Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (37 page)

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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

BOOK: Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas
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En reunión del Consejo Imperial convocada por Tlacaélel, los dignatarios aztecas, en unión de sus aliados los reyes de Téxcoco y Tlacopan, analizaron con detenimiento la forma como debían de actuar mientras se prolongase la agonía del Emperador. La idea de proceder a la designación de un nuevo monarca sin aguardar primero la muerte de Axayácatl ni siquiera llegó a ser propuesta, pues en la mente de todos estaba que ello constituiría una afrenta a la persona del valeroso y postrado gobernante. Así pues, se acordó que operase para el caso la regla que establecía que el Cihuacóatl Imperial debía asumir provisionalmente las funciones del Emperador cuando éste se encontrase incapacitado de ejercer el mando por cualquier causa.

Una vez resuelto el problema relativo a la continuidad de la autoridad, se discutió ampliamente la conducta a seguir respecto al problema tarasco. Algunos de los integrantes del Consejo opinaban que debía emprenderse de inmediato una nueva guerra en contra de los purépechas, destinando al efecto la mayor parte de las fuerzas disponibles; por el contrario, otros consejeros juzgaban más conveniente aguardar algún tiempo antes de reiniciar las hostilidades, estimando que debía procederse primero a valorar las experiencias extraídas de la reciente campaña, con miras a determinar las causas que habían originado el descalabro sufrido y la forma más conveniente de evitar un contratiempo semejante en lo futuro. Tlacaélel coincidía plenamente con este último criterio, mismo que finalmente terminó por ser adoptado por el Consejo.

Para sorpresa de todos los asistentes a la reunión, el Azteca entre los Aztecas, tras de informarles de la negativa recibida a su petición de que le fuera entregada la parte faltante del Caracol Sagrado, procedió a comunicarles su determinación de encaminarse cuanto antes a la región maya, con objeto de entrevistarse personalmente con el Sumo Sacerdote que portaba la otra mitad del Símbolo Sagrado y hacerle ver que la condición señalada por el propio Quetzalcóatl para dar término a la separación de ambas porciones del emblema —o sea la previa consecución de la unidad del género humano— estaba ya próxima a cumplirse, merced a la labor que con este propósito venía desarrollando el Imperio Azteca.

A pesar de que algunos de los integrantes del Consejo arguyeron que consideraban aquel viaje muy poco oportuno, pues se desarrollaría justo en los momentos en que como consecuencia de la postración del monarca correspondería al Cihuacóatl Imperial mantener centralizadas en su persona toda clase de atribuciones, Tlacaélel replicó que su ausencia de la capital en aquellas circunstancias constituiría, precisamente, la mejor prueba de la firme estabilidad que poseían desde tiempo atrás las Instituciones Imperiales; por otra parte, les hizo ver la conveniencia de obtener la mitad faltante del Caracol Sagrado, pues a su juicio, ello daría lugar a que los innumerables señoríos existentes en la región maya aceptasen la hegemonía tenochca, sin tener que llevar a cabo toda una larga serie de campañas militares para lograrlo.

Finalmente, los mandatarios aztecas acordaron, por aprobación unánime, designar a Ahuízotl miembro integrante del Consejo Imperial. Los relevantes méritos del adusto guerrero —puestos particularmente de manifiesto durante la reciente contienda— recibían así el más completo reconocimiento por parte de las principales autoridades del Imperio.

En la vida de los pueblos existen épocas de excepcional grandeza alternadas con otras de acentuada decadencia. El pueblo maya había conocido ambas a través de su prolongada existencia. En un remoto pasado toda el área maya había constituido el espacio donde floreciera una de las más grandes civilizaciones que hayan existido jamás sobre la tierra. Ciudades sagradas, articuladas en tal forma que cada una de ellas reproducía mediante rigurosos simbolismos una determinada porción del cosmos, eran habitadas por sociedades en las que predominaba la más elevada espiritualidad y el más exquisito refinamiento. Sabios sacerdotes, profundos conocedores de las leyes que rigen la vida de los astros y de los hombres, gobernaban con acierto a una próspera y laboriosa población, poseedora de un asombroso porcentaje de excelentes artistas.

Tras de un largo periodo de prodigioso esplendor, el ciclo vital inherente a todas las civilizaciones se había cumplido fatalmente en la desarrollada por los mayas: la decadencia y la muerte sobrevinieron despoblando ciudades y dispersando a sus habitantes. Domeñada durante siglos, la selva cobró su desquite, sepultando templos y palacios bajo un manto de impenetrable verdor.

La llegada de Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl, el desterrado Emperador Tolteca, había despertado a los mayas de su prolongado letargo. Al impulso de aquella superior personalidad tuvo lugar un sorprendente renacimiento. Los sabios reanudaron sus interrumpidas observaciones de los cuerpos celestes. Se repoblaron algunas de las antiguas ciudades y se erigieron otras nuevas, aplicando en ellas los estilos de construcción llegados del Anáhuac. Una febril actividad se generó en toda el área maya dando origen a las más variadas realizaciones, y si bien éstas no alcanzaron el grado de perfección logrado en el pasado, no por ello dejaron de constituir admirables ejemplos del quehacer humano.

Una vez más, el inexorable devenir del tiempo trajo consigo un nuevo ocaso al mundo de los mayas. Desgarradas por luchas incesantes a resultas de cambiantes alianzas, las ciudades fueron declinando y perdiendo su vigor, hasta quedar semivacías y ruinosas. Caciques ambiciosos y despóticos tiranizaban a una población que, si bien continuaba siendo altamente numerosa, se encontraba empobrecida y dispersa.

Esta era, pues, la situación prevaleciente en la lejana región hacia la que se encaminaba Tlacaélel.

La comitiva de Tlacaélel, integrada solamente por un escaso número de sirvientes y una escolta comandada por Tízoc, atravesó buena parte de los extensos territorios pertenecientes al Imperio, para luego adentrarse en la extensa comarca de imprecisos contornos poblada por los mayas. El Azteca entre los Aztecas no había aceptado ser llevado en andas y realizaba a pie las diarias y agotadoras jornadas. Resultaba evidente que a pesar de lo avanzado de su edad, su organismo continuaba poseyendo una increíble fortaleza.

Aun cuando la marcha de la comitiva estaba desprovista de toda ostentación, la presencia de Tlacaélel por vez primera en aquellos lugares no sólo no podía pasar desapercibida, sino que motivó de inmediato una gran conmoción entre todos los habitantes de la región, suscitándose entre éstos las más variadas interpretaciones respecto a los propósitos que había detrás de aquel viaje.

Para los codiciosos e incompetentes caciques que tanto abundaban en las tierras mayas, aquella visita inesperada sólo podía tener como objetivo indagar quiénes, de entre ellos, estaban dispuestos a someterse a la hegemonía imperial y quiénes pretendían ofrecer resistencia a la expansión azteca. Poseídos por el pánico y deseosos de salvar cuanto fuera posible de sus ventajas y privilegios, los componentes de las clases gobernantes —pasando por alto las sonrisas burlonas del pueblo— se apresuraron a patentizar ante el Cihuacóatl Azteca su servil voluntad de sometimiento al poderío tenochca. Muy pronto, Tlacaélel vio entorpecido su avance a causa de las múltiples muestras de respeto y acatamiento de que era objeto, tanto por parte de los gobernantes que regían los señoríos por los que transitaba, como por numerosas comisiones que, encabezadas por los caciques más prominentes, acudían desde todos los puntos con idéntico propósito.

El viaje de Tlacaélel parecía destinado a convertirse en un recorrido triunfal que traería consigo la conquista pacífica de todos los territorios habitados por los mayas; sin embargo, a veces ocurre que aun en sus etapas de mayor decadencia, los pueblos que han tenido un pasado grandioso, al verse enfrentados a una grave crisis, reciben en alguna forma misteriosa e inexplicable una ayuda salvadora proveniente de su poderosa alma de antaño.

Tlacaélel lo ignoraba, pero el espíritu de los antiguos mayas que vivieran en aquella misma región muchos siglos atrás —sacerdotes astrónomos, valientes guerreros, geniales artistas— no estaba dispuesto a entregar a un intruso su sagrado suelo y encontraría muy pronto la forma de poder acudir en su defensa.

Al igual que todas las mañanas desde que traspusieran las fronteras del Imperio, Tízoc no aguardó la llegada del alba para reiniciar la marcha. En unión de algunos soldados y de uno de los guías mayas que acompañaban a la comitiva, el joven guerrero se adelantó al resto de sus compañeros, con objeto de asegurarse sobre la ausencia de cualquier peligro y de formarse una idea de las condiciones del camino que habrían de recorrer en la jornada que se iniciaba.

Los viajeros se encontraban en un paraje situado en plena selva. Hacía ya varios días que no hallaban a su paso ninguna población de importancia, tan sólo pequeños y aislados conjuntos de chozas, cuyos moradores tenían a su cargo impedir a la exuberante vegetación devorar el angosto camino por donde transitaban, pues éste resultaba vital para los comerciantes que circulaban por él transportando toda clase de mercancías.

Aún no llevaban andado un largo trecho, cuando Tízoc observó, iluminados por los primeros rayos del amanecer, los restos sepultados entre la maleza de una construcción situada a escasa distancia del camino. Al preguntarle al guía sobre aquella edificación, éste respondió indiferente que la selva ocultaba por doquier ruinas de antiguas ciudades. Curioso por naturaleza, Tízoc decidió examinar de cerca el lugar, e introduciéndose por entre las sinuosas lianas y los apretados arbustos, llegó hasta la derruida construcción. Un extraño silencio imperaba en el ambiente, como si las aves y demás habitantes de la selva sintiesen un respetuoso temor hacia aquel sitio y hubiesen optado por no perturbar con sus ruidos la singular quietud que ahí prevalecía.

La construcción que llamara la atención de Tízoc formaba parte de un vasto conjunto de edificios cubiertos por la vegetación. Las plantas habían infiltrado sus ramas y raíces por todos los resquicios, abrazando los muros e inundando las habitaciones. La humedad y el moho penetraban en las piedras a tal grado, que éstas más que minerales semejaban vegetales de insólitas formas.

Aun cuando a lo largo de su recorrido por territorio maya no era ésta la primera ocasión que surgían ante su vista restos de ciudades abandonadas, Tízoc comprendió de inmediato que contemplaba los vestigios de una ciudad del todo diferente a cuantas habían venido encontrando en su camino. Hasta aquel momento, todas las grandes construcciones en ruinas por las que cruzaran poseían el inconfundible estilo arquitectónico desarrollado por los toltecas y, por ende, resultaban altamente familiares para los aztecas; por el contrario, aquellos edificios semisumergidos entre un mar de verdura eran fascinantemente extraños y diferentes.

Durante largo rato Tízoc vagó solitario por entre las ruinas, escurriéndose a través de la cerrada vegetación que las aprisionaba. Majestuosas pirámides, edificios de corredores largos y estrechos, santuarios coronados por crestas de multiforme diseño, y enormes estelas, conteniendo desconocidos jeroglíficos y la representación de elegantes y hieráticos personajes, fueron desfilando lentamente ante la asombrada mirada del guerrero azteca.

Ensimismado en sus descubrimientos, Tízoc perdió la noción del tiempo; cuando retornó al sitio donde dejara a sus compañeros de avanzada era ya cerca del mediodía y le aguardaban no sólo éstos, sino todos los integrantes de la comitiva azteca. Tlacaélel no riñó al guerrero por tan patente incumplimiento a sus deberes de comandante, sino que se limitó a manifestarle, con irónico acento, que cuando se encontrase desempeñando una misión no debía entretenerse cazando mariposillas.
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Acostumbrado a ser siempre el autor de las bromas y no el sujeto pasivo de las mismas, Tízoc manifestó de momento un gran desconcierto y enrojeció en medio de las francas risotadas de sus soldados, pero luego, recobrando su habitual jovialidad, estalló también en alegres carcajadas.

Una vez concluido el momento de regocijo, Tízoc informó a Tlacaélel respecto a las extrañas construcciones que encontrara en la selva. Intrigado, el Azteca entre los Aztecas decidió investigar personalmente aquel sitio y acompañado del propio comandante de su escolta y de algunos guerreros más —que intentaban con grandes esfuerzos abrirle un angosto paso a través del tupido follaje— se internó entre la maleza, llegando en poco tiempo hasta los derruidos edificios.

Tlacaélel observó con profundo interés el vasto conjunto de monumentos inmersos en la vegetación. A pesar de que sólo era visible una mínima parte de los mismos, resultaba más que suficiente para poder apreciar el derroche de sabiduría y refinamiento que habían plasmado en aquellos edificios sus desconocidos constructores.

Guiado por su penetrante intuición, Tlacaélel se encaminó en derechura hacia un pequeño santuario que se alzaba sobre una angosta y elevada pirámide, pues presentía que era aquel templo el que había constituido el motivo fundamental de la existencia de toda la ciudad.

Ayudado por Tízoc, Tlacaélel ascendió el empinado montículo de ramajes y piedras en que estaba convertida la pirámide. Una estrecha abertura le condujo al recinto que coronaba el edificio. En su interior, húmedo y vacío, existía únicamente un enorme bajorrelieve labrado en piedra caliza que abarcaba íntegramente el muro central del santuario. Gruesas capas de musgo ocultaban la mayor parte del bajorrelieve, por lo que Tlacaélel y Tízoc procedieron a limpiarlo con sumo cuidado. Al hacerlo, fueron apareciendo lentamente una gran variedad de jeroglíficos, cuyos trazos resultaban claramente visibles a pesar de su evidente antigüedad.

Tlacaélel comprendió que había realizado un hallazgo de singular importancia y tomó la determinación de interrumpir su viaje durante el tiempo que fuera necesario para lograr develar el secreto de aquellas inscripciones. Así pues, mientras el resto de los tenochcas procedía a instalar un campamento al pie de la pirámide, el Azteca entre los Aztecas empezó a utilizar todos sus conocimientos sobre simbología en la ardua labor de descifrar aquel perdido mensaje del pasado.

Durante varias semanas, mientras en el exterior llovía sin cesar la mayor parte del tiempo, Tlacaélel permaneció en el derruido santuario, entregado sin descanso a su paciente tarea. A su lado, auxiliándolo en todo lo que le era posible, se hallaba siempre Tízoc, quien merced a sus regulares dotes para el ejercicio de las artes, iba logrando reproducir en un códice uno a uno de los complicados jeroglíficos.

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