Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (2 page)

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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

BOOK: Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas
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A partir de entonces, las dos mitades del caracol sagrado habían constituido el más prestigiado emblema de los sumos sacerdotes del área náhuatl y de la región maya, los cuales aguardaban ansiosos las señales que indicasen la llegada del hombre que lograría dar fin a la anarquía y a la decadencia en que se debatían todas las comunidades.

Portando en sus manos la cadena de oro de la cual pendía el Emblema Sagrado, Centeotl descendió lentamente por la escalinata que conducía al altar mayor y se encaminó directamente a la fila de sacerdotes situados en el costado derecho del patio.

Una extraña fuerza, parecía haber transformado súbitamente al anciano sumo sacerdote: su viejo y cansado rostro reflejaba una energía poderosa y desconocida, sus ojos eran dos hogueras de intensidad abrasadora y su andar, comúnmente torpe y dificultoso, parecía ahora el elástico desplazamiento de un felino.

Al llegar frente a Mazatzin, Centeotl se detuvo. Todos los que contemplaban la escena dejaron momentáneamente de respirar. Tlacaélel pensó que estaban a punto de realizarse sus temores y los de todo el pueblo azteca: un incremento aún mayor en la pesada carga que tenían que soportar como vasallos de los tecpanecas, lo que ocurriría fatalmente en cuanto Maxtla contase con el apoyo del nuevo Portador del Emblema Sagrado.

Las miradas de los dos sacerdotes se enfrentaron. Durante un primer momento Mazatzin se mantuvo aparentemente impasible, contemplando sin pestañear aquella manifestación desbordante de las más furiosas fuerzas de la naturaleza que parecía emanar de las pupilas de Centeotl, pero después, repentinamente, todo su ser comenzó a verse sacudido por un temblor incontrolable, mientras se reflejaban en su rostro, como en el más claro espejo, sentimientos que de seguro había logrado mantener siempre ocultos en lo más profundo del alma: una anhelante expresión de ambiciosa codicia contraía sus facciones, los labios se movían en una súplica desesperada que no alcanzaba a ser articulada en palabras y las manos se extendieron en un intento de apoderarse del emblema, pero sus dedos sólo llegaron a tocar la cadena, pues en ese instante las fuerzas le abandonaron y cayó al suelo, en donde permaneció sollozando como un niño.

Imperturbable ante el evidente fracaso del sacerdote que le seguía en rango, Centeotl dio dos pasos y quedó frente a Cuauhtexpetlatzin, el tercer sacerdote dentro de la jerarquía de la Hermandad Blanca.

Cuauhtexpetlatzin era el más querido de los sacerdotes de Chololan. Su espíritu bondadoso y comprensivo era bien conocido no sólo por sus compañeros y por los novicios, en cuya formación ponía siempre un particular empeño, sino por todos los habitantes de la comarca, que acudían ante él en gran número, en busca de consejo y de ayuda.

Un brusco estremecimiento sacudió a Cuauhtexpetlatzin al ver frente a sí a Centeotl sosteniendo a cercana distancia de su cuello el caracol sagrado; cayendo de rodillas, suplicó angustiado que no se le hiciese depositario de semejante honor, pues se consideraba indigno de ello.

Dando media vuelta, Centeotl se alejó de la fila de sacerdotes y se dirigió en línea recta hacia el círculo blanco donde se encontraba el grupo de jóvenes a los que había ungido momentos antes.

Un murmullo de asombro brotó de los labios de la mayor parte de los presentes. Aquello no podía significar otra cosa, sino que el sumo sacerdote juzgaba que entre los sacerdotes recién ordenados había uno merecedor de convertirse en su heredero.

En medio de una expectación que crecía a cada instante, Centeotl traspuso el círculo de pintura blanca y se detuvo frente a Nezahualcóyotl. La mirada del sumo sacerdote seguía siendo una hoguera de poder irresistible; sus manos, fuertemente apretadas a la cadena de la que pendía el venerado emblema, parecían las garras de una fiera sujetando a su presa. Tlacaélel pensó que si él se encontrara en el lugar de Centeotl, no vacilaría un instante en escoger a Nezahualcóyotl como la persona más adecuada para sucederle en el cargo. La inteligencia superior del príncipe texcocano, así como su profunda sabiduría y elevada espiritualidad, hacían de él un ser verdaderamente excepcional, merecedor incluso de convertirse en el depositario del legendario emblema.

Las manos de Centeotl se movían ya en un ademán tendiente a colocar sobre el cuello del príncipe la cadena de oro, cuando éste, tras reflejar en su rostro un súbito desconcierto, dio un paso atrás indicando así su rechazo ante la elevada dignidad que estaba por conferírsele. Tal parecía que en el último instante, y como resultado de un temor incontrolable surgido en lo más profundo de su ser, Nezahualcóyotl había llegado a la conclusión de que la tarea a la cual tenía consagrada la existencia —liberar a su pueblo y reconquistar el trono perdido— era ya en sí misma una misión suficientemente difícil y llena de peligros, y que el añadir a esta carga aún mayores responsabilidades, constituía una labor superior a sus fuerzas.

Manteniendo una actitud de impersonal indiferencia, como si actuase en representación de fuerzas que le trascendieran como individuo y de las cuales fuese tan sólo un instrumento, Centeotl desvió la mirada del príncipe de Texcoco y avanzando dos pasos quedó frente a Moctezuma.

Una sonrisa de regocijo estuvo a punto de aflorar en el rostro de Tlacaélel. Nada podía producirle mayor alegría que la probabilidad de que su hermano quedase investido con la alta jerarquía de Sumo Sacerdote de la Hermandad Blanca, sin embargo, no alcanzaba a vislumbrar la posibilidad de que el carácter de Moctezuma pudiese compaginarse con las funciones propias de semejante cargo. Moctezuma era la encarnación misma del espíritu guerrero. Un apasionado amor al combate y relevantes cualidades de estratego nato, constituían los principales rasgos de su personalidad.

Moctezuma contempló con asombro la imponente figura de refulgente mirada que tenía ante sí y en cuyas manos se balanceaba la cadena de la que pendía el Emblema Sagrado. Haciendo un esfuerzo sobrehumano trató de permanecer sereno, pero un sentimiento hasta entonces desconocido por su espíritu rompió en un instante toda resistencia consciente y se adueñó por completo de su voluntad. Siguiendo el ejemplo de Nezahualcóyotl, Moctezuma dio un paso atrás. El más valiente de los guerreros aztecas, acababa de conocer el miedo.

En las facciones generalmente inescrutables de Centeotl, pareció dibujarse una mueca de complacencia, como si en contra de lo que pudiese suponerse, el viejo sacerdote se encontrase preparado de antemano para presenciar todo lo que ocurría en aquellos momentos trascendentales.

Centeotl dio un paso hacia la derecha y quedó frente a Tlacaélel, sus miradas se cruzaron y los dos rostros permanecieron en muda contemplación durante un largo rato, después el sumo sacerdote, muy lentamente, fue extendiendo las manos, hasta dejar colocado en el cuello del joven azteca la fina cadena de oro con su preciado pendiente.

Con la misma tranquila naturalidad con que podía llevarse el más sencillo adorno, Tlacaélel portaba ahora sobre su pecho el Emblema Sagrado de Quetzalcóatl.

Capítulo II
CONMOCIÓN EN EL VALLE

El cambio de depositario del Emblema Sagrado de Quetzalcóatl dio origen a toda una serie de acontecimientos importantes que afectaron radicalmente a las diversas comunidades que habitaban en el Valle del Anáhuac.

Al día siguiente de aquél en que tuviera lugar la transmisión del venerado símbolo, fue hallado, colgado de una cuerda atada al techo de su propia habitación, el cadáver de Mazatzin. La frustración derivada de no lograr alcanzar el objetivo al cual consagrara toda su existencia, había resultado intolerable para el ambicioso sacerdote tecpaneca. Antes de ahorcarse —en un último gesto de lealtad hacia su monarca— Mazatzin había enviado un mensaje a Maxtla, informándole con detalle de los recientes sucesos ocurridos en el santuario de la Hermandad Blanca.

El enviado de Mazatzin no era el único mensajero que, portando idénticas noticias, se alejaba de la ciudad de Chololan.

Guiado por esa intuición que caracteriza a los auténticos guerreros —y que les permite presentir la existencia de algún posible peligro antes de que éste comience a manifestarse— Moctezuma se había percatado de que el alto honor conferido a su hermano entrañaba también una grave amenaza para el pueblo azteca, pues el disgusto que este suceso produciría a los tecpanecas podía muy bien impulsarles a tomar represalias en contra de los tenochcas.

Así que, aprovechando los lazos de amistad que le unían con varios de los jefes militares de Chololan, el guerrero azteca se apresuró a enviar un mensajero a Tenochtítlan, que informara a Chimalpopoca del inesperado acontecimiento que había convertido a Tlacaélel en el Heredero de Quetzalcóatl y lo previniera sobre la posibilidad de alguna reacción violenta por parte de los tecpanecas.

Cubierto de polvo y desfallecido a causa de la agotadora caminata, el mensajero de Mazatzin atravesó la ciudad de Azcapotzalco y penetró en el ostentoso y recién construido palacio de Maxtla. En cuanto tuvo conocimiento de su presencia, el monarca acudió personalmente a escucharle.

Al conocer lo sucedido en la ceremonia de transmisión del Emblema Sagrado, la furia de Maxtla se desbordó en forma incontenible: ordenó dar muerte al portador de tan malas nuevas, azotó a sus numerosas esposas y mandó destruir todas las bellas obras de fina cerámica de Chololan que adornaban el palacio.

Una vez ligeramente desahogada su ira, Maxtla convocó a una reunión de sus principales consejeros, para determinar el castigo que habría de imponerse a los aztecas, pues deseaba aprovechar la ocasión para dejar sentado un claro precedente de lo que podía esperar a cualquiera que, voluntaria o involuntariamente, actuase en contra de los intereses tecpanecas.

Al inicio de la reunión, Maxtla se mostró inclinado a adoptar el castigo más drástico: la destrucción total del pueblo azteca. Los consejeros del monarca, haciendo gala de una gran prudencia que les permitía no aparecer en ningún momento como abiertamente contrarios a la voluntad de su colérico gobernante, le hicieron ver que esa decisión resultaría contraproducente para los propios intereses tecpanecas: los aztecas pagaban importantes y crecientes tributos y, por otra parte, su empleo como soldados mercenarios estaba rindiendo magníficos frutos, pues los tenochcas habían demostrado poseer admirables cualidades como combatientes.

Después de una larga deliberación, uno de los consejeros encontró la que parecía más adecuada solución al problema, pues permitiría a un mismo tiempo darle el debido escarmiento a los tenochcas y conservar intacta su capacidad productiva, que tan buenas ganancias venía reportando para Azcapotzalco. Se trataba de dar muerte al monarca azteca ante la vista de todo su pueblo.

El mensajero enviado por Moctezuma, remando vigorosamente, cruzó el enorme lago en cuyo interior —mediante increíble y sobrehumana proeza— los aztecas edificaran su capital. Saltando a tierra, el mensajero recorrió a toda prisa la ciudad, deteniéndose ante la modesta construcción que constituía la sede del gobierno azteca.

La noticia de que su hermano Tlacaélel era ahora el depositario del Emblema Sagrado constituyó para Chimalpopoca una agradable y desconcertante sorpresa. Después de ordenar que colmaran al mensajero de valiosos presentes, mandó llamar a las principales personalidades de su gobierno para comunicarles la inesperada noticia. Los tenochcas convocados por el Soberano manifestaron al unísono su asombro y alegría.

Tozcuecuetzin, supremo sacerdote del pueblo azteca, sufrió de una emoción tan grande que perdió momentáneamente el conocimiento; al recuperarlo, alzó los brazos al cielo y, con el rostro bañado en lágrimas, bendijo a los dioses con grandes voces, agradeciéndoles que le hubiesen permitido vivir hasta aquel venturoso instante, cuya dicha borraba todos los sufrimientos de su larga existencia.

La reunión de los gobernantes tenochcas concluyó con la decisión unánime de participar inmediatamente a todo el pueblo el feliz acontecimiento, así como de organizar una gran fiesta para celebrarlo.

Abstraído en los preparativos del festejo y embargado por la intensa emoción que lo dominaba, Chimalpopoca no tomó en cuenta las advertencias de Moctezuma respecto a una posible represalia tecpaneca, atribuyéndolas a un exceso de suspicacia, muy propia del carácter receloso de su hermano.

La mayor parte de los integrantes del pueblo azteca poseían únicamente una noción vaga —y un tanto deformada— respecto a lo que en verdad significaba la posesión del Emblema Sagrado de Quetzalcóatl; sin embargo, en cuanto se tuvo conocimiento de que un miembro de la comunidad tenochca había alcanzado tan alta distinción, se produjo un estallido de regocijo popular como jamás se había visto en toda la historia del pequeño Reino.

Hileras de canoas adornadas con flores llegaban sin cesar a Tenochtítlan, provenientes de los múltiples sembradíos en tierra firme que poseían los pobladores de origen azteca en las riberas del lago. Las construcciones de la capital, incluso las más modestas, fueron bellamente engalanadas con tejidos de flores de los más variados diseños y sus habitantes rivalizaban en poner de manifiesto su alegría. Todo era bullicio, música y canciones.

Se celebraron el mismo día dos solemnes actos religiosos. Uno en el Teocalli Mayor, situado en el centro de la ciudad, y otro en el templo que le seguía en importancia, ubicado frente al mercado del barrio de Tlatelolco. Al concluir la primera de las ceremonias, Tozcuecuetzin habló largamente ante la nutrida concurrencia, en un esfuerzo por tratar de explicar, con lenguaje sencillo y popular, la gran trascendencia de lo ocurrido en Chololan y el inconmensurable privilegio que de ello se derivaba para el pueblo tenochca.

En medio de la desbordante alegría que se había posesionado de Tenochtítlan, una joven azteca era al mismo tiempo el ser más feliz y el más desdichado de todos los mortales: Citlalmina, la prometida de Tlacaélel.

Citlalmina era uno de esos raros ejemplares en los que la naturaleza parece volcar al mismo tiempo todas las cualidades que puede poseer un ser humano, haciéndolo excepcional.

La resplandeciente belleza de la prometida de Tlacaélel era conocida no sólo entre los aztecas, sino incluso entre los nobles tecpanecas, varios de los cuales habían hecho tentadoras ofertas de matrimonio —siempre rechazadas— a los padres de la joven.

Las facciones armoniosas de Citlalmina poseían una exquisita delicadeza y un encanto misterioso e indescriptible. Sus grandes ojos negros relampagueaban de continuo en miradas cargadas de entusiasta energía y toda su figura tenía una gracia encantadora e incomparable, que se manifestaba en cada uno de sus actos.

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