Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (4 page)

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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

BOOK: Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas
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Al enterarse de que estaba celebrándose una reunión de los integrantes del Consejo del Reino, surgió entre los jóvenes la esperanza de que tal vez las propias autoridades se harían cargo de dirigir las labores tendientes a dotar a la ciudad de apropiados sistemas de defensa. Así pues, decidieron esperar a que concluyera la reunión del Consejo, antes de lanzarse a la búsqueda de Moctezuma.

Las esperanzas juveniles carecían en realidad de todo fundamento. El Consejo estaba constituido —en su gran mayoría— por individuos acostumbrados a utilizar su posición dentro del gobierno para la obtención de privilegios y el acrecentamiento de sus muy particulares intereses, y con tal de preservar su ventajosa situación, estaban dispuestos a soportar cualquier incremento de las formas de vasallaje que les sujetaban a los tecpanecas, pues en última instancia, siempre encontrarían la manera de eludirlas transfiriéndolas directamente sobre las espaldas del pueblo. Por otra parte, la conducta adoptada esa noche por la juventud tenochca había suscitado en los representantes de la autoridad profundos sentimientos de alarma y disgusto, convenciéndolos de que debía precederse, cuanto antes, a atacar a todos aquéllos que desobedeciesen la orden de desalojar las calles y retornar tranquilamente a sus hogares.

Las represivas intenciones del Consejo tropezaron con la resistencia de uno de sus miembros: Tozcuecuetzin, el sumo sacerdote tenochca cuyo proceder se regía comúnmente por un criterio en extremo rigorista y autoritario, se opuso terminantemente a que se adoptase la decisión de disolver por la fuerza a la creciente multitud de jóvenes que vociferaban en la Plaza Mayor.

Al parecer la inexplicable actitud de Tozcuecuetzin era resultado de la profunda impresión que había dejado en él la reciente designación de Tlacaélel como Portador del Emblema Sagrado. El anciano sacerdote consideraba ser el único de entre los aztecas que en verdad se había percatado de los alcances que tenía aquella designación. A su juicio, el hecho de que se hubiese roto la tradición de escoger para este cargo a un alto dignatario de la Hermandad Blanca (otorgándolo en cambio a un joven prácticamente desconocido, perteneciente a un pueblo débil y oprimido) sólo podía ser comprendido sobre la base de que el Supremo Dirigente de dicha Hermandad hubiese encontrado en Tlacaélel atributos suficientes para llevar a cabo la anhelada restauración del Imperio. De ser así —concluía el sacerdote— resultaba evidente que a partir de aquel instante no existía ya ninguna otra autoridad legítima sobre la tierra sino la de Tlacaélel, el cual debía ser reconocido por todos como Emperador y Heredero de Quetzalcóatl.

Aun cuando los razonamientos de Tozcuecuetzin resultaban confusos e incomprensibles para los restantes miembros del Consejo, éstos no se atrevieron a contradecir abiertamente al respetado sacerdote y, por lo tanto, se vieron imposibilitados para llevar adelante sus propósitos de castigar drásticamente a la alborotada juventud tenochca. La reunión del Consejo concluyó sin que se llegase a ningún acuerdo, como no fuese el de volverse a reunir al día siguiente para continuar deliberando.

En cuanto la muchedumbre de jóvenes que se hallaba congregada en la Plaza Mayor tuvo conocimiento de que los integrantes del Consejo no habían adoptado ninguna determinación, decidió no esperar más y como un solo y gigantesco ser, comenzó a marchar entre cantos y gritos de guerra en dirección a los desembarcaderos.

Los ramos de flores todavía frescos que lucían las canoas, adornadas con motivo de la festividad popular organizada el día anterior, fueron arrojados al agua y en su lugar se colocaron escudos y estandartes guerreros.

Sobre la negra superficie de las aguas resplandecían las luces de innumerables antorchas, portadas por jóvenes que desde sus canoas miraban ansiosamente el horizonte, intentando descubrir en las orillas del lago la silueta del recién surgido caudillo, el valeroso Moctezuma.

Capítulo IV
EL FLECHADOR DEL CIELO

Las primeras luces del amanecer comenzaban a reflejarse en las aguas del lago, cuando Citlalmina, desde la lancha que la conducía, avistó en la cercana ribera la musculosa figura de Moctezuma.

El guerrero había permanecido toda la noche montando su solitaria guardia, con el arco tenso y listo a lanzar sus flechas, sólo cambiando de vez en cuando el arma de un brazo a otro para evitar el cansancio.

La figura del arquero azteca, apuntando su saeta a las últimas estrellas que brillaban en el firmamento, constituía la representación misma del espíritu guerrero y su gesto aparentemente absurdo ,de hacer frente a un enemigo en esos momentos inexistente, era todo un símbolo que ponía de manifiesto la indomable voluntad que animaba a la juventud tenochca, firmemente decidida a no tolerar por más tiempo la opresión de su pueblo.

Al contemplar la retadora imagen de Moctezuma, Citlalmina y las jóvenes que la acompañaban guardaron un respetuoso silencio. Después, condensando el pensamiento y los sentimientos de cuantos presenciaban la escena, Citlalmina exclamó:

¡Ilhuicamina!
[2]

Roto el silencio, las acompañantes de Citlalmina profirieron vítores en favor de Moctezuma y llamaron con grandes voces a los ocupantes de las canoas más próximas.

En pocos instantes el lugar se vio pletórico de jóvenes, que poseídos de un desbordante entusiasmo acudían presurosos a ponerse bajo las órdenes de Moctezuma. El guerrero abandonó su estática posición y comenzó a concertar una serie de medidas, tendientes a lograr el establecimiento de un sólido sistema de defensa en torno a la capital azteca.

La primera disposición de Moctezuma fue que se procediese a concentrar, en unos cuantos embarcaderos, todas las canoas que se encontraban en el lago. De acuerdo con una antigua costumbre que tenia por objeto facilitar al máximo la movilización de personas y mercancías en la región del Anáhuac, la mayor parte de las canoas que transitaban por el lago no eran de propiedad personal, sino que pertenecían en forma comunal a las distintas poblaciones asentadas junto a las aguas, cuyos moradores contaban entre sus obligaciones la de construir y mantener en buen estado un determinado número de lanchas, las cuales se hallaban diseminadas en los sitios más diversos, destinadas para el uso común de viajeros y mercaderes. Esta situación había contribuido enormemente a facilitar la ejecución del sorpresivo ataque que costara la vida a Chimalpopoca y mientras subsistiese, continuaría nulificando la natural ventaja defensiva que daba a Tenochtítlan el hecho de estar rodeada de agua por los cuatro costados.

En segundo lugar, Moctezuma ordenó que se diese comienzo a la construcción de sólidas fortificaciones en torno a cada uno de los sitios seleccionados como embarcaderos. Finalmente, dispuso el establecimiento de un sistema permanente de vigilancia en derredor de la ciudad, realizado por jóvenes fuertemente armados a bordo de veloces canoas.

Una vez convencido de haber sentado las bases de una organización que terminaría por dotar a la capital azteca de efectivas defensas, Moctezuma reunió por la tarde a varios de los jóvenes que consideraba más capacitados para el mando militar y tras de exhortarlos a seguir adelante en la realización de las tareas que les encomendara, les participó su decisión de retornar a la ciudad y presentarse a las autoridades.

Todos sus amigos aconsejaron reiteradamente a Moctezuma que no fuese a Tenochtítlan, ya que se exponía a ser juzgado como instigador de un movimiento de rebelión y a sufrir por ello la muerte como castigo; sin embargo, el guerrero insistió en acudir de inmediato ante las autoridades, pues deseaba presionarlas para que terminasen por desenmascararse, exhibiéndose como lo que en realidad eran: las encargadas de mantener subyugado al pueblo tenochca al vasallaje tecpaneca. Solo y desarmado, Moctezuma abordó una canoa y se alejó remando en dirección a la ciudad.

En Tenochtítlan continuaba imperando la más completa confusión. La segunda reunión del Consejo del Reino había tenido que celebrarse sin contar con la presencia de Tozcuecuetzin. El sumo sacerdote tenochca confirmó a través de un mensajero el criterio expuesto el día anterior: el Consejo no poseía ya ninguna autoridad, pues ésta se hallaba concentrada en Tlacaélel, y por tanto, cualquier resolución que adoptasen sus miembros carecía de validez.

La ausencia de Tozcuecuetzin en las deliberaciones del Consejo permitió a sus integrantes la posibilidad de lograr una rápida unanimidad en la adopción de decisiones, pues todos ellos se hallaban dominados por el temor de las represalias tecpanecas que podrían derivarse a consecuencia de la actitud de rebeldía asumida por la juventud azteca. Sin detenerse a meditar en los nobles propósitos que impulsaban a los jóvenes, las autoridades acordaron reprimir a quienes calificaban de simples revoltosos.

Los caracoles de guerra sonaron por toda la ciudad convocando al pueblo. Una vez que éste se hubo congregado en la Plaza Central, Cuetlaxtlan, el mejor orador del Consejo, propuso se empuñasen las armas para dar con ellas un adecuado escarmiento “al insignificante puñado de vanidosos y engreídos jovenzuelos, que olvidando el respeto debido a sus padres y la obediencia a las autoridades, pretendían destruir el orden establecido e instaurar el caos y la anarquía”.

La mayor parte de quienes escuchaban tan encendida arenga eran padres de los jóvenes cuyo castigo se solicitaba y si bien se inclinaban por desaprobar la conducta adoptada por sus vástagos, se resistían a secundar la drástica proposición que les conminaba a luchar contra sus propios hijos.

La reunión se prolongaba sin que los oradores del Consejo lograsen sus propósitos de impulsar al pueblo a la acción, cuando repentinamente, provenientes de uno de los costados del Templo Mayor, hicieron su aparición en la plaza un numeroso grupo de sacerdotes encabezados por Tozcuecuetzin. Los recién llegados comenzaron a injuriar a los miembros del Consejo, acusándolos de pretender seguir fungiendo como gobernantes sin poseer ya autoridad alguna para ello.

El pueblo tenochca no estaba al tanto de las profundas discrepancias surgidas entre los integrantes de la autoridad. Durante un largo rato la multitud permaneció paralizada de asombro, contemplando el inusitado espectáculo que daban sacerdotes y miembros del Consejo discutiendo e insultándose con creciente furia. Después, varios de los presentes comenzaron a reaccionar y a tomar partido en favor de alguno de los contendientes; la plaza se llenó de una ensordecedora algarabía y gruesos pedruscos, arrancados del suelo, comenzaron a volar por los aires. La reunión habría concluido en una generalizada zacapela, de no ser por la inesperada llegada de Moctezuma.

El Flechador del Cielo se abrió paso entre la abigarrada muchedumbre y con rápidas zancadas ascendió por la escalinata del Templo Mayor, hasta llegar a la plataforma donde se encontraban los integrantes del Consejo y desde la cual los oradores acostumbraban dirigirse al pueblo. Una expresión de reprimida ira se reflejaba en las enérgicas facciones del guerrero. Sin solicitar a nadie el uso de la palabra, Moctezuma dejó oír su voz, exclamando con acusador acento:

Los tecpanecas han dado muerte a nuestro rey, manifestando así el desprecio que sienten por nosotros y en lugar de responder a semejante afrenta como auténticos guerreros, perdéis el tiempo peleando como lo hacen los niños: lanzando piedras y profiriendo insultos, ¿Es que habéis perdido el juicio? ¿No comprendéis que no sólo peligra la ciudad que con tan grandes esfuerzos edificaron nuestros abuelos, sino que incluso la existencia misma del pueblo de Huitzilopóchtli se halla en peligro?

Las palabras de Moctezuma hicieron el efecto de un bálsamo tranquilizador en el ánimo de sus oyentes. La airada multitud, que momentos antes estaba a punto de llegar a las manos, se apaciguó de inmediato, aparentemente avergonzada de su conducta.

Cuetlaxtlan comprendió que no debía permitirse que Moctezuma siguiese hablando, pues de hacerlo, concluiría por ganarse a todo el pueblo para su causa. Así pues, interrumpió al guerrero increpándole con frases que ponían de manifiesto sus ocultos temores.

¡Engreído rebelde! ¿Cómo os atrevéis a erigiros en juez? Habéis introducido la discordia en el Reino, enfrentado a los hijos contra sus padres y provocado la cólera de nuestros poderosos protectores. ¿Qué pretendéis con semejantes locuras? ¿Buscáis acaso la destrucción de todos nosotros, con vuestros actos de insensata soberbia?

Imperturbable ante las acusaciones de que era objeto, Moctezuma se limitó a responder lacónicamente:

Sólo deseo, únicamente ambiciono resguardar a nuestro Reino de los ataques de sus enemigos; mas si esto es un delito me declaro culpable y entraré a la cárcel; pido, tan sólo, que ruando los tecpanecas inicien la destrucción de Tenochtítlan, se me permita, al menos, morir combatiendo en esta ciudad cuya construcción ordenaron los dioses y que nosotros no hemos sabido defender.

Sin detenerse a esperar la resolución que respecto de su persona pudiesen adoptar las autoridades, Moctezuma descendió de las escalinatas y encaminóse en dirección a la pequeña construcción que se utilizaba para mantener recluidos a los reos. Una gran mayoría del pueblo, conmovida por la evidente sinceridad contenida en las palabras del guerrero, lo acompañó hasta la entrada de la prisión, vitoreándolo incesantemente.

En la plaza permanecieron los miembros del Consejo con un reducido número de sus partidarios, así como Tozcuecuetzin y los sacerdotes, rodeados estos últimos de una considerable cantidad de gente, que repetía una y otra vez con fuertes gritos:

¡Tlacaélel Emperador!

Una furiosa tormenta que se desató intempestivamente sobre la ciudad obligó a todos a dispersarse y puso término a la tumultuosa reunión.

La situación en que se encontraban los miembros del Consejo del Reino (con su autoridad puesta en tela de juicio por el sacerdocio y por una abrumadora mayoría del pueblo) comenzaba a tornarse insostenible, razón por la cual, sus integrantes decidieron llevar a cabo una astuta maniobra que les permitiese nulificar la creciente oposición en su contra y entronizar a Cuetlaxtlan como nuevo monarca: acordaron la incorporación al Consejo de Tlacaélel y Moctezuma.

El propósito de los integrantes del Consejo de adoptar una resolución que al parecer resultaba contraria a sus intereses, no era sino el de lograr neutralizar la fuerza que estaba adquiriendo el movimiento de rebeldía juvenil, mediante el ingreso al gobierno de las dos personalidades varoniles más destacadas de la juventud azteca.

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