Aun cuando la verdad de las cosas era que la vida privada de Técpatl no sólo podía calificarse de irreprochable sino incluso de ascética, y que en materia religiosa su personalidad estiba muy próxima al misticismo, un creciente número de personas, desconocedoras de la auténtica forma de ser del joven escultor, aceptaban como válidas las calumnias que día con día difundían los secuaces de Cohuatzin. Los familiares de los numerosos jóvenes que habían abandonado sus trabajos para convertirse en discípulos y colaboradores de Técpatl, molestos de que éstos hubiesen trocado un prometedor futuro para tomar parte en algo que a sus ojos no tenía sentido alguno, dolidos por la actitud de rebelde intransigencia que caracterizaba a todos los seguidores de Técpatl y sin creer que en verdad fuesen las intensas jornadas de trabajo y no la práctica de toda clase de vicios lo que había convertido a dichos jóvenes en unos extraños en sus propias casas, contribuían en forma importante, con sus incesantes peroratas en contra del artista, a que la opinión pública comenzase a ver en Técpatl a una auténtica amenaza social.
Cuando Cohuatzin juzgó que la animadversión de los habitantes de Tenochtítlan por Técpatl había llegado a un punto tal que ya podría impulsarles fácilmente a la acción, urdió un plan para solucionar, de una vez por todas, aquel espinoso asunto.
Mientras sus enemigos se preparaban a poner en práctica sus siniestros propósitos, Técpatl trabajaba sin descanso en la doble misión que para esa etapa de su vida se había impuesto: realizar una obra escultórica diametralmente distinta a todas las producidas en el pasado y formar a un alto número de artistas que, dejando a un lado la labor de simples copistas de las obras de arte toltecas, fuesen capaces de iniciar un auténtico movimiento de renovación artística. Asimismo, procuraba en unión de sus seguidores incrementar al máximo posible la producción artesanal del taller de Yoyontzin, con objeto de no convertirse en una carga demasiado pesada para la modesta economía del generoso anciano.
El engaño sufrido por Técpatl a manos de los dos jóvenes espías al servicio de Cohuatzin había constituido un duro revés para los propósitos del escultor, quien deseaba mantener en secreto la ejecución de la obra que estaba llevando a cabo hasta que no estuviese del todo terminada, pues de acuerdo con su inveterada costumbre, se había propuesto demolerla una vez concluida si no resultaba de su entera satisfacción, como había hecho con todas sus anteriores creaciones.
Ignorantes de que había llegado la fecha fijada para la celada tendida en su contra, Yoyontzin y Técpatl, acompañados de varios de sus ayudantes y de algunos porteadores, se dirigieron al igual que todos los días primeros de cada mes al mercado de Tlatelolco. El propósito que les guiaba era el de vender a los comerciantes del mercado los productos de cerámica elaborados en el taller durante los veinte días anteriores. Las canoas que transportaban la mercancía se deslizaban muy lentamente sobre las calzadas de agua a causa del excesivo peso depositado en ellas.
Apenas habían traspasado los límites del mercado, cuando Yoyontzin y sus acompañantes comenzaron a ser insultados soezmente por numerosas personas. Sin hacer caso de la creciente lluvia de injurias, los integrantes del pequeño grupo se encaminaron hacia los locales donde operaban los mercaderes con los que habitualmente celebraban sus transacciones, pero éstos se negaron a adquirir la mercancía que les llevaban, aduciendo que no deseaban tener ninguna clase de tratos con individuos viciosos y degenerados.
Desconcertados ante la hostilidad de que eran objeto, el anciano alfarero y sus jóvenes amigos optaron por retirarse cuanto antes del mercado, pero al retornar sobre sus pasos, los insultos de la multitud se hicieron aún mayores, e intempestivamente un sujeto llegó hasta Yoyontzin y con rápido ademán le propinó una bofetada en el rostro. Ante el cobarde ataque a su generoso protector, Técpatl perdió la serenidad y lanzándose sobre el agresor lo derribó al suelo de un solo golpe. Se inició al instante una furiosa zacapela. Incontables personas se arrojaron en contra de Técpatl y de sus amigos agrediéndoles a golpes y puntapiés, y a pesar de que éstos se defendieron bravamente, la incontrastable superioridad numérica de sus adversarios no tardó en imponerse. Los jóvenes fueron salvajemente golpeados hasta dejarlos inconscientes, después, los agentes provocadores al servicio de Cohuatzin —que eran los que habían azuzado y dirigido a la multitud durante todo el zafarrancho— apartaron al maltrecho cuerpo de Técpatl y sin hacer caso de las súplicas de Yoyontzin, procedieron a recostarlo contra un muro y comenzaron a repartir entre la gente canastillas llenas de piedras, invitando a todos los presentes a que las lanzasen contra el joven escultor.
El hábil plan trazado por Cohuatzin para eliminar a Técpatl propiciando un motín popular que diese fin a la vida del artista estaba por cumplirse. Algunas piedras volaban ya por los aires y rebotaban junto a Técpatl, cuando una grácil figura femenina se abrió paso entre la enardecida muchedumbre y atravesando con paso firme el espacio vacío existente entre la turba y el desfallecido cuerpo del escultor llegó junto a éste, y le tendió los brazos, ayudándolo a reincorporarse. Un murmullo de asombro se extendió entre la multitud al reconocer a la recién llegada, cuyo nombre comenzó a correr de boca en boca. Se trataba de Citlalmina, la iniciadora de la rebelión juvenil con la que había dado comienzo la lucha libertaria del pueblo azteca. Citlalmina había llegado al mercado justo en el momento en que los provocadores repartían las canastillas de piedras e incitaban a la gente a lapidar a Técpatl. Un solo vistazo a lo que ocurría le había bastado para formarse un juicio acerca de la situación, así como para tomar la determinación de intentar salvar la vida del escultor.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano Técpatl se mantenía en pie esbozando una dolorida sonrisa a través de sus ensangrentadas facciones. Airadas voces surgían de la muchedumbre pidiendo a Citlalmina que se apartase para dar comienzo a la lapidación, pero ella permanecía inmóvil, sosteniendo con su cuerpo buena parte del peso de Técpatl y evidenciando con su actitud la inquebrantable decisión de compartir la suerte del artista, fuese ésta la que fuere. El rostro de Citlalmina —famoso en todo el Anáhuac por su resplandeciente belleza— reflejaba con toda claridad los sentimientos que la dominaban en aquel instante: no había en su interior el menor asomo de temor por lo que pudiera ocurrirle, sus grandes ojos negros relampagueaban con ira reprochando con la mirada a la multitud su cobardía en forma mucho más elocuente que el más conmovedor de los discursos. Lentamente, el ensordecedor griterío de la gente comenzó a disminuir de tono hasta extinguirse por completo, sobreviniendo un pesado y tenso silencio. La superior presencia de ánimo de Citlalmina había terminado por imponerse sobre los desatados impulsos de furia de la muchedumbre.
Sin dejar de sostener a Técpatl, que se movía con gran dificultad a causa de los innumerables golpes recibidos, Citlalmina inició un lento avance hacia la salida del mercado. Las compactas filas de gente se iban abriendo a su paso sin presentar resistencia alguna. Un cambio brusco se había operado en el ánimo de la multitud, trocando sus agresivos sentimientos en una mezcla de profundo arrepentimiento y de vergüenza colectiva por su reciente proceder.
Citlalmina y Técpatl se encontraban ya en los confines del mercado, cuando hizo su aparición un pelotón de soldados comandados por un oficial. Ante la presencia de las tropas, la multitud optó por desbandarse con gran rapidez. En la gran plaza quedaron tan sólo Yoyontzin y los jóvenes discípulos de Técpatl, en cuyos cansados y doloridos rostros podían verse con toda claridad las huellas dejadas por el desigual combate que acababan de librar. A pesar de todo lo ocurrido, sus amigos rodearon alborozados a Técpatl, felicitándolo por haber logrado salvar la vida. El oficial trasladó a todos los integrantes del maltrecho grupo hasta el cuartel más cercano, en donde sus heridas fueron atendidas. A la mañana siguiente, y de acuerdo con las instrucciones dictadas expresamente por el propio Itzcóatl, una fuerte escolta acompañó hasta el taller de Yoyontzin tanto al anciano alfarero como al escultor y a sus amigos, concluyendo así el azaroso episodio.
[18]
El grave altercado ocurrido en el mercado de Tlatelolco, que tan cerca estuviera de originar la muerte de Técpatl, constituyó en realidad un acontecimiento en extremo venturoso para el escultor, pues debido al mismo habría de sumarse a su causa un nuevo aliado de incalculable valor, poseedor de la fuerza de un huracán desencadenado: Citlalmina.
Cuando al día siguiente de aquél en que ocurrieran los disturbios, Técpatl y sus amigos retornaron al taller de Yoyontzin en compañía de la escolta, Citlalmina los aguardaba ya al frente de un numeroso grupo de mujeres. Citlalmina no se limitó a manifestar su buena disposición y la de sus acompañantes para colaborar con los artistas en aquello en que éstos considerasen les podría resultar de utilidad, sino que de inmediato puso en marcha un vasto plan de acción tendiente a contrarrestar las aviesas maniobras de Cohuatzin. En primer término, las mujeres aztecas tomaron por su cuenta la distribución de los productos de alfarería que se elaboraban en el taller de Yoyontzin, utilizando para ello el sistema de ventas directas de casa en casa, nulificando en esta forma el bloqueo económico con el cual —merced a la complicidad de los mercaderes— los enemigos de Técpatl y Yoyontzin pensaban doblegarlos. Acto seguido Citlalmina pasó a la ofensiva. Su penetrante inteligencia le había hecho entender con toda claridad el verdadero motivo de aquel conflicto: el temor de un grupo de artistas mediocres a perder sus jugosas ganancias, lo que ocurriría fatalmente en cuanto la población comenzase a valorar las obras realizadas por artistas de verdadero genio. Así pues, era indispensable, si en verdad se quería obtener la victoria en aquella nueva lucha, lograr la elevación de la conciencia crítica de la sociedad tenochca en lo relativo a cuestiones artísticas.
En todo el Valle del Anáhuac existían restos fácilmente localizables de las antiguas ciudades toltecas. Numerosos grupos organizados por Citlalmina se dieron a la tarea de escarbar en ellos, para obtener objetos que fuesen representativos del arte desarrollado en esos tiempos. Una vez extraídos, se procedía a estudiarlos y a compararlos con aquellos objetos similares que se elaboraban en los talleres de Tenochtítlan. En todos los casos, el resultado de la comparación resultaba altamente desfavorable para los nuevos productos, pues su calidad era de un grado de inferioridad tal, que no podía pasar desapercibido ni ante el ser menos dotado de sensibilidad artística.
Noche tras noche comenzaron a celebrarse reuniones cada vez más numerosas en diversos sitios de la ciudad, en ellas, Citlalmina y sus colaboradores exponían la Índole de las investigaciones que venían realizando, presentaban ante la consideración de los asistentes toda clase de objetos antiguos y modernos, promovían apasionadas discusiones entre los participantes, y generaban con ello un creciente interés sobre cualquier tema relacionado con las actividades artísticas y artesanales que se desarrollaban en la comunidad tenochca.
A pesar de que en un principio Técpatl se negó reiteradamente a participar en esta clase de reuniones —tanto porque la reserva de su carácter era contraria a toda actividad pública, como por el hecho de que no le agradaba desatender ni un solo instante el trabajo que estaba realizando—, terminó por acceder a ello, ante la indoblegable insistencia de Citlalmina.
La presencia de Técpatl en las reuniones originaba invariablemente las mismas reacciones; al iniciarse éstas, era claramente perceptible que privaba en el ambiente un abierto sentimiento de animadversión en contra del escultor —¡ eran tantas las calumnias que se habían propalado acerca de su persona!— pero en cuanto éste comenzaba a exponer sus ideas acerca de la necesidad de crear un arte nuevo y vigoroso, que en verdad constituyese una auténtica expresión de los sentimientos y anhelos del pueblo azteca, la actitud de sus oyentes iba variando rápidamente, primero le escuchaban con curiosidad, después con profundo interés y finalmente con apasionado entusiasmo. Sin poseer dotes oratorias de ninguna especie, la fuerza de sus convicciones y la nobleza de su espíritu eran de tal grado, que Técpatl lograba comunicar, a través de sus palabras, una buena parte del afán que lo dominaba por llevar al cabo sus elevados ideales. Como resultado de aquellas reuniones, el número de personas que comprendían y compartían las tesis que en materia de renovación artística propugnaba el escultor, era cada vez mayor.
El cambio que en contra de sus intereses comenzaba a operarse en la opinión pública no pasaba desapercibido para Cohuatzin y su camarilla; sin embargo, cuanto intento efectuaban con miras a impedirlo, se estrellaba invariablemente ante una conciencia popular cada vez más despierta, que conducida bajo la acertada dirección de Citlalmina y de un numeroso grupo de jóvenes entusiastas e inteligentes, parecía adivinar con suficiente anticipación las maniobras del culhuacano, impidiendo su realización a través de una eficaz organización. Los provocadores enviados a las reuniones donde se debatían temas artísticos eran siempre localizados y expulsados a golpes. En torno al taller de Yoyontzin se formó un constante servicio de vigilancia armada, realizada por gente del pueblo, que impedía tanto la posibilidad de una agresión a quienes ahí laboraban, como cualquier intento de destrucción de la ya casi terminada obra escultórica realizada por Técpatl. Finalmente, la tan temida posibilidad de que sus intereses económicos se vieran afectados, comenzaba a convertirse en una realidad para el grupo de Cohuatzin, pues la venta de sus productos había empezado a disminuir en forma ostensible, indicando con ello que se estaba operando una profunda transformación en el gusto artístico de la población azteca.
Una vez que Técpatl hubo concluido la escultura en que había venido laborando, y habiendo quedado satisfecho con la realización de la misma, se dirigió nuevamente al Templo Mayor para comunicar a Tlacaélel que deseaba obsequiar su obra a la Hermandad Blanca de Quetzalcóatl. En su carácter de Sumo Sacerdote de la respetada y milenaria Institución, Tlacaélel aceptó el ofrecimiento de Técpatl y fijó la fecha en la que, acompañado de las más altas autoridades del Reino, acudiría al taller de Yoyontzin a recibir personalmente la escultura.