito estaba esculpiendo una obra indescriptiblemente grotesca, una burlesca representación de la máxima deidad femenina, la venerada Coatlicue. El propósito de Técpatl al realizar dicha obra —afirmaban sus detractores— no era sólo mofarse de los sentimientos del pueblo, sino hacer patente el profundo desprecio que profesaba hacia la Deidad misma. Finalmente, se repetía en contra del artista el mismo cargo de que se le acusara años atrás, o sea el de llevar una vida consagrada al vicio, añadiendo a ello el de haber convertido el taller de Yoyontzin en un antro de corrupción en donde se practicaban toda clase de excesos.