Después de reunir a niños y maestras en el amplio patio de la escuela, la Directora anunció que por ese día quedaban suspendidas las clases, pues todos debían dirigirse de inmediato al centro de la ciudad, a tomar parte en una reunión convocada por el Cihuacóatl Imperial. Haciéndose eco del rumor que para entonces circulaba ya por toda la ciudad, la Directora se permitió anticipar a su auditorio, con evidente júbilo, el propósito que seguramente había motivado la reunión: dar a conocer el triunfo alcanzado por el ejército azteca en tierras tarascas.
Al igual que los niños de cualquier época y lugar, los pequeños escolares se llenaron de alegría al enterarse que se produciría una inesperada interrupción de sus labores normales. Entre risas y empujones, regaños de maestras y un generalizado regocijo, los chiquillos fueron integrando largas y apretadas filas para luego emprender la caminata hacia el centro de la ciudad.
La inmensa plaza lucía pletórica de una abigarrada multitud. Un ambiente festivo imperaba por doquier y se manifestaba en la despreocupada expresión de los rostros y en el alborozado murmullo de las voces.
El bullicio se trocó de inmediato en respetuoso silencio al aparecer, en el primer descanso de la escalinata de la alta pirámide que albergaba al Templo Mayor, la conocida figura del Azteca entre los Aztecas. Una tenue brisa hacía ondear levemente el largo manto negro y blanco de Tlacaélel, que se hallaba ataviado con todos los emblemas inherentes a su investidura de Cihuacóatl Imperial y portaba, asimismo, la más venerada de todas las insignias: la mitad del Caracol Sagrado de Quetzalcóatl de la cual era depositario.
Amplificadas por la excelente acústica lograda gracias a la adecuada disposición de los edificios, las palabras de Tlacaélel resonaron enseguida en la enorme explanada. Su voz conservaba el mismo poderoso vigor que tuviera en sus años juveniles y su elocuente oratoria, caracterizada por constantes y bien moduladas inflexiones y por la introducción de imprevistas pausas que ocasionaban silencios tensos y expectantes, constituía, como de costumbre, una refinada obra maestra de la expresión oral.
En forma del todo fidedigna, cual si hubiese estado presente al momento de efectuarse el combate, Tlacaélel fue relatando a sus asombrados oyentes el desarrollo de la batalla librada por las tropas imperiales con el ejército tarasco, así como las funestas consecuencias que para las primeras se habían derivado de aquel encuentro: alrededor de treinta mil guerreros aztecas habían perecido y era incontable el número de heridos, el Emperador se debatía entre la vida y la muerte a consecuencias de una grave lesión y el ejército tenochca se había visto obligado, por vez primera en su historia, a emprender el camino de retorno sin cumplir la misión que le fuera encomendada.
Después de una última y prolongada pausa, Tlacaélel concluyó su alocución con categóricas afirmaciones y enigmáticas interrogantes:
Escuchad. Meditad. Existen acontecimientos que son tan sólo débiles vislumbres, pálidos reflejos de la realidad que yace oculta en lo más profundo de los corazones.
La derrota de un pueblo, la pérdida de su fortaleza y poderío, no sobreviene nunca como resultado de fracasos ocurridos en los campos de batalla, es siempre consecuencia de la quiebra interior de su voluntad. Sólo está vencido quien admite estarlo.
¡Pueblo de Tenoch. Os he narrado, os he referido el infortunado combate librado por nuestros guerreros con los ejércitos purépechas. Este encuentro aún no ha concluido. La lucha verdaderamente trascendental y decisiva tendrá lugar, ahora, en el corazón de todos los aztecas!
¿Quién logrará el triunfo en este combate?
¿Quién obtendrá la definitiva y auténtica victoria?
Tras de pronunciar las últimas frases con tan recio acento que hasta los gigantescos edificios que encuadraban la plaza parecieron vibrar y estremecerse, Tlacaélel se encaminó al interior del Templo Mayor, desapareciendo ante la vista de la multitud.
Muy lentamente, cual si despertase de una colectiva y paralizante pesadilla, el enorme gentío comenzó a dar síntomas de vida. Un intenso murmullo, resultado de miles de voces hablando al unísono, fue inundando el aire de crecientes sonidos. Al parecer, cada tenochca deseaba constatar con su más próximo acompañante si en verdad el Cihuacóatl Imperial había pronunciado las palabras que sus oídos escucharan, o éstas habían sido un simple producto de una pasajera alucinación personal.
Al ir cobrando conciencia de la realidad y gravedad de los acontecimientos relatados por Tlacaélel, se suscitaron en el seno de la multitud las más variadas emociones. Ira y estupor, pesar y confusión, alternaban fugazmente su dominio sobre el agitado espíritu popular, sin que ninguno de estos sentimientos perdurase el tiempo suficiente para expresarse mediante alguna clase de acción. En ciertos momentos, el rumor de voces con marcado tono de exaltada furia parecía crecer en forma incontenible, pero luego, se trocaba repentinamente en un zumbido apenas perceptible, que evidenciaba el más completo desconcierto. El corazón de la metrópoli azteca semejaba a un naciente huracán prisionero de sus propias fuerzas, cuyos vientos encontrados no alcanzaban a escoger la dirección adecuada para expander su contenida energía.
Observando sin ser visto desde el Templo Mayor a través de una angosta abertura, Tlacaélel mantenía fija la mirada en la Plaza, contemplando, con preocupada atención, la manifiesta incapacidad que dominaba a la multitud para lograr unificar y expresar sus sentimientos.
En uno de los extremos de la plaza, confundido entre las largas filas de sus compañeros de escuela, el pequeño Cuitláhuac, hijo del Emperador Axayácatl, se encontraba sufriendo la experiencia más amarga de su corta existencia. Al igual que todos los presentes, había acudido a la reunión con ánimo alegre y despreocupado, esperando escuchar de labios del Cihuacóatl Imperial la confirmación de la noticia ya anticipada por la Directora de su escuela, o sea el anuncio de una victoria más del invencible ejército azteca, pero en lugar de ello, el respetado anciano de imponente voz y majestuosa figura había enunciado una serie de incomprensibles y aciagos sucesos. Al escuchar que su propio padre —a quien consideraba el más poderoso guerrero que podía existir sobre la tierra— había caído abatido por los certeros golpes del general enemigo, y que tal vez en aquellos instantes no formaba ya parte del mundo de los vivos, el alma infantil de Cuitláhuac se vio sobrecogida por la tristeza y la desesperanza.
El caótico remolino de encontradas emociones en que se había transformado la plaza, incrementó aún más la asfixiante sensación de angustia que dominaba a Cuitláhuac. Al borde del llanto, los ojos del pequeño buscaron con ansiedad los rostros de sus maestras, intentando hallar en ellos una mirada de aliento y comprensión, pero sólo encontró en su derredor desolados semblantes femeninos bañados en lágrimas. Desesperado, abandonó su lugar al principio de la fila e intentó llegar al final de la misma, hasta el sitio donde se encontraba su hermano Moctezuma, quien constituía para él ejemplo insuperable de arrogante valentía. A unos pasos de su objetivo, Cuitláhuac se detuvo paralizado de asombro, al observar que al igual que los demás niños que le rodeaban, su hermano mayor lloraba abierta y desconsoladamente.
En el instante mismo en que Cuitláhuac presintió que le resultaría imposible contener por más tiempo el llanto que ya asomaba a sus ojos, una energía poderosa y desconocida pareció despertar súbitamente en lo más profundo de su ser. Con la faz transformada por la vigorosa resolución que le animaba, el niño de apenas seis años de edad levantó sus brazos en dirección al Templo Mayor, a la vez que repetía una y otra vez con firme acento:
¡ Me-xíhc-co - Me-xíhc-co - Me-xíhc-co! En medio de la confusa algarabía que reinaba en la plaza, la voz de Cuitláhuac no alcanzó a ser percibida por nadie durante un largo rato, pero luego, los más cercanos de sus compañeros comenzaron a unir sus voces a la suya, y muy pronto, todos los pequeños integrantes de la escuela fundada por Citlalmina eran un solo grito resonando entre la aturdida muchedumbre :
¡ Me-xíhc-co - Me-xíhc-co - Me-xíhc-co!
Las maestras que acompañaban a los niños, secando sus lágrimas, incorporaron sus emocionadas voces al creciente coro. Igual cosa hicieron las numerosas vendedoras del mercado de Tlatelolco, agrupadas en un lugar próximo a los escolares.
¡ Me-xíhc-co - Me-xíhc-co - Me-xíhc-co!
En pocos momentos, recias y varoniles voces secundaron el rítmico grito de niños y mujeres. Campesinos y pescadores, artesanos y comerciantes, sacerdotes y guerreros, parecieron presentir que el ancestral vocablo contenía en sí mismo la respuesta a la inesperada crisis a que se enfrentaban, y superando la turbación que les dominaba, se unieron con ánimo resuelto en una sola voluntad de inquebrantable fortaleza.
La plaza entera se cimbraba a resultas de la poderosa energía en ella desencadenada.
¡ Me-xíhc-co - Me-xíhc-co - Me-xíhc-co!
Desde su oculto observatorio, el Azteca entre los Aztecas atisbaba, gratamente complacido, la vigorosa reacción de su pueblo.
Aún resonaban en la plaza los últimos ecos de la palabra símbolo, cuando improvisados dirigentes surgidos del pueblo iniciaban ya, en forma del todo espontánea, la tarea de organizar un sistema defensivo de la ciudad que integrase a todos sus habitantes. Actuando como si no existiese un poderoso ejército que guarnecía a la capital del Imperio y ésta estuviese a punto de sufrir un ataque de fuerzas enemigas, los tenochcas dieron comienzo a una vasta labor tendiente a convertir su ciudad en un sólido bastión de cuya defensa todos fueran responsables.
Al iniciarse el nuevo día, una comisión de representantes populares acudió ante Tlacaélel para informarle de las diferentes medidas de índole militar que la población civil estaba adoptando. El Cihuacóatl Imperial manifestó su más completa aprobación a las diferentes acciones emprendidas por el pueblo y externó su preocupación en torno a las repercusiones que podrían sobrevenir en los territorios conquistados, una vez que en éstos se conociera la noticia del reciente descalabro tenochca.
Las opiniones vertidas por el Azteca entre los Aztecas en aquella reunión, pronto fueron ampliamente conocidas y comentadas por la población, que de inmediato se dispuso a resolver el problema señalado por Tlacaélel. Con asombrosa rapidez fueron organizándose grupos heterogéneos de voluntarios, decididos a marchar a todas las regiones que integraban los vastos dominios aztecas, con objeto de disipar —con su entusiasta presencia— cualquier suposición que pretendiese ver en el reciente descalabro tenochca el indicio de un próximo declinamiento del poderío Imperial.
El cansado mensajero azteca se detuvo a contemplar, desde lo alto del camino, el panorama que le era tan familiar pero del cual había estado ausente durante varios meses: un cielo brillante y transparente enmarcando el amplio Valle del Anáhuac, singular porción del mundo impregnada de un vago e indescifrable misterio. En el centro de la enorme laguna que abarcaba buena parte del valle, como surgida del fondo de las aguas a resultas de un milagroso conjuro, la capital azteca lucía en toda su indescriptible belleza y prodigiosa simetría.
El mensajero se disponía a iniciar el descenso hacia el interior del valle, cuando observó un numeroso grupo de viajeros que, marchando en dirección opuesta a la suya, se aproximaban al sitio donde se encontraba. Deseoso de obtener informes sobre los sucesos ocurridos en la ciudad durante su ausencia, entabló conversación con los integrantes de aquel grupo, entre los cuales había lo mismo sencillos campesinos de ambos sexos que un elegante conjunto de danzantes y sacerdotes de muy distintos rangos.
Los viajeros informaron al mensajero de la suerte corrida por las tropas tenochcas en tierras tarascas, narrándole, asimismo, los acontecimientos a que había dado lugar en la Gran Tenochtítlan el conocimiento de tan lamentable suceso; finalmente, concluyeron exponiéndole los motivos que guiaban sus pasos: se dirigían a diversas poblaciones para llevar a éstas un irrefutable testimonio de cual era el espíritu que animaba en aquellos momentos al pueblo azteca. Para ello, proyectaban celebrar por doquier lo mismo solemnes ceremonias religiosas que alegres festejos, todo con el evidente propósito de dejar sentado, en forma clara, que el contratiempo sufrido no había afectado en lo más mínimo al auténtico soporte sobre el cual se asentaba el poderío del Imperio, o sea la indomable voluntad del pueblo azteca.
A su vez, los viajeros interrogaron al mensajero sobre su misión y el lugar donde la había desempeñado.
El interrogado respondió que retornaba tras de un largo recorrido por uno de los más apartados rincones de la tierra —la lejana región habitada por los mayas— y relató algunas de las extrañas costumbres que privaban por aquellos remotos contornos; sin embargo, se abstuvo de revelar cualquier detalle sobre la comisión que le fuera confiada, y tras de despedirse de sus interlocutores, reemprendió su camino con la vista fija en la meta final de su prolongado viaje.
El mensaje del cual era portador el agotado caminante no era otro sino la respuesta a la solicitud de Tlacaélel de que le fuera entregada la parte faltante del Caracol Sagrado: él sacerdote maya poseedor de la otra mitad del venerado emblema se negaba a acceder a la petición del Cihuacóatl Azteca.
Contrariamente a lo que imaginaban, el camino de retorno desde Michhuacan hasta la Gran Tenochtítlan no representó, para los integrantes del abatido ejército azteca, un vergonzante y penoso trayecto. En cada una de las poblaciones de importancia comprendidas en su ruta les esperaban afectuosos recibimientos, organizados por los contingentes populares enviados para este fin desde la capital azteca. Su entrada en la metrópoli constituyó todo un memorable acontecimiento. El pueblo se volcó a las calles para tributar a las tropas una calurosa acogida, manifestando en todo momento su firme determinación de proseguir adelante la labor de unificar al mundo entero con base a sus propios lineamientos.
El mismo día de su llegada, el Emperador Axayácatl fue objeto de un minucioso examen por parte de los más destacados médicos del Imperio. El diagnóstico no dio la menor esperanza de curación para el monarca: el daño sufrido por su cerebro era irreversible y habría de acarrearle la muerte, aun cuando ésta tardaría, posiblemente, varios meses en producirse.