Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (26 page)

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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

BOOK: Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas
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Desde tiempo atrás y a pesar del inmenso cariño que profesaba a su marido, Chalchiuhnenetzin se había percatado de la malsana ambición que dominaba a Moquíhuix, así como del hecho de que éste sólo la había tomado como esposa guiado por el propósito de ser grato a los ojos de Axayácatl y obtener con ello un puesto de mayor jerarquía dentro del gobierno. Sin embargo, en vista de que el tiempo transcurría sin que se le otorgase la tan esperada promoción, Moquíhuix había terminado por desesperarse y comenzado a prestar atención a las veladas proposiciones de apoyo mutuo que venían haciéndole Teconal y demás integrantes del poderoso grupo de mercaderes establecidos en Tlatelolco.

En cuanto Moquíhuix comunicó a Teconal su disposición de aliarse a los mercaderes —continuó narrando Chalchiuhnenetzin—, éstos procedieron, dentro del más estricto secreto, a informarle de sus aviesas intenciones: proyectaban eliminar mediante un audaz golpe de fuerza a los principales personajes del Imperio y sustituirlos por sujetos que permitiesen a los comerciantes ejercer una influencia determinante en el gobierno. El afán de incesante superación espiritual y la pretensión de intervenir en la marcha del cosmos, que constituían los máximos ideales del Imperio Azteca, serían sustituidos por una finalidad mucho más pragmática, como lo era la de reorganizar a los territorios conquistados con objeto de lograr una mejor explotación de los mismos. Para poder llevar adelante la conjura con posibilidades de éxito, los mercaderes requerían del apoyo de un buen número de tropas. Riquezas sin cuento aguardaban a todos aquellos militares que estuviesen dispuestos a secundarlos en sus propósitos.

Debido a su larga experiencia en el ejército, Moquíhuix había podido darse cuenta de la existencia dentro del mismo de militares que se hallaban resentidos por no haber sido promovidos desde hacía mucho tiempo; pues dados los rigurosos criterios de ascetismo espiritual que imperaban en las fuerzas armadas, hasta el más leve ascenso constituía una conquista difícilmente alcanzable. Así pues, Moquíhuix tenía la seguridad de que lograría atraer a su causa a un buen número de oficiales al mando de tropas.
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Tras de comprometerse a proporcionar a los mercaderes la ayuda militar necesaria para la realización de sus planes, el gobernante tlatelolca había manifestado a su vez cuál era el móvil que lo impulsaba. No anhelaba la posesión de riquezas, sino convertirse en la máxima autoridad del pueblo azteca. En vista de que el cargo de Emperador sólo podía ser conferido por el Heredero de Quetzalcóatl, Moquíhuix estaba consciente de que le resultaría imposible alcanzar semejante dignidad, pues Tlacaélel no accedería nunca a sus propósitos; sin embargo, se contentaba con llegar a ser reconocido como rey de los tenochcas, para lo cual precisaba, además de conquistar el poder, contar con el apoyo de algún sector dentro del sacerdocio.

Como una consecuencia del arraigado concepto de dualidad —aplicable según los postulados de la filosofía náhuatl a todo lo existente— el sacerdocio azteca se hallaba dividido en dos grandes grupos, cuyos componentes, de acuerdo con la índole del culto que practicaban, se autodenominaban respectivamente como sacerdotes solares o lunares. Desde la lejana época en que los tenochcas adoptaran a Huitzilopóchtli como a su máxima deidad protectora, existía dentro de la sociedad azteca una marcada preponderancia del clero dedicado al culto solar, situación que se había hecho aún más patente a partir del momento en que Tlacaélel estableciera como objetivo primordial de los tenochcas el de coadyuvar al engrandecimiento del sol.

El Templo Mayor de Tlatelolco se hallaba consagrado al culto lunar y constituía la sede central de este culto en todo el Imperio. En su calidad de gobernador del barrio de Tlatelolco, Moquíhuix mantenía un estrecho contacto con los dirigentes de dicho templo, y en esta forma, estaba al tanto del oculto despecho que existía en muchos de ellos a consecuencia de la marcada inferioridad en que se encontraba todo lo concerniente al culto lunar en comparación con el solar. Tomando en cuenta esta situación, Moquíhuix había considerado que no le resultaría imposible obtener el apoyo de esta marginada porción del clero para la realización de su ambicioso proyecto de convertirse en rey de los aztecas.

Tal y como supusiera Moquíhuix —continuó relatando la hermana del Emperador— destacados sacerdotes del culto lunar y diversos militares de rango secundario —pero que ocupaban posiciones que podían resultar de primordial importancia en un determinado momento— habían accedido a secundar a los conjurados, integrándose así una peligrosa y poderosa organización de opositores a la Autoridad Imperial, que aguardaban ansiosos el momento más propicio para entrar en acción.

A pesar de los esfuerzos de Moquíhuix tendientes a lograr que su consorte no sospechase la clase de asunto que se traía entre manos, ésta había descubierto, casi desde un principio, el hecho de que su esposo se hallaba involucrado en una conjura que tenía como propósito derrocar al gobierno.

Enfrentada a la difícil disyuntiva de permanecer leal al hombre que amaba y traicionar con ello no sólo a su familia, sino también a los ideales que constituían la base de sustentación de toda su existencia, Chalchiuhnenetzin había permanecido indecisa y vacilante durante un largo tiempo, hasta que finalmente, al borde de la desesperación, había optado por acudir ante Citlalmina, quien fuera antaño su maestra y era ahora su mejor amiga, en busca de guía y consejo.

Una sola entrevista entre ambas mujeres había bastado para que Citlalmina hiciese ver a su antigua discípula la decisión que debía tomar en aquel conflicto : su adhesión a los elevados ideales por los cuales luchaba el pueblo del sol, debía prevalecer sobre cualquier afecto de carácter personal.

La actitud asumida por aquel puñado de repugnantes traidores, había afirmado Citlalmina con encendido acento, ponía en grave peligro la supervivencia del Imperio, no debía, por tanto, tenerse ninguna clase de consideraciones con ellos, sino por el contrario, era preciso aprovechar la ocasión para efectuar el más drástico de los escarmientos. Sin embargo, había añadido, no consideraba que hubiese llegado aún el momento de informar a las autoridades de la conspiración urdida en su contra. Convenía primero recabar la máxima información posible acerca de la conjura, averiguando tanto sus alcances como los nombres de todos los que en ella participaban.

Para poder llevar a cabo sus propósitos —siguió relatando Chalchiuhnenetzin a Tlacaélel— Citlalmina se había trazado un peligroso plan de acción. Convencida de que si bien Moquíhuix constituía el brazo ejecutor de la conspiración, los promotores y directores intelectuales de la misma eran los enriquecidos comerciantes que Teconal encabezaba, decidió no perder de vista al jefe de los mercaderes, y con este objeto, buscó la manera de relacionarse con dicho personaje a través de su amiga.

La afable actitud que adoptó Citlalmina a partir de entonces en su trato con Teconal había constituido para éste la más grata e inesperada de las sorpresas. Cegado por su desmesurada vanidad, creyó ver en ello una evidente prueba de claudicación a los ideales de rectitud y austeridad preconizados durante tantos años por la mujer más respetada del Imperio.

Plenamente consciente de la enorme influencia popular con que contaba Citlalmina y deseoso de aprovecharla en beneficio propio, Teconal comenzó colmando a la heroína azteca de los más valiosos presentes para terminar ofreciéndole matrimonio, compromiso que ésta había aceptado de inmediato. A partir de ese momento, Citlalmina pasó a formar parte del grupo de personas que rodeaban a Teconal y entre las cuales se gestaba la conjura en contra de las Autoridades Imperiales. Aun cuando el mercader no se atrevió a comunicar sus insidiosos planes a su prometida, no había sido para ésta una labor en extremo difícil obtener —a través del trato diario con sus nuevas amistades— valiosos fragmentos de información sobre la proyectada conspiración, que al ser reunidos, le permitieron formarse una visión completa de la misma.

Una vez que Citlalmina tuvo conocimiento de la fecha y lugar en que se intentaría llevar a cabo el derrocamiento, consideró que había llegado el momento de actuar, y con ese objeto dio a su amiga instrucciones precisas. En atención a éstas, Chalchiuhnenetzin memorizó primero toda la información obtenida por Citlalmina en torno a la conjura y después buscó una buena excusa para salir de Tlatelolco sin despertar sospechas.

En la residencia de Moquíhuix se hallaban de visita varias primas de Chalchiuhnenetzin que habitaban en Coatlinchan. Al participarle éstas el deseo de retornar a su hogar y proponerle que las acompañase a pasar una temporada en dicha población, la hermana del Emperador comprendió que aquella era la oportunidad que venía aguardando y aceptó al instante la invitación. Sin sospechar en ningún momento las intenciones que animaban a su consorte, Moquíhuix había dado su consentimiento al proyectado viaje, pensando que tendría mayor libertad de acción si su esposa se encontraba fuera de la capital durante los decisivos acontecimientos que se avecinaban.

La estancia de Chalchiuhnenetzin en Coatlinchan no se prolongó por mucho tiempo. A los pocos días de su llegada simuló un repentino recrudecimiento de la vieja dolencia que padecía en las encías, razón por la cual emprendió de inmediato el camino de retorno a la capital azteca, en busca de la supuesta atención que su mal requería.

Chalchiuhnenetzin no regresó a su hogar en Tlatelolco. Aduciendo ser víctima de agudos dolores, pidió ser llevada directamente a la casa de la anciana experta en plantas medicinales que en anteriores ocasiones había logrado curarla, y ya a solas con ésta, le confió la delicada misión en que se hallaba empeñada, solicitando su ayuda para llevarla a cabo.

La anciana había comprendido muy bien la gravedad de la situación, prestándose de buen grado a proporcionar cuanta colaboración le era posible. Haciendo uso de sus profundos conocimientos en materia de herbolaria, mezcló en la comida destinada a los sirvientes que acompañaban a Chalchiuhnenetzin substancias que les producirían un prolongado estado de letargo, eliminando así cualquier posibilidad de que alguno de ellos pudiese avisar a Moquíhuix que su esposa se hallaba de vuelta en la ciudad. A continuación, la hermana del Emperador cambió su atuendo por el atavío que portaba una de sus adormiladas sirvientas, y en compañía de la anciana, aguardó impaciente a que el avance de la noche hiciese cesar poco a poco el perpetuo bullicio que caracterizaba a las calles de la Gran Tenochtítlan. Ya casi en la madrugada, las dos mujeres se habían encaminado sigilosamente hacia la residencia del Azteca entre los Aztecas.

Chalchiuhnenetzin concluyó su relato proporcionando a Tlacaélel un detallado informe acerca de las personas involucradas en la conjura. Finalmente. le participó que la conspiración estallaría la noche del día que estaba por iniciarse. Los conjurados habían escogido aquella fecha debido a que terminaba el importante período de festejos populares que tenían lugar al finalizar el séptimo mes del año (Tecuilhuitontli) y por tanto, el pueblo y las autoridades se encontrarían distraídos y fatigados tras la celebración de dichos festejos.
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Tlacaélel agradeció a Chalchiuhnenetzin su valiosa información y le aseguró que sabría utilizarla adecuadamente en defensa del Imperio, después de ello le preguntó si tenía alguna noticia reciente acerca de Citlalmina, a lo cual la interrogada contestó que no sabía nada sobre su amiga desde que partiera hacia Coatlinchan, sin embargo, esperaba que ésta se pondría oportunamente a salvo de cualquier peligro, abandonando ese mismo día el barrio de Tlatelolco y retornando a su antigua casa en el centro de la ciudad. Tlacaélel se guardó de comunicar a la joven su segura convicción respecto de la muerte de Citlalmina. Finalmente, el Cihuacóatl Azteca pidió a su informante que permaneciese oculta durante aquel día, pues seguía siendo de trascendental importancia para lograr frustrar los planes de los conjurados que estos continuasen creyendo que las autoridades no estaban al tanto de sus propósitos.

Mientras contemplaba desde lo alto del Templo Mayor el surgimiento de las primeras luces del alba, y con ellas el inicio de una incesante actividad por todos los rumbos de la imperial metrópoli, Tlacaélel meditó serenamente sobre la mejor forma de hacer frente al problema que para la continuación de la hasta entonces ascendente marcha del pueblo azteca planteaba la existencia del pequeño grupo de seres ambiciosos y traidores que integraban la conspiración. En virtud de la oportuna información que le proporcionara Chalchiuhnenetzin, no dudaba que resultaría una tarea muy sencilla frustrar la conjura, bastaría para ello que el ejército procediese esa misma mañana al arresto de todos los confabulados. Tal vez éstos intentarían oponer alguna resistencia, pero en vista del escaso número de tropas de que disponían, y no contando ya con el factor sorpresa a su favor, sería tan sólo cuestión de tiempo —y de muy poco tiempo— lograr su total sojuzgamiento. Sin embargo, Tlacaélel concluyó que semejante solución no era en realidad la apropiada, sino que sería mucho más conveniente tratar de aprovechar aquella inesperada crisis para poner a prueba la fortaleza y firmeza de principios que en verdad poseían aquellos que habrían de dirigir, en el futuro, los destinos del Imperio.

Formando parte de los festejos y celebraciones que se estaban realizando, tendría lugar en la mañana de aquel día la ceremonia de reconocimiento de] grado de Caballero Tigre a todos los jóvenes que habían logrado concluir el arduo periodo de aprendizaje que se requería para el otorgamiento de dicho grado.

La ceremonia de admisión de los nuevos miembros de la Orden revestía en esta ocasión un especial interés, pues singulares circunstancias habían concentrado la atención pública en aquella generación de aspirantes.

Dos hermanos del Emperador Axayácatl, Ahuízotl y Tízoc, formaban parte del grupo de jóvenes aztecas que esa mañana ingresarían a la prestigiada Orden. Se trataba, en ambos casos, de recias y destacadas personalidades, poseedoras de contrastantes características.

A pesar de su juventud, la figura de Ahuízotl era ya ampliamente conocida en todos los confines del Imperio. Se decía de él que al ocurrir su nacimiento no había prorrumpido en llanto en momento alguno, y que en igual forma, a lo largo de toda su existencia había mantenido tal dominio sobre sí mismo y tema tal control de sus emociones, que nadie jamás le había visto nunca derramar una lágrima o esbozar una sonrisa. Como quiera que fuese, una cosa resultaba innegable: Ahuízotl era un personaje completamente fuera de lo común, no sólo por su inmutabilidad, sino también por su profunda inteligencia e indomable tenacidad, así como por su valentía y capacidad de mando.

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