Esbozando una amable sonrisa, el Portador del Emblema Sagrado tomó asiento al lado de la inválida e inició con ésta una amena conversación, relatándole un lejano acontecimiento de su niñez: tras de una infructuosa y agotadora mañana dedicada a tratar de cazar patos silvestres con su pequeño arco, un pescador que observaba la inutilidad de sus esfuerzos le había enseñado la forma de preparar trampas para atrapar a estas aves, aconsejándole que en lugar de perseguirlas aguardase con paciencia a que los animales cayesen en la trampa. Una vez comprobada la eficacia del sistema propuesto por el pescador, Tlacaélel había continuado durante sus años infantiles entrevistándose con frecuencia con aquel hombre, aprendiendo, a través de sus sabios consejos, incontables secretos sobre la forma de proceder que caracterizaba a los numerosos seres que vivían en el lago: desde los lirios acuáticos hasta las distintas especies de peces que veloces cruzaban sus aguas.
Para Izquixóchitl no constituyó mayor problema adivinar que el pescador de aquél relato no era otro sino su extinto esposo: solamente él había sido capaz de poseer en tan alto grado ese profundo conocimiento de las cosas de la naturaleza y ese bondadoso espíritu siempre dispuesto a proporcionar ayuda a los demás, características claramente sobresalientes en el pescador de aquella historia. Cuando el propio Portador del Emblema Sagrado confirmó sus suposiciones, dos lágrimas resbalaron por el agrietado rostro de la anciana.
Dando por concluidas las añoranzas, Tlacaélel expresó con toda franqueza el motivo de su presencia: necesitaba una canoa para llegar a Tenochtítlan, y aun cuando estaba al tanto de la requisa y concentración de lanchas llevada a cabo por órdenes de Moctezuma, suponía que esta disposición no había surtido efecto en lo concerniente a la canoa propiedad de Izquixóchitl, pues conociendo la generosa condición de sentimientos que animaba a los jóvenes que habían efectuado esta tarea, daba por seguro que no habrían sido capaces de despojarla de un objeto que para ella era tan preciado.
Izquixóchitl manifestó de inmediato su consentimiento a lo que se le solicitaba, sin embargo, no dejó de expresar la extrañeza que le producía aquella petición. La capital del Reino esperaba presa de emoción la llegada del primer azteca a quien se había confiado la custodia del Caracol Sagrado. ¿Por qué escogía Tlacaélel una forma casi subrepticia para retornar a su ciudad? En el embarcadero central le aguardaba, de seguro, una numerosa escolta con la misión de conducirle a través del lago.
Una expresión de dureza cubrió la faz de Tlacaélel mientras respondía a la pregunta de la anciana: ningún motivo, y mucho menos un simple festejo, constituía causa suficiente para que los aztecas descuidasen la vigilancia que debían mantener siempre en torno de su ciudad. Si buscaba llegar a Tenochtítlan sin ser visto, era precisamente para comprobar la efectividad de las defensas que la protegían.
Tras de bajar de su hábil escondrijo la pesada canoa, Tlacaélel y su acompañante la condujeron con todo cuidado hasta las cercanas aguas del lago y subiendo en ella, comenzaron a remar con vigoroso esfuerzo.
Dominada aún por la intensa impresión que dejara en ella la inesperada visita del Portador del Emblema Sagrado, Izquixóchitl contempló alejarse lentamente la canoa en dirección a la capital azteca.
Los luminosos rayos del sol se reflejaban con perfecta claridad en las tranquilas aguas del lago. Con excepción de la lancha en que viajaban Tlacaélel y su sirviente, ningún observador habría alcanzado a contemplar una sola embarcación en aquel inmenso espejo de agua. Todo parecía indicar que ante el atractivo de participar en una alegre recepción, los aztecas habían descuidado una vez más la vigilancia de su ciudad capital. Repentinamente, surgidas de entre un tupido conjunto de lirios y juncos, tres rápidas canoas comenzaron a maniobrar con la clara intención de cerrar el paso a la embarcación de Tlacaélel. Las canoas eran tripuladas por jóvenes guerreros tenochcas fuertemente armados que hacían sonar insistentemente sus caracoles de guerra. Sin atender a las voces que les ordenaban detenerse, Tlacaélel y su acompañante continuaron avanzando, muy pronto una andanada de flechas pasó silbando sobre sus cabezas, obligándolos a cambiar de decisión.
En breves instantes las tres veloces canoas rodearon la lenta embarcación. Una expresión de indescriptible asombro reflejóse en los juveniles semblantes al reconocer a Tlacaélel y percatarse de que acababan de lanzar sus flechas nada menos que al Sumo Sacerdote de Quetzalcóatl.
La cordial sonrisa contenida en el rostro del Portador del Emblema Sagrado disipó de inmediato el temeroso asombro de los guerreros. Con amables frases Tlacaélel elogió su conducta:
Nos congratulamos, nos alegramos. He aquí que la ciudad de Huitzilopóchtli no está ya más a merced de sus enemigos. Ahora está prevenida, ahora está alerta. Ya llega el día en que seremos nosotros, ya llega el día en que viviremos.
Tras de dialogar brevemente con los vigilantes defensores de la capital, Tlacaélel prosiguió su interrumpido viaje. Dos de las canoas que le interceptaron retornaron a su escondrijo entre los juncos, mientras la otra daba escolta a su embarcación.
Muy pronto Tlacaélel terminó de corroborar la eficaz organización defensiva existente en derredor de Tenochtítlan: estratégicamente distribuidas en diferentes lugares del lago, y casi siempre ocultas en los sitios en que la vegetación acuática adquiría características de mayor concentración, numerosas embarcaciones tripuladas por bien pertrechados guerreros mantenían una incesante vigilancia que eliminaba cualquier posibilidad de un ataque por sorpresa contra la ciudad.
Rodeada de una creciente escolta de canoas, conducidas por entusiastas jóvenes que hacían sonar sin cesar sus caracoles y tambores de guerra, la embarcación que transportaba a Tlacaélel se iba aproximando cada vez más a Tenochtítlan.
En la capital azteca el nerviosismo y la expectación crecían a cada instante. Desde muy temprano las calles y canales de la ciudad se hallaban abarrotados por una multitud que aguardaba impaciente la llegada del Heredero de Quetzalcóatl. Al transcurrir buena parte de la mañana sin que el Portador del Caracol Sagrado hiciera su aparición, comenzaron a circular los más alarmantes rumores, según los cuales, los tecpanecas habían apresado a Tlacaélel y pretendían utilizarlo como rehén para obligar al pueblo azteca a pagar tributos aún más onerosos.
En medio del creciente temor, únicamente Moctezuma mantenía un confiado optimismo que procuraba transmitir a los demás, repitiendo sin cesar que su hermano era amigo de actuar siempre en forma imprevista y que de seguro se había apartado de las rutas más transitadas, en donde le aguardaban escoltas enviadas en su búsqueda, e intentaría llegar sin ser visto, para así poder verificar por sí mismo la efectividad de los sistemas de defensa con que contaba la ciudad.
No pasó mucho tiempo sin que las sospechas de Moctezuma fueran confirmadas por los hechos. Una de las embarcaciones que escoltaban a Tlacaélel se adelantó a las demás para llevar a la ciudad la tan esperada noticia: el Portador del Emblema Sagrado se encontraba ya en el lago y se dirigía en línea recta al embarcadero central de Tenochtítlan. Un grito de contenido júbilo brotó en incontables gargantas, al tiempo que idénticas preguntas cruzaban por la mente de todos los presentes: ¿En qué forma debía manifestarse el profundo respeto de que era merecedor el Sumo Sacerdote de Quetzalcóatl? ¿Llegaba Tlacaélel para erigirse como Emperador? ¿Era partidario de la colaboración con los tecpanecas o intentaría sacudir el yugo que oprimía al pueblo azteca?
La ruidosa algarabía con que los acompañantes de Tlacaélel anunciaban su avance muy pronto llegó a los oídos de los inquietos tenochcas. Miles de manos señalaron hacia el lejano sitio en el horizonte en donde un conjunto de pequeños puntos negros se iban agrandando rápidamente, hasta transformarse en veloces canoas que rodeaban a una lancha de pausado avance.
Al llegar junto a la orilla, Tlacaélel abandonó la embarcación de un ágil salto, pisando con pie firme el suelo de la capital azteca.
A partir del momento en que las autoridades tenochcas habían tenido conocimiento de la fecha en que retornaría Tlacaélel, se habían dado a la tarea de tratar de organizar los festejos más adecuados para recibirlo. Los problemas que dicho recibimiento implicaba no eran de fácil solución. En primer término porque en el pasado ningún Portador del Emblema Sagrado se había dignado visitar a Tenochtítlan, y por ende los aztecas no contaban con un precedente que resultase aplicable a la organización de una recepción de esta índole. Y en segundo lugar, a causa de la gran confusión que privaba entre el pueblo y dignatarios tenochcas respecto del papel que llegaba a desempeñar en un modesto y sojuzgado reino como el azteca un personaje a quien muchos calificaban de auténtica deidad.
Contrastando con el paralizante desconcierto que dominaba a las autoridades, Citlalmina y los grupos de jóvenes que la secundaban habían elaborado un programa integral de festejos que incluía las más variadas actividades. Al conocer los planes proyectados por la juventud tenochca, Itzcóatl les había otorgado su aprobación, dejando prácticamente en sus manos la organización del recibimiento.
Para los juveniles organizadores no representó mayor problema conseguir la colaboración popular que la realización de su proyecto de festejos requería. Poseído de un febril entusiasmo, el pueblo entero había participado en las múltiples tareas encaminadas a dar el máximo realce a la llegada del Portador del Emblema Sagrado, desde engalanar las casas con sencillos pero bellos adornos, hasta elaborar una gigantesca alfombra de flores a lo largo del recorrido que había de efectuar Tlacaélel dentro de la ciudad.
Así pues, ningún tenochca se sentía ajeno al trascendental acontecimiento que tendría lugar aquel día en la capital azteca.
Lo primero que contempló Tlacaélel al arribar a Tenochtítlan fue la bella figura de Citlalmina. rodeada de un numeroso grupo de pequeñas niñas ataviadas en forma por demás extraña, pues portaban toda clase de armas que a duras penas lograban sostener con sus débiles fuerzas. Las miradas de Tlacaélel y Citlalmina se cruzaron. La compenetración que existía entre ellos era tan grande, que bastó sólo una breve mirada —tan fugaz que pasó inadvertida a la observación de los presentes— para que sin mediar palabra alguna resolviesen de común acuerdo el proceder que adoptarían en el futuro.
El menor incumplimiento de los sagrados deberes a que Tlacaélel habría de consagrarse constituía, ante la recta mente y superior espiritualidad de ambos jóvenes, una incalificable traición que ni siquiera podía ser imaginada, por tanto comprendían muy bien que la nueva situación les obligaba al sacrificio de sus pensamientos personales. Sin embargo, sabían también que aun cuando quizá no volviesen a verse nunca más, continuarían siendo siempre un solo y único ser encarnado en dos cuerpos.
Alzando un brazo con grácil y firme ademán, Citlalmina señaló al portador del Emblema Sagrado al tiempo que exclamaba con fuerte acento:
¡Que Huitzilopóchtli esté siempre contigo Tlacaélel, Azteca entre los Aztecas!
La salutación de Citlalmina, expresaba en tan breves como reveladores términos, despejó en un instante los equívocos y difundidos conceptos respecto de la posición que dentro de la sociedad azteca venía a ocupar el Heredero de Quetzalcóatl. La idea de que el Portador del Emblema Sagrado constituía en sí mismo una divinidad recibía así la más rotunda negativa. El calificativo dado por Citlalmina al recién llegado proporcionaba a todos una imagen clara y precisa de lo que en realidad era Tlacaélel: el personaje más importante y respetable de todo el Reino, pero no por ello un ser inaccesible y separado de las necesidades y problemas de su pueblo.
Superando la tensa inmovilidad que hasta ese momento había dominado a la multitud, las niñas ataviadas con armas de guerra se acercaron hasta Tlacaélel. Las pequeñas se habían apoderado de todo aquel armamento la noche que Citlalmina, aduciendo la aparente inexistencia de hombres en el Reino, había exhortado a las mujeres tenochcas a hacerse cargo de la defensa de la ciudad. Posteriormente las niñas habían ocultado las armas, negándose a devolverlas a sus familiares a pesar de las reprimendas y castigos sufridos. Con frases entre cortadas de la emoción que les dominaba, las chiquillas expresaron a Tlacaélel que venían a entregarle sus armas, pues estaban seguras de que él sí sabría utilizarlas adecuadamente.
El Azteca entre los Aztecas esbozó una amplia sonrisa al percatarse de la decidida actitud de las pequeñas, dialogó brevemente con ellas y después tomó varias de las armas que le ofrecían: cruzó sobre su pecho un largo arco, acomodó en sus hombros un carcaj rebosante de flechas, embrazó un bello escudo decorado con la imagen de Huitzilopóchtli y en su diestra esgrimió un macuahuitl
[5]
de cortantes filos. Una vez ataviado con las armas tradicionales de los guerreros náhualt, Tlacaélel dio comienzo a su triunfal recorrido por la capital azteca. La acertada salutación de Citlalmina y la confiada actitud de las pequeñas habían troncado en breves instantes los sentimientos populares: abandonado su actitud inicial, nerviosa e insegura, la multitud desbordase en un creciente y frenético entusiasmo.
La inmensa muchedumbre que ovacionaba a Tlacaélel se fue haciendo más compacta al irse acercado éste al centro de la ciudad. Desde las azoteas de las casas caía una incesante lluvia de flores, lanzada por grupo de mujeres que entonan alegres canciones. Un elevado número de tecnochas vestía atuendos de guerreros, manifestando así su forma de sentir ante el conflicto que afrontaba el Reino, sus estruendosos cantos de guerra impregnaban el ámbito con bélicos acentos; sin embargo, Tlacaélel pudo percatarse de que entre la multitud había también muchas personas, todas ellas de muy modesta condición, que cargaban canastillas conteniendo algunos de los productos con los cuales se cubrían los tributos a los tecpanecas. Los portadores de las canastillas no cesaban de expresar a grandes voces sus deseos de que la paz se mantuviese a cualquier precio: “No queremos guerra”. “Paguemos los tributos a Maxtla y salvemos nuestras vidas y nuestras cosechas.” Esta, al parecer sincera exteriorización de sentimientos pacifistas, era en realidad producto de una nueva maniobra de los integrantes del Concejo del Reino. Convencidos de que la actitud que adoptase Tlacaélel resultaría determinante para los futuros acontecimientos, habían distribuido entre la población más pobre generosos donativos, incitándola a que manifestase ante el Portador del Emblema Sagrado fervientes anhelos de paz, con objeto de presionarlo a que asumiese una actitud conciliadora ante las pretensiones de Maxtla.