La acometida tarasca constituyó una especie de impetuosa avalancha que proviniendo de lo alto del valle se desbordaba sobre la llanura. Los rostros de los guerreros purépechas eran la imagen misma de la fiereza y en cada uno de sus apretados rasgos se ponía de manifiesto la firme decisión que les animaba. Resultaba evidente que el prestigio de invencibilidad de que gozaban las tropas imperiales no producía en ellos el menor síntoma de temor o respeto. A todo lo largo del espacio ocupado por las tropas tenochcas se inició un combate mortífero y despiadado. Superadas considerablemente en número, las extendidas filas de soldados aztecas estuvieron en múltiples ocasiones a punto de ser perforadas por todos lados, lo que habría provocado su inmediato y completo aniquilamiento, al quedar reducidas a pequeños grupos aislados. Sin embargo, en todos los casos una reacción desesperada de último momento permitió volver a cerrar las amenazantes brechas, y en esta forma, las bambaleantes líneas tenochcas lograron continuar actuando en forma coordinada. Al mismo tiempo que combatían por doquier rechazando los incesantes ataques de sus adversarios, los aztecas proseguían llevando a cabo, en forma lenta pero ininterrumpida, la maniobra tendiente a estrechar sus filas.
Durante el desarrollo de la operación que tenía por objeto convertirse en un sólido conjunto defensivo, la cercana presencia de Tlecatzin constituyó para las tropas imperiales un factor insustituible y determinante. La serena e indomable energía que emanaba del comandante azteca parecía comunicar de continuo un renovado aliento a sus soldados, reanimando sus desfallecientes fuerzas e impulsándoles a proseguir la lucha con creciente denuedo. Los guerreros aztecas ignoraban que aun cuando ellos podían observar a la altiva figura de Tlecatzin dominando el campo de batalla desde la pequeña protuberancia donde se encontraba, a éste le resultaba ya imposible contemplar la feroz contienda que se libraba en torno suyo, pues sus ojos eran tan sólo dos sanguinolentas hendiduras en su noble semblante.
Una vez concluido el reagrupamiento, los aztecas iniciaron de inmediato la retirada. Comprendiendo que sus acosados rivales intentaban la escapatoria, los tarascos redoblaron el ímpetu de sus ataques, tratando a toda costa de impedir que los tenochcas llevasen a cabo su propósito, pero el momento crucial del combate para las fuerzas de Tlecatzin ya había pasado; transformadas ahora en un compacto organismo al que difícilmente podía escindirse, las tropas aztecas avanzaban lentamente, buscando alejarse de la trampa aniquiladora en la que se encontraban.
El impacto de varias saetas clavándose sobre su ajustada armadura de algodón indicó a Tlecatzin la cercana proximidad del enemigo. Los ayudantes que le acompañaban corroboraron lo asentado por los proyectiles: tan sólo los integrantes de la retaguardia tenochca permanecían aún en aquel sitio, la ocupación del mismo por las tropas purépechas se produciría en cualquier momento.
Apoyado en los hombros de sus asistentes, Tlecatzin descendió por su propio pie del promontorio en medio de una creciente lluvia de flechas. Las últimas tropas aztecas que restaban por retirarse se constituyeron de inmediato en la segura escolta de su comandante. Al percatarse de la ceguera de Tlecatzin, una profunda tristeza se reflejó en los rostros de los soldados que le custodiaban. Uno de ellos, con voz quebrada por la emoción, comenzó a vitorearle con entristecido y afectuoso acento, siendo secundado al instante por sus compañeros.
Atendiendo a las instrucciones de sus oficiales, los batallones purépechas suspendieron en un determinado momento la persecución de sus rivales. Después, tras de una pronta reorganización de sus filas, iniciaron un largo rodeo que evidenciaba su propósito de quedar situados a espaldas del sector central del ejército azteca.
Por su parte, las tropas al mando de Tlecatzin prosiguieron su retirada, encaminándose hacia el sitio que les fuera fijado por Ahuízotl.
El audaz Zacuantzin, comandante del ala derecha del ejército azteca, aguardaba impaciente la llegada de la orden de ataque en contra de las fortificaciones enemigas. Aquel combate representaba para él la posibilidad de añadir un nuevo e importante galardón a su meteórica carrera militar, confirmando con ello su recién adquirido prestigio de máximo estratego del Imperio. Las perspectivas futuras del joven general le eran del todo favorables, lo que le hacía suponer que quizás en un tiempo no lejano llegaría a formar parte del selecto grupo de personas que integraban el Consejo Imperial.
La llegada de un mensajero proveniente del puesto de mando interrumpió las cavilaciones de Zacuantzin en torno a su prometedor futuro. El enviado de Ahuízotl era portador de órdenes del todo inesperadas. No sólo se cancelaba el proyectado ataque, sino que debía realizarse una inmediata retirada.
El asombro inicial de Zacuantzin fue pronto substituido por una incontrolable ira. Con voz airada, el guerrero comenzó expresando su total desacuerdo con el mandato recibido y terminó negándose a cumplir la orden de retirada, a no ser que ésta fuese confirmada en forma expresa por el propio Emperador.
Al mismo tiempo que el mensajero emprendía a toda prisa el camino de regreso al cuartel central, una violenta discusión tenía lugar en el campamento de Zacuantzin. Los lugartenientes de éste se habían percatado de la índole de las instrucciones impartidas por Ahuízotl, y aun cuando les resultaba del todo incomprensible tanto la razón de las mismas como el hecho de que no fuese ya el Emperador quien estuviese dirigiendo la batalla, conocían de sobra la bien ganada fama de inflexible severidad que caracterizaba al autor de dichas instrucciones, y en su mayoría, no estaban dispuestos a asumir las consecuencias que podrían producirse debido a la adopción de una conducta de franco desacato a las órdenes de Ahuízotl.
Enfurecido ante la actitud de sus oficiales, Zacuantzin acusó a éstos de cobardía y anunció que no esperaría ni un instante más para dar comienzo al esperado ataque, sino que secundado por todos aquellos que quisieran seguirle, se lanzaría de inmediato al asalto de las posiciones enemigas.
Dando por terminada la reunión, los oficiales se dirigieron a sus correspondientes batallones, e iniciaron la movilización de éstos en una doble y contradictoria maniobra. Los escasos capitanes adictos a Zacuantzin marcharon hacia adelante seguidos por sus tropas, mientras la mayor parte de las fuerzas iniciaban la retirada en medio de un gran desorden, pues no había nadie que estuviese a cargo de coordinar adecuadamente esta acción.
Recién daba comienzo el ataque que encabezaba Zacuantzin, cuando sobrevino el contraataque tarasco. Descendiendo por incontables lugares desde la parte superior del fortificado valle, la acometida de los guerreros purépechas adquirió desde el primer momento la fuerza irresistible de un huracán devastador. De nada valió la innegable y desesperada valentía con que Zacuantzin y sus hombres intentaron hacerles frente. Muy pronto se vieron envueltos y arrollados por la aplastante superioridad numérica de sus contrarios. Ciego de ira e impotencia, Zacuantzin se lanzó en medio de sus rivales buscando abiertamente la muerte. Su deseo no tardó en verse cumplido. Un círculo implacable de guerreros tarascos se cerró sobre su persona, convirtiéndolo en pocos instantes en una masa informe e irreconocible.
Sin pérdida de tiempo, los purépechas se lanzaron en persecución de las tropas aztecas que se retiraban. Les dieron alcance y se trabó de nueva cuenta el combate.
Carentes de una dirección que organizase el repliegue, los batallones aztecas marchaban separadamente. Al sobrevenir el ataque varios oficiales intentaron efectuar un reagrupamiento que permitiese presentar una mejor defensa, pero ya era tarde para lograrlo. Las tropas tarascas se introducían por todos los espacios que separaban a los batallones tenochcas, aislándolos y condenándolos a un seguro aniquilamiento.
La lucha entre ambos contendientes fue rápida y despiadada. Aun a sabiendas de lo inevitable de su derrota, los tenochcas se defendieron con feroz determinación intentando causar el mayor daño posible a sus contrarios. Uno tras otro los aislados grupos de guerreros aztecas fueron exterminados. El triunfo de la estrategia purépecha en aquella sección del frente había sido contundente y definitivo.
Al escuchar el informe del mensajero sobre la negativa de Zacuantzin a ejecutar la orden de retirada, Ahuízotl comprendió que todos sus planes para salvar el ejército azteca de la trampa en que se encontraba amenazaban con venirse abajo. Sin manifestar la menor alteración ante tan inesperado contratiempo, procedió a dar instrucciones a Tízoc para que se trasladase de inmediato al campamento del indisciplinado general, y tras de hacerse cargo del mando de sus tropas, llevase a cabo el proyectado repliegue. Antes de ello, Tízoc debía despojar a Zacuantzin de sus insignias militares y darle muerte en castigo a su insubordinación.
Acompañado de una pequeña escolta, Tízoc se encaminó a toda prisa a tratar de cumplir las órdenes de su hermano. No lo lograría. Al ascender un pequeño lomerío se ofreció ante su sorprendida mirada un inesperado espectáculo: la extensa llanura que se divisaba en lontananza parecía materialmente alfombrada de cadáveres de guerreros tenochcas. En uno de los costados del terreno numerosos contingentes de tropas tarascas —indiscutibles vencedoras del recién finalizado encuentro— procedían a reorganizar sus filas, con la evidente intención de proseguir su avance.
En las proximidades del sitio donde se encontraba Tízoc, pequeños grupos de soldados aztecas, del todo semejantes a los maltrechos restos de un devorador naufragio, deambulaban sin rumbo fijo, confusos y desorientados, buscando tan sólo apartarse cuanto antes de aquel lugar que tan fatídico les resultara.
Durante un primer momento, Tízoc se resistió a aceptar que las contadas y aturdidas figuras que contemplaba constituían los únicos sobrevivientes de toda el ala derecha del ejército azteca. Tras de sobreponerse a su sorpresa, se dio cuenta de la gravedad de la situación, y suspendiendo su avance, envió un mensajero para prevenir a Ahuízotl de la imposibilidad que existía de realizar la retirada conjuntamente con las tropas del ala derecha, pues éstas habían dejado de existir. Acto seguido, Tízoc ordenó a uno de sus acompañantes que hiciese sonar el caracol que portaba, convocando así a congregarse en torno suyo a los dispersos soldados tenochcas que se encontraban deambulando por los alrededores. Estos no tardaron en acudir al llamado, en sus miradas podía leerse la completa turbación que les dominaba, resultaba evidente que sus cerebros aún no terminaban de admitir la realidad de lo ocurrido.
Trascendido ya el inicial asombro, Tízoc recuperó prontamente su cotidiana personalidad, vivaz y burlona, y comenzó a expresarse con frases llenas de humor sobre la estropeada apariencia que presentaban los soldados que iban llegando, comparando a éstos con asustados conejos que huían de un voraz coyote.
La innegable presencia de ánimo que revelaba el humorismo de Tízoc produjo una pronta y favorable reacción en el abatido espíritu de los vencidos. Recobrando su proverbial marcialidad y gallardía, los guerreros se alinearon en bien ordenada formación, y marchando con rítmico andar, prosiguieron su retirada bajo el mando de Tízoc, incorporándose finalmente al grueso del ejército tenochca.
Comprendiendo que su proyectada maniobra de retirada resultaba ya de imposible realización, Ahuízotl ordenó se procediese a organizar rápidamente a las tropas en una cerrada formación defensiva. Asimismo, envió varios mensajeros al lugar señalado inicialmente para llevar a cabo la reunión con las fuerzas de Tlecatzin, indicando a éste que no le aguardase en aquel sitio, sino que acudiese cuanto antes en su ayuda. Los mensajeros retornaron al poco tiempo sin haber podido cumplir su misión, pues ya no era posible traspasar el cerco tendido por las fuerzas tarascas que avanzaban en todas direcciones y cuya llegada se produciría de un momento a otro.
Y en efecto, la llegada de las tropas purépechas no se hizo esperar. Su avance ponía de manifiesto cierta precipitación, como si cada uno de los guerreros tarascos pretendiese ser el primero en iniciar el combate. Las vigorosas facciones de los recién llegados revelaban bien a las claras sus pensamientos y la intención que les animaba: sabían que el desarrollo de la batalla les era favorable y estaban resueltos a coronar su esfuerzo con el total aniquilamiento de sus contrarios.
Ahuízotl observó con fría e impasible mirada la llegada de la avalancha purépecha. Volviéndose hacia los oficiales que le rodeaban levantó en alto su afilado macuahuitl y pronunció con fuerte voz una sola palabra:
¡Tlacaélel!
Repetido primeramente por los oficiales próximos al comandante azteca y acto seguido por sucesivas filas de guerreros, el nombre del Cihuacóatl Imperial se extendió en ondas vibratorias por todo el ejército tenochca. Confluyendo y entremezclándose, la pronunciación y los ecos de aquella palabra se unificaron, estremeciendo el aire con su acento:
¡Tlacaélel!
La evocación de la figura del Azteca entre los Aztecas justo en el momento que antecedía al choque decisivo de ambos ejércitos, obedecía a un deliberado propósito por parte de Ahuízotl: delimitar con precisa exactitud la verdadera trascendencia que tenía aquella batalla, e impedir que los guerreros tenochcas pudiesen ser afectados en su capacidad combativa por una exagerada valoración de las posibles consecuencias de aquel encuentro, en el cual tal vez todos pereciesen y el Emperador resultase muerto o capturado; pero todo esto no tenía en realidad una auténtica importancia, ya que no constituía en modo alguno una amenaza ni a la supervivencia del Imperio, ni mucho menos a la continuidad de los fines para los cuales éste había sido creado, pues allá en la capital azteca, el forjador y auténtico guía de la grandeza tenochca sabría de seguro encontrar los medios adecuados para lograr que el Pueblo del Sol superase el contratiempo sufrido y continuase adelante en su ascendente marcha. No quedaba, por tanto, sino que en esos momentos cada guerrero olvidase cualquier otra preocupación que no fuese la de concentrar toda su atención y energía en el combate que se avecinaba.
La furiosa arremetida de las tropas tarascas hizo estremecer al ejército azteca y estuvo a punto de lograr su desorganización, pero la cerrada formación de las filas tenochcas les permitió absorber el impacto y permanecer aferradas al terreno.