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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (5 page)

BOOK: Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas
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Al ser informado en la prisión de la inesperada resolución del Consejo, Moctezuma rechazó el nombramiento que se le ofrecía, manifestando que no se hallaba dispuesto a perder el tiempo prestando atención a ninguna otra cuestión que no fuese la organización de la defensa militar de Tenochtítlan.

Los integrantes del Consejo fingieron una gran indignación al conocer la respuesta de Moctezuma y clamando a voz en cuello, afirmaron que la intransigente actitud del guerrero no dejaba ya ninguna duda sobre sus intenciones de provocar una guerra que acarrearía la destrucción del Reino. Asimismo, y con objeto de completar la farsa tendiente a tratar de hacer creer al pueblo que la opinión de Tlacaélel para la designación del nuevo rey sería tomada en cuenta, las autoridades enviaron un mensajero a Chololan, informando al Portador del Emblema Sagrado que había sido incorporado al Consejo del Reino y pidiéndole uniese su decisión a lo acordado por dicho organismo, en el sentido de que fuese Cuetlaxtlan quien asumiese las insignias reales de los tenochcas.

Además del mensajero que partiera rumbo a Chololan por disposición del Consejo, otro mensajero, cumpliendo órdenes de Tozcuecuetzin, había salido el mismo día de la capital azteca con idéntica meta. A través de su enviado, el sumo sacerdote tenochca se ponía incondicionalmente bajo las órdenes de Tlacaélel y solicitaba su autorización para iniciar de inmediato una revuelta popular que permitiese al Portador del Emblema Sagrado entronizarse como Emperador.

La creciente pugna entre los distintos sectores que integraban la sociedad azteca tendía a transformarse en un sangriento conflicto. Evitar la lucha entre los propios tenochcas —para estar así en posibilidad de hacer frente con mayores probabilidades de éxito a los enemigos externos— constituía el primer problema al que Tlacaélel debía encontrar una adecuada solución.

Capítulo V
LA ELECCIÓN DE UN REY

La milenaria pirámide de Chololan, bañada por los últimos resplandores del atardecer, parecía una gigantesca escalera de piedra destinada a servir de sólido puente entre el cielo y la tierra.

Centeotl, el sacerdote que durante tantos años y en las más adversas condiciones rigiera los destinos de la Hermandad Blanca, yacía gravemente enfermo. Cumplida su misión, la poderosa energía que le caracterizara parecía haberle abandonado y los rasgos de la muerte comenzaban a dibujarse nítidamente en su rostro. Con voz de tenue y apagado acento, el anciano solicitó la presencia de su sucesor.

Tlacaélel acudió de inmediato al llamado del enfermo. Recuperando momentáneamente un asomo de su vigor perdido, Centeotl explicó al joven azteca, con palabras saturadas de profunda esperanza, los motivos por los cuales le había escogido como depositario del preciado emblema. La larga y angustiosa espera había concluido, afirmó Centeotl con segura convicción, Tlacaélel era el hombre predestinado que aguardaban los pueblos para dar comienzo a una nueva etapa de superación espiritual. Su labor, por tanto, no sería la de un mero guardián del saber sagrado, debía reunificar a todos los habitantes de la tierra en un grandioso Imperio, destinado a dotar a los seres humanos de los antiguos poderes que les permitían coadyuvar con los dioses en la obra de sostener y engrandecer al Universo entero.

Una vez pronunciadas tan categóricas aseveraciones, Centeotl perdió hasta el último resto de sus cansadas fuerzas, adquiriendo rápidamente todo el aspecto de los agonizantes. A la medianoche, en ese preciso instante en que las sombras han alcanzado el máximo predominio y se ven obligadas a iniciar un lento retroceso, el corazón del sacerdote dejó de palpitar.

Al día siguiente, cuando Tlacaélel se disponía a dirigirse a Teotihuacan (con objeto de efectuar el entierro de Centeotl y llevar a cabo el retiro a que estaba obligado antes de iniciar sus actividades) fue informado de la llegada de los mensajeros provenientes de Tenochtítlan.

Tlacaélel escuchó con atención el relato de los trascendentales acontecimientos que habían tenido lugar en la capital azteca, así como las contradictorias proposiciones que le hacían los integrantes del Consejo del Reino y el anciano Tozcuecuetzin. Después, sin pronunciar palabra alguna, se encaminó al cercano sitio donde le fuera conferido su alto cargo (el bello patio bordeado por construcciones de simétricos contornos situado al pie de la pirámide) y a solas con su propia responsabilidad, reflexionó detenidamente sobre las cuestiones que le habían sido planteadas.

El Portador del Emblema Sagrado comprendió de inmediato el grave error de apreciación en que estaba incurriendo el Consejo al pretender entronizar a Cuetlaxtlan. La valiente actitud asumida por la juventud azteca entrañaba un reto al poderío tecpaneca que Maxtla jamás perdonaría. La guerra entre ambos pueblos constituía un hecho inevitable. Y en semejantes circunstancias, la designación de un monarca que hasta el último instante intentaría evadir la dura realidad que le tocaría en suerte afrontar, sólo podría acarrear fatales consecuencias para los tenochcas.

La proposición de Tozcuecuetzin, en el sentido de que Tlacaélel asumiese personalmente la dirección del gobierno tenochca, implicaba, al menos, evidentes ventajas: ninguno de los habitantes del Reino —incluyendo a los integrantes del Consejo que se mostraban más serviles a los dictados de la tiranía tecpaneca— osaría desafiar abiertamente a la autoridad del Heredero de Quetzalcóatl; todo el pueblo se uniría en forma entusiasta en torno suyo, desapareciendo al instante las distintas facciones en que se había escindido la sociedad azteca.

Sin embargo, Tlacaélel desechó de inmediato la posibilidad de erigirse Emperador. No sólo porque estimaba que resultaría absurdo ostentar este cargo sin la previa existencia de un auténtico Imperio, sino también a causa de su particular interpretación de los acontecimientos que habían precedido al desplome del Segundo Imperio Tolteca. A su juicio, la centralización en una sola persona de las funciones de Emperador y Sumo Sacerdote de la Hermandad Blanca había resultado igualmente perjudicial para ambas dignidades. Con su atención centrada en la gran variedad y complejidad de los problemas derivados de la administración de tan vastos dominios, los Emperadores Toltecas habían terminado por desatender las obligaciones inherentes a sus funciones de Portadores del Emblema Sagrado. El relato de los últimos años del gobierno de Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl, dividido internamente entre su preocupación por los graves conflictos que presagiaban el desmoronamiento del Imperio y su afán de continuar la tarea de lograr una auténtica superación espiritual de la humanidad, constituía el mejor ejemplo de la dificultad que representaba, en la práctica, tratar de realizar ambas funciones.

Tlacaélel no deseaba incurrir en el mismo error cometido por su afamado antecesor y si bien estaba firmemente decidido a llevar a cabo la restauración del Imperio, juzgaba que sería mucho más conveniente que fuese otra persona y no él quien ostentase el cargo de Emperador, para así poder dedicar lo mejor de su esfuerzo a las labores propias de su sacerdocio.

Dejando para el futuro todo lo tocante a la cuestión de la posible designación de un Emperador, Tlacaélel se concretó a tratar de resolver el problema de encontrar a la persona que en aquellas circunstancias pudiese resultar más apropiada para desempeñar el cargo de rey de los aztecas.

Mientras repasaba mentalmente las cualidades y defectos de las principales personalidades tenochcas, acudió a la memoria de Tlacaélel la figura de Itzcóatl, quien gozaba de una bien ganada fama de hombre sabio y prudente.
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Su carácter amable y reservado —enemigo de toda ostentación— le había granjeado innumerables amigos, tanto entre el pueblo como entre los integrantes de las clases dirigentes. Itzcóatl no era dado a entrometerse en asuntos ajenos, pero cuando las partes de algún conflicto acudían de común acuerdo en su busca, lograba en casi todos los casos avenir a los contendientes mediante soluciones que entrañaban siempre un profundo sentido de justicia.

Entre más lo pensaba, más se afirmaba en Tlacaélel la convicción de que Itzcóatl era la persona indicada para restablecer la concordia en el agitado pueblo azteca. A causa de la reconocida prudencia del hijo de Acamapichtli, los miembros del Consejo no podrían acusarle de estar propiciando un conflicto que en verdad pudiese ser evitado, pero asimismo —y como resultado de esa misma prudencia— resultaba fácil prever que Itzcóatl no cometería la torpeza de dejar a la ciudad sin salvaguardia, sino que sabría encontrar la forma de mantener la organización defensiva surgida bajo la dirección de Moctezuma.

Retornando al sitio donde le aguardaban los mensajeros, Tlacaélel expresó ante éstos la respuesta que debían memorizar para luego repetir ante quien les había enviado.

En su mensaje dirigido a los integrantes del Consejo del Reino, el Portador del Emblema Sagrado les reprendía severamente por la ofensa que le habían inferido al pretender otorgarle un cargo dentro de dicho organismo. Con frases ásperas y cortantes, Tlacaélel recordó a los gobernantes tenochcas que él era ahora el legítimo Heredero de Quetzalcóatl y, por tanto, toda auténtica autoridad sólo podía provenir de su persona, resultando por ello absurdo que intentasen igualarse con él incorporándolo como un simple miembro más del Consejo. Sin embargo, concluía, estaba dispuesto a pasar por alto el agravio que se le había inferido —estimando que había sido motivado por ignorancia y no por un deliberado propósito de injuriarle— siempre y cuando acatasen de inmediato su determinación de que se entronizase a Itzcóatl.

En la respuesta que enviaba a Tozcuecuetzin, Tlacaélel agradecía al viejo sacerdote sus espontáneas manifestaciones de lealtad. Le informaba, asimismo, que no pensaba ejercer sus derechos para ocupar en lo personal el cargo de Emperador, sino dejar esta cuestión pendiente para el futuro, y por último, le pedía que procediese cuanto antes a coronar a Itzcóatl como nuevo rey de los aztecas.

Al término de cada uno de sus mensajes, Tlacaélel formulaba la promesa de retornar a Tenochtítlan en cuanto terminase su retiro en Teotihuacan, la antigua y sagrada capital del Primer Imperio Tolteca.

Capítulo VI
PROYECTANDO UN IMPERIO

El entierro del pequeño envoltorio conteniendo los calcinados restos de Centeotl había concluido. Con excepción de Tlacaélel y de dos modestos sirvientes, nadie más había acompañado los despojos del otrora poderoso sacerdote en su recorrido de Chololan a Teotihuacan, como tampoco nadie había visto a las tres solitarias figuras excavar una fosa junto a uno de los numerosos montículos existentes en las cercanías de las derruidas e imponentes pirámides.

De acuerdo con la tradición, la trascendental importancia del cargo de Sumo Sacerdote de la Hermandad Blanca superaba con mucho a la siempre transitoria figura humana que lo ocupaba. Era el cargo y no la persona el merecedor del máximo respeto. Las personas morían, pero el cargo subsistía inalterable a lo largo del tiempo. Esta distinción entre el cargo y la persona se hacía particularmente evidente en el momento de la muerte del Portador del Emblema Sagrado: no se guardaba luto por él, ni siquiera se celebraba alguna ceremonia especial con motivo de sus funerales. El nuevo Sumo Sacerdote preparaba personalmente la hoguera donde se efectuaba la cremación del cadáver de su antecesor y posteriormente, acompañado de los sirvientes estrictamente indispensables para el transporte de los restos, conducía éstos hasta el lugar donde se hallaban las ruinas de la primera metrópoli imperial de los toltecas y ahí, sin mediar mayores formalidades, procedía a darles sepultura.

Cumplida su última obligación con su predecesor, Tlacaélel, ayudado por la pareja de sirvientes que le acompañaba, se dio a la tarea de construir dos improvisados albergues bajo la sombra de la mayor de las pirámides. El primero de aquellos refugios estaba destinado a servir de morada al Portador del Emblema Sagrado. El segundo lo ocuparían sus sirvientes, los cuales tenían la obligación de suministrarle la escasa ración de alimentos que habría de requerir mientras durase su retiro.

Rodeado por vestigios que denotaban la existencia de un grandioso pasado, Tlacaélel dio comienzo a la difícil tarea de proyectar los cimientos sobre los cuales debía estructurarse el Imperio que pensaba forjar, así como los medios de que habría de valerse para lograr que la humanidad renovase su impulso hacia una siempre mayor elevación espiritual.

Durante los largos días de incesante meditación transcurridos entre las ruinas de la abandonada Teotihuacan, el Portador del Emblema Sagrado fue repasando mentalmente, una y otra vez, los conceptos fundamentales de la Cultura Náhuatl, con objeto de fundar sobre éstos sus futuras actividades.

Según los antiguos conocimientos, existía por encima y más allá de todo lo manifestado, un Principio Supremo, un Dios primordial, increado y único. Pero esta deidad o energía suma, aun cuando es el cimiento mismo del Cosmos, resulta por su misma superioridad incognoscible en su verdadera esencia.

Ahora bien, al comenzar a manifestarse en los distintos planos de la existencia, el Principio Supremo se expresa siempre, ante la humana observación, como una dualidad. Esto es, como una lucha de fuerzas aparentemente antagónicas que a través de su perenne oposición dan origen a todos los seres. Los dioses y las plantas, al igual que los astros y los hombres, son productos de esta interminable contienda creadora que abarca al Universo entero.

Poder captar el ritmo conforme el cual van predominando alternativamente las diferentes energías contenidas en todas las cosas constituía uno de los objetivos fundamentales de la sabiduría de los antiguos. Para lograrlo, se habían valido de una paciente y metódica observación de los astros, hasta llegar a precisar, con minuciosa exactitud, las diferentes influencias que los cuerpos celestes ejercen sobre la tierra, adquiriendo asimismo suficientes conocimientos para poder aprovechar adecuadamente estas influencias.

Estar en posibilidad de conocer y aprovechar los influjos celestes representaba un elevado logro, pero no era el más alto de los conquistados por los sabios de antaño, los cuales habían alcanzado el máximo ideal al que ser alguno pudiese aspirar: colaborar conscientemente al armónico funcionamiento del Universo.

Devolver a la humana naturaleza su olvidada misión de coadyuvar al engrandecimiento del Universo representaba el principal propósito al que Tlacaélel pensaba encaminar su empeño, y mientras meditaba sobre los medios de que habría de valerse para ello, su atención se vio atraída por los rojizos rayos de luz del amanecer, que al proyectarse sobre los costados de la pirámide mayor, parecían resaltar aún más las prodigiosas dimensiones de la milenaria construcción. Súbitamente, una idea que entrañaba una empresa de colosal magnitud cruzó por el cerebro de Tlacaélel: ya que el sol era la fuente central de donde dimana la energía que permite la vida, si se lograba contribuir a su sustentación e incrementar su desarrollo ello se traduciría en un generalizado beneficio para todos los seres que pueblan la tierra.

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