Como resultado de las graves heridas sufridas en su enfrentamiento con el general tarasco, el Emperador Axayácatl se encontraba privado del conocimiento, razón por la cual era Ahuízotl quien continuaba ejerciendo la máxima autoridad en el ejército tenochca. En cuanto hubo cesado la lucha, el primer acto del comandante azteca fue localizar a Tlecatzin y externarle un lacónico elogio por su acertada actuación, que había evitado el total aniquilamiento de las fuerzas imperiales. A continuación, sin inquirir en ningún momento por los motivos que habían inducido a Tlecatzin a privarse de la vista, Ahuízotl le expuso sus planes de combate para el día siguiente, en que muy probablemente se reanudaría el encuentro entre ambos contendientes.
A pesar de la derrota sufrida en la jornada recién concluida, Ahuízotl estimaba que existía cierta posibilidad de convertir el fracaso en victoria durante el desarrollo del próximo combate, pues éste se realizaría en condiciones distintas al anterior. La ingeniosa estratagema tarasca que condujera a los aztecas a dispersar sus tropas no podría volver a repetirse. La totalidad de las fuerzas que integraban a los dos ejércitos se encontraban ahora frente a frente, acampadas en medio de una extensa llanura. El nuevo encuentro constituiría, por tanto, una especie de cerrado duelo a base de rápidas y cambiantes maniobras. La mayor experiencia de las tropas tenochcas en esta clase de combates representaba una ventaja que muy bien podía resultar determinante. Con acento pausado y frases en extremo concisas, Ahuízotl concluyó de explicar a su antiguo maestro los lineamientos generales de la estrategia que intentaba poner en práctica. Tlecatzin consideró apropiado el proyecto de Ahuízotl y proporcionó a éste algunos útiles consejos, producto de los conocimientos adquiridos en su larga vida de guerrero.
Semialumbrados por la vacilante luz de humeantes hogueras —cuyos empapados leños parecían negarse a proporcionar luz y calor a las tropas invasoras— los oficiales tenochcas escucharon de labios de Ahuízotl el plan de batalla con que pretendía devolver a los tarascos el quebranto sufrido. Concluida la reunión, sus integrantes se dispersaron presurosos por todo el campamento. Instantes después la movilización de los batallones aztecas daba comienzo. No fue sino hasta que todo el ejército quedó situado en la posición que se estimaba más conveniente para el comienzo de la nueva batalla, cuando se autorizó proporcionar un breve descanso a las tropas.
Una enorme algarabía y un desbordante júbilo imperaban en el improvisado campamento tarasco. Aunada a la comprensible alegría por la victoria obtenida, predominaba en soldados y oficiales la certeza de que al día siguiente lograrían completar su triunfo con el aniquilamiento de las fuerzas enemigas. En estas condiciones, la opinión de Zamacoyáhuac —externada en la junta de oficiales convocada por el rey Tzitzipandácuare en cuanto hubo terminado el combate— constituyó para todos una inesperada y desagradable sorpresa.
Zamacoyáhuac estimaba que debían alejarse cuanto antes de aquel sitio y proceder a concentrarse en sus cercanas fortalezas. Estaba en contra de un encuentro a campo abierto con el ejército azteca sin haber elaborado previamente un adecuado plan estratégico, pues de lo contrario, afirmaba, la mayor experiencia de las tropas tenochcas en un combate de esta índole les permitiría improvisar más rápidamente sus acciones y realizar una batalla con grandes posibilidades de éxito.
La proposición de Zamacoyáhuac de adoptar una posición defensiva fue motivo de las más airadas protestas por parte de los generales tarascos, firmemente convencidos de que sólo bastaba un último esfuerzo para lograr el exterminio del ejército enemigo. Al insistir el comandante purépecha en sus puntos de vista, varios de sus subalternos se dejaron llevar por la cólera y, haciendo a un lado los argumentos, comenzaron a insultarle acusándolo de cobardía; uno de ellos, empuñando con fiereza un largo cuchillo de obsidiana, se lanzó en su contra con la evidente intención de asesinarle. Zamacoyáhuac esquivó con ágil movimiento la cuchillada y de un solo golpe dejó tendido e inconsciente a su atacante. Después de ello y dirigiéndose a Tzitzipandácuare —que hasta ese momento había optado por no intervenir, concretándose a escuchar las opiniones de sus militares— manifestó al monarca que consideraba inútil prolongar por más tiempo la discusión, razón por la cual, se retiraba a supervisar las medidas que se estaban tomando para atender a los heridos, en la inteligencia de que fuese cual fuere la resolución que el soberano adoptase, él la acataría sin la menor réplica.
El rey de Michhuacan era un gobernante a un tiempo valeroso y prudente. Al igual que sus generales, deseaba ardientemente llevar hasta su total conclusión la victoria de las armas tarascas; sin embargo, comprendía muy bien la veracidad de los argumentos de Zamacoyáhuac, máxime que en su mente estaba aún fijo el recuerdo de lo que contemplara aquella mañana al inicio de la batalla, cuando las tropas al mando de Tlecatzin, demostrando una increíble capacidad de maniobra, habían logrado escapar a un cerco que parecía imposible de romper. Así pues, con palabras cuya firmeza dejaba bien a las claras lo irrevocable de su determinación, Tzitzipandácuare manifestó ante el consejo de oficiales la decisión que había tomado y las razones de ésta: abandonarían esa misma noche el campo de batalla y se retirarían a sus fortalezas. Las tropas invasoras —afirmó el monarca— muy bien podían darse el lujo de intentar recuperar la iniciativa, arriesgando el todo por el todo en una segunda batalla, pues aun en el supuesto de que resultasen aniquiladas y el Emperador pereciese, en la capital azteca estaban en posibilidad de organizar nuevos ejércitos y de designar otro Emperador. Muy distinta era la situación a la que se enfrentaban los tarascos, cuya derrota en un combate que ya no era estrictamente necesario —pues el descalabro sufrido por las fuerzas enemigas las incapacitaba para llevar adelante la invasión proyectada— significaría la desaparición misma del Reino Tarasco como entidad independiente.
Una vez adoptada la resolución de asumir una posición defensiva, Tzitzipandácuare mandó llamar a Zamacoyáhuac y tras de reafirmarle su plena confianza, le encomendó la dirección de la retirada. Sin pérdida de tiempo, el comandante tarasco comenzó a impartir las órdenes necesarias para llevar a cabo el repliegue, disponiendo, asimismo, la forma en que las tropas debían quedar distribuidas entre los distintos baluartes, finalmente, dio instrucciones para que los numerosos contingentes de población civil que habían descendido de las fortalezas a colaborar en diferentes labores —transporte de víveres y armas, asistencia a los heridos, retiro de cadáveres, etc.— se dieran a la tarea de recoger del campo de batalla todo el equipo abandonado por los aztecas durante su precipitada retirada, pues en gran parte ese equipo consistía en los implementos que los tenochcas pensaban utilizar en su asedio de las fortificaciones purépechas.
Las órdenes de Zamacoyáhuac comenzaron a ser ejecutadas con gran celeridad y muy pronto contingentes cada vez más numerosos de tropas tarascas se encaminaban ordenadamente, en medio de la penumbra de la noche, en dirección a los baluartes cuya defensa les había sido encomendada.
La noticia referente a la frustrada agresión perpetrada en contra de Zamacoyáhuac por uno de sus propios oficiales, así como la diferencia de pareceres surgida entre aquel y sus subalternos, se difundió rápidamente entre los integrantes de la población purépecha presente en las proximidades del campo de batalla. De inmediato la población civil dio a conocer cuál era su unificada opinión al respecto: vítores incesantes y entusiastas en favor del general tarasco, proferidos por gente del pueblo, comenzaron a dejarse oír por doquier. Cuando ya cerca del amanecer y al frente del último grupo de tropas, Zamacoyáhuac hizo su arribo a la más importante de las fortificaciones, le aguardaba el espontáneo homenaje de la innumerable población ahí congregada, que de múltiples maneras deseaba testimoniar su gratitud al genial estratego que había sabido engañar y derrotar a un ejército tenido hasta entonces como invencible, preservando así la existencia del Reino Tarasco.
Zamacoyáhuac permaneció tan impasible ante el emocionado homenaje de su pueblo, como antes lo había estado frente a los insultos de sus oficiales.
La luz del nuevo día iluminó a un maltrecho ejército azteca alineado en formación de combate en medio de una solitaria llanura, sin ningún rival al frente con quien llevar a cabo la proyectada batalla. A lo lejos, en los elevados valles donde se asentaban los baluartes purépechas, las sólidas defensas enemigas lucían más inexpugnables que nunca.
En una breve reunión en la que participaron todos los oficiales tenochcas, Ahuízotl expuso con frío realismo la situación en la que se encontraban: tras de las cuantiosas bajas sufridas en la batalla del día anterior y desprovistas de sus implementos de asedio, las tropas aztecas no contaban con la menor probabilidad de éxito en caso de que se intentara tomar por asalto las fortificaciones enemigas; no quedaba, por tanto, sino aceptar el fracaso padecido en aquella campaña, e iniciar cuanto antes el camino de retorno.
Mientras las fuerzas imperiales levantaban el campo y con ánimo dolorido se preparaban para el largo viaje de regreso, un selecto número de mensajeros se encaminaba con veloz andar rumbo a la capital azteca. Atendiendo a las expresas instrucciones impartidas por Ahuízotl, los mensajeros no debían relatar a nadie lo acontecido en tierras tarascas, manteniendo en secreto la noticia de la derrota sufrida por el ejército azteca, hasta el momento en que se hallaran a solas frente a Tlacaélel.
Con objeto de lograr que su entrada a la capital azteca pasase lo más desapercibida posible, los mensajeros enviados por Ahuízotl aprovecharon la oscuridad nocturna para efectuar la última parte de su largo recorrido. Alumbrados por tenues antorchas colocadas en la proa de sus embarcaciones, remaron sin cesar durante toda la noche hasta arribar, con las primeras luces del amanecer, al corazón del Imperio.
Tlacaélel recibió con agrado la noticia de la llegada de mensajeros provenientes de la región purépecha, seguro como estaba de que éstos traerían la nueva del triunfo de las armas tenochcas y de la consiguiente incorporación del Reino Tarasco al dominio azteca. Sin tener que efectuar espera alguna, los mensajeros fueron introducidos ante la presencia del Cihuacóatl Imperial.
El rostro del Azteca entre los Aztecas permaneció imperturbable mientras escuchaba de labios de los recién llegados, con pormenorizada exactitud, el relato del inesperado descalabro padecido por las tropas aztecas en su enfrentamiento con los tarascos. Concluida su narración, los atribulados mensajeros recibieron una afable felicitación de Tlacaélel por el eficaz desempeño de su misión, así como la terminante indicación de que, hasta nueva orden, no debían aún informar a nadie más sobre lo acontecido en Michhuacan.
Después de ordenar que se suspendieran las audiencias de aquel día, Tlacaélel salió del Palacio Imperial y se encaminó solitario a lo más alto del Templo Mayor, ensimismándose largo rato en la contemplación del fascinante espectáculo que ofrecía de continuo la capital azteca, toda ella rebosante de una incesante actividad y de un notorio sentimiento de orgullosa confianza en su fortaleza y poderío.
Mientras observaba la bulliciosa ciudad que se extendía bajo sus plantas, el Portador del Emblema Sagrado recordó que en numerosas ocasiones, mientras se sucedían sin interrupción los triunfos de los ejércitos tenochcas, había deseado en su fuero interno que éstos padeciesen al menos una derrota, pues sabía que son siempre la adversidad y los contratiempos los que permiten fortalecer el alma de los pueblos, pero en contra de sus deseos, la larga serie de victorias aztecas había proseguido incontenible. Y era precisamente ahora; cuando el sueño tan largamente acariciado de lograr la unificación del género humano parecía estar al alcance de la mano, cuando ya todos los tenochcas se habían acostumbrado a considerarse así mismos como invencibles y cuando él, que fuera quien condujera a su pueblo en la labor de edificar un Imperio, era ya un anciano que vivía la última etapa de su existencia, el momento en que aquella derrota antaño deseada se producía en forma del todo sorpresiva e inesperada.
Tras de echar un último vistazo a la siempre cambiante ciudad, Tlacaélel trató de imaginar, sin conseguirlo, la posible reacción que sobrevendría entre sus habitantes al momento de enterarse de lo ocurrido, concluyendo para sus adentros, que sería precisamente la conducta que frente a este hecho adoptase el pueblo la que vendría a poner de manifiesto la verdadera fortaleza del Imperio, demostrando así si éste era sólo un gigante engreído y vanidoso, incapaz de hacer frente al infortunio y de alcanzar las elevadas metas para las que había sido creado, o si por el contrario, constituía ya un organismo lo suficientemente poderoso como para lograr convertir sus fracasos en valiosas experiencias, que viniesen a acrecentar sus fuerzas en lugar de disminuirlas.
Retornando al Palacio Imperial, Tlacaélel ordenó que se convocase de inmediato a los habitantes de la capital azteca a una gran reunión en la Plaza Mayor, pues deseaba informar a todo el pueblo respecto a un asunto de particular importancia.
Los enormes caracoles marinos existentes en los diversos templos de la ciudad comenzaron a inundar el espacio con su ronco y poderoso acento. Ante su insistente llamado, la gente interrumpía el desempeño de sus actividades cotidianas y acudía presurosa a inquirir la causa de tan inusitada algarabía. Los mensajeros enviados a todos los templos de la capital se concretaban a informar, a cuantos querían escucharles, que el Azteca entre los Aztecas había citado a su pueblo para comunicarle una trascendental noticia. Muy pronto, los canales y las calles de la Gran Tenochtítlan comenzaron a verse pictóricos de largas filas de canoas y de apretadas multitudes, que convergían desde los cuatro rumbos de la ciudad hacia la Gran Plaza Mayor, tradicional lugar de reunión del Pueblo del Sol.
Por el rumbo de Teopan —región oriente de la capital azteca— existía una prestigiada escuela para niños menores de diez años fundada mucho tiempo atrás por Citlalmina, a la que asistían Moctezuma y Cuitláhuac, hijos del Emperador Axayácatl, de nueve y seis años de edad respectivamente.