Fascinado ante aquel fastuoso espectáculo, Tlacaélel recorrió una y otra vez los alargados edificios ordenados en forma de cuadrángulos, admirando la riqueza ornamental de su decorado a base de columnillas, mascarones, grecas y celosías. Toda la ciudad era un modelo de armoniosa simetría y de una equilibrada integración de elementos arquitectónicos y escultóricos.
Finalmente, Tlacaélel se detuvo a contemplar durante largo rato la pirámide en cuya cúspide tendría lugar, al día siguiente, la ceremonia de reunificación del Emblema Sagrado. Se trataba de una construcción gigantesca, a un mismo tiempo monumental y refinada, que constituía sin lugar a dudas la edificación de mayor altura en toda la ciudad.
La historia de aquella pirámide —explicó Na Puc Tun— abarcaba incontables siglos. A través del tiempo, el edificio había sido objeto de múltiples modificaciones, tendientes todas ellas a mantenerlo en consonancia con las siempre cambiantes energías provenientes del cosmos. El pequeño santuario que se alzaba en lo alto de la pirámide era, comparativamente, de reciente construcción. Lo habían edificado los toltecas para efectuar ahí la ceremonia en que Kukulkán se había despojado del último vestigio que le restaba de su imperial investidura.
El sol se encontraba exactamente a la mitad de su diario recorrido de la bóveda celeste, cuando el largo y complicado ritual iniciado desde el amanecer llegó a su momento culminante. Actuando al unísono, Tlacaélel y Na Puc Tun fueron aproximando lentamente sus respectivas mitades del pequeño caracol —colocado sobre una plataforma de piedra— hasta que los finos rebordes de oro, elaborados por los artífices de Chololan en los vértices de ambas partes, quedaron engarzados con perfecta sincronización. Acto seguido, el sacerdote maya introdujo en las delgadas argollas incrustadas en el emblema las dos cadenas de oro de las que hasta entonces habían pendido las separadas mitades, y levantando las cadenas con su preciada carga, las mantuvo oscilando durante un buen rato frente al rostro sereno e impasible de Tlacaélel, después, colocó sobre el pecho del Azteca entre los Aztecas el unificado emblema.
Al pie de la pirámide, los integrantes de la comitiva azteca en unión de media docena de sacerdotes mayas y de algunos cuantos campesinos de la región observaban, intensamente emocionados, el desarrollo de tan trascendental ceremonia.
Una vez cumplido el propósito que les llevara a la región maya, los tenochcas iniciaron de inmediato el viaje de retorno rumbo a la capital azteca.
Avanzando lo más rápidamente posible, la comitiva fue desandando los extensos territorios que le separaban de su lugar de origen. Tras de cruzar la casi desértica planicie, los aztecas se introdujeron en la zona selvática, pasando de nuevo —sin detenerse— a escasa distancia de la olvidada ciudad en cuyo santuario encontraran el bajorrelieve con su revelador mensaje.
Al dejar atrás las tierras habitadas por los mayas, Tlacaélel comunicó a Tízoc la impresión que le había dejado el conocimiento directo de aquella región y de sus pobladores: todo aquello constituía la otra cara de Me-xíhc-co, el otro lado de un rostro a un mismo tiempo semejante y distinto.
Tlacaélel y sus acompañantes se encontraban ya tan sólo a ocho días de marcha de la Gran Tenochtítlan, cuando llegó hasta ellos una triste noticia: el Emperador Axayácatl había sucumbido finalmente a su larga agonía.
En el año dos casa el Emperador Axayácatl dejó de existir. A pesar de no poseer una personalidad de tan excepcionales relieves como la de Moctezuma Ilhuicamina, su ilustre antecesor, había sabido ganarse el respeto y cariño de todos sus súbditos, merced a su arrojada valentía y a su incesante laborar en pro del engrandecimiento del Imperio. Durante los trece años de su gobierno habían tenido lugar múltiples e importantes acontecimientos: considerable expansión de las fronteras tenochcas; desprestigio, muerte y reivindicación de Citlalmina; frustrada intentona de adueñarse del poder llevada a cabo por un puñado de mercaderes ambiciosos y de militares desleales; y finalmente, el primer descalabro de las hasta entonces invencibles tropas aztecas.
Concluidas las honras fúnebres, tuvo lugar la reunión del Consejo Imperial que habría de designar al nuevo monarca. La totalidad de la población vio aquella reunión como un simple requisito formal, pues todos daban por seguro que Ahuízotl —sin lugar a dudas la figura en esos momentos más sobresaliente del Imperio después de Tlacaélel— sería quien asumiese las insignias de mando que en otros tiempos ostentaran los Emperadores Toltecas.
En su calidad de Cihuacóatl correspondía a Tlacaélel enunciar en primer término, ante los restantes miembros del Consejo, el nombre de la persona que a su juicio se encontraba mejor capacitada para ejercer las funciones de Emperador. En las dos designaciones anteriores las propuestas hechas por Tlacaélel habían sido unánimemente aceptadas, y si en aquellas pasadas reuniones se habían suscitado diferencias de opinión, se debía tan sólo a la insistente petición formulada por los dignatarios tenochcas, en el sentido de que fuese el propio Azteca entre los Aztecas quien pasase a ocupar el cargo de Emperador, solicitud invariablemente rechazada por Tlacaélel en forma categórica, por considerar que ello conduciría a una concentración de poder que antiguas experiencias desaconsejaban.
En esta ocasión, antes de hacer mención de algún nombre en especial, Tlacaélel trazó un panorama general de la situación prevaleciente en el Imperio, añadiendo que se aproximaba una época que habría de requerir de profundas reformas, tanto en la mentalidad como en la organización de la sociedad azteca. Acto seguido, sin haber especificado en ningún momento cuáles podrían ser las posibles reformas a las que estaba aludiendo, afirmó que en vista de las nuevas necesidades a las que el futuro Emperador habría de hacer frente, la designación para dicho cargo debería recaer en una persona poseedora de un espíritu particularmente innovador y propenso al cambio. Tlacaélel concluyó su exposición revelando el nombre de aquel a quien consideraba más apropiado, en vista de las circunstancias, para ocupar el alto cargo de Emperador: Tízoc.
Al escuchar el nombre pronunciado por Tlacaélel una expresión del más completo asombro se dibujó en los rostros de sus interlocutores. Con la excepción de Ahuízotl —cuyas duras e impenetrables facciones permanecieron tan inescrutables como de costumbre— los demás integrantes del Consejo Imperial no pudieron impedir que la sorpresa asomase a sus semblantes y enmudeciese sus voces.
Después de unos momentos de profundo y embarazoso silencio, Ahuízotl tomó la palabra. Con firme y reposado acento pronunció un breve discurso, exaltando la atinada visión que caracterizara siempre a Tlacaélel para encontrar las soluciones más adecuadas a los problemas que afectaban al Imperio. Debía, por tanto, acatarse su propuesta con la segura convicción de que ésta sería acertada.
Si bien los integrantes del Consejo no lograban superar el asombro que les causaba tan inesperada proposición, el enorme respeto que les inspiraba la personalidad del Azteca entre los Aztecas y la actitud asumida por Ahuízotl de apoyar incondicionalmente la resolución de Tlacaélel, terminaron por convencerles de que no tenía ya ningún sentido intentar llevar adelante sus propósitos iniciales de entronizar a Ahuízotl. Así pues, con voces que no denotaban una gran convicción, uno a uno fueron aprobando la designación de Tízoc como nuevo monarca del Imperio.
La reacción de Tízoc al tener conocimiento de lo acordado por el Consejo fue primero de una franca incredulidad, y posteriormente, de un sincero rechazo a su designación como Emperador, pues no se consideraba merecedor de tan elevada dignidad.
Durante el transcurso de una larga entrevista con el joven guerrero, Tlacaélel expuso a éste las razones que explicaban su designación, o sea las trascendentales reformas que se proponía realizar y las cuales requerían de una nueva mentalidad al frente del gobierno. Tízoc quedó gratamente sorprendido al escuchar los planes del Portador del Emblema Sagrado, sin embargo, expresó de nueva cuenta sus dudas respecto a su propia capacidad para el desempeño de la difícil misión que Tlacaélel esperaba de él, y pidió tres días de plazo antes de dar a conocer su resolución definitiva.
Concluido el plazo, Tízoc acudió ante Tlacaélel para manifestarle su aceptación al cargo de Emperador, así como su firme determinación de coadyuvar con todas sus fuerzas, desde su futura e importante posición, a la realización de los objetivos señalados por el Heredero de Quetzalcóatl.
Tal y como era costumbre, la entronización del nuevo monarca azteca constituyó un memorable acontecimiento, que congregó en la Gran Tenochtítlan a personalidades provenientes de las cuatro direccionalidades del mundo conocido. Lujosos séquitos de grandes señores de apartados confines, figuraban al lado de modestas representaciones llegadas de lugares igualmente distantes.
La ceremonia de coronación alcanzó su momento culminante cuando Tlacaélel, una vez cumplidas todas las distintas etapas del complicado ritual, hizo entrega a Tízoc de los emblemas que le convertían en el legítimo sucesor del antiguo Imperio de los Toltecas.
Tlacaélel y Tízoc comprendían muy bien las enormes dificultades a que habrían de enfrentarse para llevar adelante sus proyectadas reformas —particularmente la relativa a la supresión de los sacrificios humanos—, razón por la cual, se dieron a la tarea de planear con todo detenimiento cada uno de los distintos pasos encaminados a la realización de sus propósitos.
El Azteca entre los Aztecas estimaba que en virtud de la importancia de los acontecimientos que se avecinaban, procedía convocar a una reunión de todos los dirigentes de las organizaciones religioso-culturales de que se tenía noticia, con miras a la celebración de una asamblea semejante a la que tuviera lugar tiempo atrás, cuando apenas se iniciaba la labor de estructurar los cimientos sobre los cuales se había edificado el Imperio Azteca.
Una reunión de esta índole —pensaba Tlacaélel— permitiría comenzar a crear una clara conciencia de los cambios que se estaban operando en el cosmos, así como de la ineludible necesidad de adoptar las medidas apropiadas para adecuar la actuación de los seres humanos a las nuevas condiciones existentes en los cielos.
Considerando que lo más prudente, antes de llevar a cabo una asamblea de tanta trascendencia, era lograr una cierta unificación de criterio del pueblo y el gobierno aztecas, Tlacaélel y Tízoc decidieron dar a conocer sus propósitos en forma paulatina y escalonada, esto es, exponerlos primero a los integrantes del Consejo Imperial, posteriormente a los miembros de la Orden de Caballeros Águilas y Caballeros Tigres, y finalmente, ante todo el pueblo tenochca.
Tras de penetrar en el vasto conjunto de lujosos edificios y de bien cuidados jardines que integraban el Tecpancalli, Ahuízotl se encaminó en línea recta rumbo a la amplia estancia donde tenían lugar las reuniones del Consejo Imperial. Al cruzar el gran patio enlosado situado a la entrada del salón, dio alcance a Tlacaélel, que se dirigía con pausado andar hacia el mismo sitio. El Cihuacóatl Imperial saludó con amable acento al adusto guerrero y procedió a preguntarle sobre el estado que guardaba la salud de su esposa. Tiyacapantzin, la bella e inteligente mujer de Ahuízotl, se encontraba en la etapa final de un embarazo que desde el principio había sido motivo de graves dolencias. Las parteras que la atendían presagiaban un fatal desenlace tanto para ella como para la criatura, y sus pesimistas predicciones parecían estar a punto de cumplirse, pues Tiyacapantzin venía empeorando a ojos vistas conforme se aproximaba el momento del alumbramiento.
Ahuízotl respondió que su esposa no había tenido ninguna mejoría y agradeció la preocupación que por ella manifestaba Tlacaélel. Ambos personajes entraron juntos al recinto donde habría de celebrarse la reunión, y después de saludar a los integrantes del Consejo ahí reunidos, ocuparon sus correspondientes lugares. Ahuízotl observó que no se hallaban presentes los reyes de Texcoco y Tlacopan, sino tan sólo los altos dignatarios tenochcas que en compañía de aquellos integraban el Consejo Imperial, lo que le hizo suponer que la junta tendría por objeto tratar asuntos de índole estrictamente interna del gobierno azteca.
La llegada del Emperador no se hizo esperar y con ella dio comienzo la reunión. Tízoc anunció que la causa por la cual se hallaban congregados revestía una inusitada importancia y que deseaba fuera el propio Heredero de Quetzalcóatl quien la diera a conocer, anticipando de antemano que coincidía plenamente con los puntos de vista de Tlacaélel, y que su mayor anhelo era el de lograr la unánime aceptación del plan de acción trazado por éste para hacer frente a los problemas que se avecinaban.
Ante su reducido auditorio, Tlacaélel dio comienzo al que habría de ser el más brillante y emotivo de todos sus discursos. Como una especie de terremoto, cuyo comienzo fuera apenas un imperceptible temblor de tierra que lentamente va transformándose en una irresistible y estruendosa sacudida, las palabras del Azteca entre los Aztecas, en un principio serenas y pausadas, se convirtieron pronto en un torrente de desbordada elocuencia.
Tlacaélel comenzó narrando los inesperados descubrimientos efectuados durante su viaje a tierras mayas. Con vivas imágenes describió el hallazgo del santuario perdido en medio de la selva y del excepcional mensaje que en él se conservaba: la historia completa de Me-xíhc-co, incluyendo su pasado, presente y futuro.
Mediante un conciso resumen, Tlacaélel transmitió a sus oyentes lo esencial de la copiosa información contenida en el olvidado bajorrelieve maya, desde las referencias al grandioso esplendor de pasadas Edades y a los periódicos cataclismos que asolaban la tierra, hasta la directa alusión a los próximos peligros que se cernían sobre Me-xíhc-co, como resultado del cambio de las influencias celestes imperantes.
Con voz cuyo grave acento revelaba la singular trascendencia que atribuía al tema que estaba abordando, el Azteca entre los Aztecas planteó la urgente necesidad de reestructurar el Imperio desde los cimientos, con miras a lograr que su funcionamiento estuviese acorde con las nuevas realidades cósmicas, para lo cual, se requería adoptar toda una serie de radicales medidas: supresión de los sacrificios humanos, fomento a la libre expresión de las distintas peculiaridades que caracterizaban a cada uno de los pueblos conquistados, y fundamentalmente, propiciar por todos los medios el desarrollo de una profunda espiritualidad, lograda a través del sacrificio interior y consciente de todos los habitantes del Imperio. Convenía, desde luego, convocar cuanto antes a una reunión de las distintas organizaciones religioso-culturales, con objeto de lograr su necesaria colaboración en las múltiples y decisivas tareas por realizar.