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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (30 page)

BOOK: Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas
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La primera consistía en que las autoridades se hiciesen cargo íntegramente del desempeño de las actividades comerciales, realizando éstas por su propia cuenta y eliminando con ello a los mercaderes independientes. Si bien una medida de esta índole resultaba al parecer la más apropiada, Tlacaélel estimó que de aplicarla se corría el riesgo de obligar al gobierno a tener que prestar una excesiva atención a los asuntos de carácter mercantil, lo que a la larga acarrearía justamente el mal que se trataba de evitar, o sea el que consideraciones de carácter puramente comercial llegasen a ser las que determinasen la forma de actuar de las autoridades. Así pues, decidió intentar una segunda solución que si bien era evidentemente mucho más difícil, podía dar quizás mejores resultados: motivar a los mercaderes a que procediesen inspirados por los mismos ideales que normaban la conducta del resto de la población azteca.

Para lograr lo anterior, se reorganizaron las antiguas corporaciones de comerciantes, adquiriendo a partir de entonces un marcado carácter teocrático-militar. El ejercicio del comercio dejó de ser tan sólo un medio para la adquisición de riquezas y comenzó lentamente a convertirse en un valioso auxiliar del Gobierno Imperial.
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La definitiva conquista de los territorios habitados por los totonacas, realizada a través de exitosas campañas militares y de astutas negociaciones, además de proporcionar a los tenochcas una fuente segura de aprovisionamiento de las variadas mercaderías que se producían en la región de la costa, incrementó su afán por ver concluida, lo antes posible, la total incorporación del mundo entero a las fronteras del Imperio.

Con objeto de poseer una clara visión de lo que en realidad constituía el vasto Imperio Azteca, así como de programar las conquistas que aún faltaban por realizar, Axayácatl encomendó a un grupo integrado por varios de los más destacados dignatarios, la elaboración de un minucioso informe que abarcase lo concerniente a las distintas regiones que componían el Imperio y a los territorios que aún faltaban por conquistar.

Tras de varios meses de incesante labor, los funcionarios que tenían a su cargo el cumplimiento de la misión encomendada por el Emperador dieron por concluida su tarea y procedieron a transcribir, en un elegante y ornamentado Códice de varios centenares de hojas plegadas, los resultados de su trabajo.

El bien elaborado informe condensaba la existencia de todo un mundo fascinante y multifacético. El extendido Imperio había logrado conjuntar una extensa variedad de pueblos, creencias, lenguas y organizaciones políticas. Las cifras relativas tanto al número de habitantes que moraban en las diferentes regiones del Imperio, como a la increíble variedad de artículos que en ellas se producían, resultaban simplemente impresionantes.

En lo tocante a las futuras conquistas por realizar, los redactores del informe estimaban que éstas serían ya escasas, pues la anhelada fecha en que los límites del Imperio coincidirían con los del mundo habitado se encontraba ya próxima.

Tanto por el este como por el oeste, la expansión tenochca había llegado hasta el Teoatl,
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considerado desde siempre como una infranqueable barrera. La expedición que Tlacaélel encabezara para encontrar Aztlán, había puesto de manifiesto la verdadera realidad prevaleciente en los territorios del norte: inmensas soledades escasamente pobladas por tribus nómadas y bárbaras. No convenía, por tanto, pensar en un avance ininterrumpido de las fronteras imperiales en aquellas regiones, más valía aguardar la época aún lejana en que habría de ocurrir un nuevo y deslumbrante renacimiento de Aztlán, para poder así establecer con ésta fraternales relaciones. No quedaban pues sino dos territorios verdaderamente importantes por incorporar al Imperio. Uno de ellos era el Reino de Michhuacan, habitado por los valientes tarascos. El otro era la amplia e imprecisa área donde se asentaban los señoríos mayas, cuyos límites más apartados llegaban hasta la región de las selvas impenetrables, que al parecer constituían también una barrera insalvable.

Después de estudiar detenidamente el informe, el Consejo Imperial adoptó una determinación: proceder primero a la conquista del Reino de Michhuacan, y una vez concluida ésta, iniciar la incorporación al Imperio de los numerosos señoríos mayas. Las razones para esta decisión provenían de la consideración de que si bien el Reino Tarasco era mucho más poderoso que cualquiera de los señoríos mayas, su conquista podría realizarse a través de una sola victoriosa campaña militar, mientras que en cambio, la extensión de los territorios donde moraban las poblaciones de origen maya, así como la gran variedad de gobiernos que los regían, obligarían forzosamente a la adopción de una táctica de avances progresivos de los ejércitos tenochcas.

Por otra parte, Tlacaélel pensaba que quizás la incorporación de la región maya al Imperio podría lograrse sin tener que recurrir a largas y costosas guerras, sino haciendo valer su condición de lógico pretendiente a la total posesión del Emblema Sagrado de Quetzalcóatl.
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Así pues, al mismo tiempo que daban comienzo los preparativos para la campaña militar en contra de los tarascos, se envió a la lejana región donde habitaban los mayas una delegación diplomática especial, con la misión de localizar al poseedor de la segunda mitad del Caracol Sagrado y solicitarle que hiciese formal entrega del mismo a Tlacaélel, poseedor de la otra mitad, en virtud de que la condición fijada por el propio Quetzalcóatl para que la unión de ambas partes se llevase a cabo —la creación de un nuevo Imperio que gobernase a toda la humanidad y que tuviese como finalidad elevar su nivel espiritual— estaba ya próxima a cumplirse.

Un año había transcurrido desde la fecha en que el equipo de porteadores enviado por Tlacaélel trasladase, a costa de grandes esfuerzos, la pesada piedra seleccionada por Técpatl para llevar a cabo una escultura, cuando el artista se presentó ante el Azteca entre los Aztecas para invitarlo a conocer la obra realizada.

Al día siguiente, muy de mañana, el taller de escultura y cerámica de mayor fama en todo el Anáhuac recibía, una vez más, la visita del Cihuacóatl Imperial. Sin pérdida de tiempo, Técpatl condujo a Tlacaélel ante su recién terminada escultura. A pesar de que Tlacaélel estaba ya habituado a las prodigiosas realizaciones que Técpatl acostumbraba efectuar, en esta ocasión no pudo menos que poner de manifiesto, mediante una franca expresión de complacido asombro, la profunda emoción que le embargaba ante lo que sus ojos contemplaban.

Las verdades esenciales de todo cuanto concernía al Tiempo —incluyendo la indisoluble vinculación de éste con el Espacio Celeste— aparecían claramente representadas en el gigantesco monolito frente al cual se hallaba Tlacaélel. La cíclica repetición del acaecer cósmico, la lucha incesante de fuerzas contrarias que dan origen a la dualidad creadora, la gráfica narración de las cuatro Edades anteriores, la presencia rectora y determinante de Tonatiuh
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como máxima fuerza sustentadora de lo manifestado, la íntima dependencia existente entre los seres que pueblan la tierra y los astros que viven en el firmamento, los veinte símbolos de los diferentes días, que permiten al hombre intentar fijar la conducta más adecuada atendiendo a las cambiantes condiciones celestes, todo ello, y muchas otras importantes cuestiones sobre la estrecha relación que guarda Tonatiuh con todo lo referente al Tiempo, aparecían magistralmente sintetizadas en aquella impresionante y monumental escultura.

Tlacaélel felicitó a Técpatl y a sus ayudantes por la realización de tan magnífica obra y propuso a éste que la conservase durante algún tiempo en el taller, pues deseaba que su traslado a la Plaza Mayor de la ciudad —único marco que consideraba apropiado para una escultura de tales dimensiones— coincidiese con las fiestas que habrían de celebrarse cuando retornase victorioso el ejército que estaba por partir a la conquista del Reino Tarasco.

El escultor estuvo de acuerdo con la proposición de Tlacaélel, pero comunicó a éste que no se encontraría presente en la ciudad cuando tuviesen lugar dichas celebraciones, pues con aquella obra daba por definitivamente concluida su labor artística y deseaba pasar lo que le restara de vida orando y trabajando la tierra, para lo cual se encaminaría esa misma semana hacia su nuevo domicilio: un apartado calpulli por la región de Chololan, en donde laboraban familiares de uno de sus discípulos. El taller, concluyó Técpatl, quedaría a cargo de los capaces escultores y alfareros que habían venido colaborando con él desde largo tiempo atrás.

Convencido de que ninguna clase de razonamiento haría cambiar la firme determinación adoptada por el artista, Tlacaélel se despidió de su amigo y se dirigió al Palacio Imperial, a tomar parte en la junta que fijaría la fecha en que las tropas aztecas, comandadas por el Emperador, iniciarían su marcha rumbo a Michhuacan.

La salida del numeroso ejército que habría de llevar a cabo la campaña contra los tarascos constituyó todo un acontecimiento en la capital azteca. Enormes multitudes, aglomeradas en las calles y apretujadas sobre las embarcaciones que cubrían los canales, observaron con manifiesto orgullo el desfile de las tropas tenochcas.

El espectáculo constituía en verdad algo impresionante. La figura señera y altiva de los Caballeros Águilas, recubiertos de la cabeza a los pies con sus llamativos y ricamente decorados uniformes que les asemejaban a gigantescas y poderosas aves. El paso firme y elástico de los Caballeros Tigres, envueltos en corazas de moteada piel y portando escudos bellamente adornados. El alegre sonido de los cascabeles de oro que ceñían en brazos y piernas los porta estandartes, cuyos multicolores banderines del más variado diseño permitían diferenciar a los innumerables batallones. La marcha rítmica y vigorosa de las tropas. El ronco vibrar de los tambores y el agudo sonar de las chirimías. Y la adusta majestad del Emperador, cuyo rostro a un tiempo juvenil y antiguo, parecía simbolizar el alma misma del pueblo azteca.

Para los tenochcas, que entre incesantes vítores despedían a su ejército, no podían pasar desapercibidos dos hechos sobresalientes de aquel desfile: uno de ellos lo era el que Ahuízotl lucía ya el uniforme de Caballero Águila, y el otro, el que las insignias de mando del ejército que se alejaba eran portadas, en primer término, por el Emperador en persona, y en segundo lugar, por Tlecatzin y Zacuantzin, lo que indicaba claramente el propósito de lograr un equilibrio entre el valor firme, pero a la vez sereno y prudente, que caracterizaba al hijo adoptivo de Citlalmina, y el arrojo impetuoso y temerario de que solía hacer gala Zacuantzin, quien a últimas fechas, como resultado de una serie de fulgurantes y exitosas campañas, se había convertido en el general azteca de mayor prestigio.

Avanzando a buen paso al través de la calzada que por el poniente conectaba a la Capital Azteca con

la tierra firme, el ejército se perdió muy pronto de vista, dejando en el aire el eco del recio y armónico compás de miles de pasos retumbando sobre el empedrado.

Aquella noche, mientras contemplaba la dormida ciudad que se extendía bajo sus plantas, Tlacaélel repasó mentalmente los más recientes sucesos: la excepcional escultura realizada por Técpatl, el informe presentado al Emperador sobre la variada extensión de los dominios tenochcas, el ejército marchando a la conquista de una de las últimas regiones aún no incorporadas a las fronteras Imperiales. Después de reflexionar largamente acerca del posible significado de aquellos acontecimientos, llegó a la conclusión de que todos ellos ponían de manifiesto la proximidad del día en que podría afirmarse con justeza que el Imperio había logrado cumplir las tareas para las cuales fuera creado, en otras palabras —y utilizando el simbólico lenguaje de los poetas— el Imperio Azteca estaba ya tan sólo a un paso del sol.

Capítulo XIX
AHUIZOTL RÍE A CARCAJADAS

El reino de los tarascos en Michhuacan se extendía sobre una región de bien ganada fama por su particular belleza. Ríos de cristalinas aguas dotaban a las tierras de aquellos contornos de una increíble fertilidad. Sus bosques poseían una gran diversidad de las más finas maderas y de sus montañas podía extraerse oro y cobre con relativa facilidad. Hermosos lagos en los que abundaba la pesca y un clima templado y benigno, constituían otros tantos atributos de tan privilegiado territorio.

Según los relatos contenidos tanto en la tradición azteca como en la de los tarascos o purépechas, ambos pueblos habían partido juntos de Aztlán y unidos realizado gran parte de su largo peregrinaje en busca de un definitivo asentamiento. Al llegar al lago de Pátzcuaro se habían separado, continuando los tenochcas hacia el Anáhuac, mientras los purépechas, tras de sojuzgar a los antiguos pobladores de Michhuacan, fundaban un reino que muy pronto adquiriría renombre y poderío.

Poseedores de un espíritu activo y emprendedor, así como de un carácter altivo y valeroso, los tarascos se dieron a la tarea de ensanchar los límites de sus iniciales dominios, expandiendo las fronteras de éstos hacia los cuatro puntos cardinales. Los bellos productos elaborados por sus artífices comenzaron muy pronto a llegar hasta los más apartados confines, siendo cada vez más apreciados y mejor cotizados. Tzinzuntzan, la capital del Reino Tarasco, crecía sin cesar no sólo en cuanto al número de sus habitantes, sino también en lo que hace a la cantidad y esplendor de sus templos y edificios.

Plenamente conscientes de que tarde o temprano tendrían que hacer frente a las pretensiones de conquista universal sustentadas por sus antiguos compañeros de viaje, los tarascos se preparaban sin cesar para la inevitable guerra que habrían de sostener con los aztecas. Ante el grave conflicto que se avecinaba, Tzitzipandácuare, el sobrio y valeroso monarca que regía los destinos del pueblo purépecha, contaba con dos inapreciables armas. La primera de ellas era la firme y unificada voluntad de su pueblo, decidido a desaparecer de la faz de la tierra antes que quedar sujeto a un poder extraño. Y la segunda, el genio superior de Zamacoyáhuac, militar cuyo prestigio rebasaba ya los límites de las tierras tarascas.

Zamacoyáhuac constituía la personalidad más vigorosa y relevante de todo el Reino Tarasco. Hijo de padre desconocido y de una mujer de muy modesta condición, había sido obsequiado por su madre cuando apenas contaba seis años de edad a una pareja de ancianos campesinos, crueles y despóticos, que obligaban al pequeño a desempeñar agotadoras faenas, castigándolo con extremo rigor por la menor falta cometida. A pesar de lo duro de su existencia, nunca se le escuchó proferir una queja ni derramar una lágrima. Al cumplir los trece años, el adolescente huyó de la casa en que vivía y durante una larga temporada permaneció vagando solitario por entre los montes, aprendiendo a sobrevivir en las más adversas condiciones, defendiéndose de las fieras, de los elementos y de los hombres. Su errante existencia le alejó muy pronto de sus antiguos lares, llevándole hacia apartados lugares. Hábil cazador, aprendió a preservar las pieles de sus presas y a comerciar con ellas cuando se presentaba una ocasión propicia. Una mañana, mientras se encontraba en lo alto de una montaña que dominaba un amplio valle, se desarrolló bajo sus pies, ante su absorta mirada, un inesperado espectáculo. Después de largos preliminares dedicados a realizar complicadas maniobras, dos ejércitos se enfrascaron en fiera lucha, obteniendo uno de ellos la victoria en forma rápida y contundente. Al terminar el combate Zamacoyáhuac sabía ya cuál sería el destino que habría de dar a su existencia: sería guerrero y aprendería el motivo de aquellos extraños desplazamientos de los soldados en el campo de batalla, pues intuía que era en su correcta ejecución, donde radicaba en gran medida el éxito o fracaso de un combate.

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