Además de la extrañeza que le producía la aparente carencia de audacia que revelaba la conducta de sus enemigos, Ahuízotl era presa desde hacía varios días de una pertinaz e insólita sensación, que le inducía a considerar que en alguna forma ya había vivido una contienda semejante a la que estaba por iniciarse. Súbitamente, mientras contemplaba las bien alineadas filas de guerreros aztecas listos a entrar en acción, comprendió cuál era la causa de tan singular sentimiento. Lo que en verdad había estado recordando durante todo aquel tiempo sin tener plena conciencia de ello, eran los relatos que gustaban hacer los ancianos sobre la lucha que en contra de los tecpanecas habían librado largo tiempo atrás los aztecas, en una época en la que él aún no había nacido. Y en realidad existía una marcada semejanza entre los dos conflictos, pues en ambos casos, no eran sólo dos agrupaciones de tropas antagónicas las que habrían de enfrentarse, sino, por una parte, un pueblo decidido a perecer antes que perder su libertad, y por la otra, un poderoso ejército adiestrado y dirigido profesionalmente.
A pesar de la similitud entre aquellas luchas —concluyó Ahuízotl para sus adentros— resultaba muy
diferente la conducta adoptada en ambos casos por los dirigentes aztecas y tarascos, pues mientras los primeros habían sabido utilizar la participación de toda la población en un combate donde se buscaba alcanzar la victoria, los segundos conducían a su pueblo al campo de batalla a tomar parte en una desesperada lucha defensiva, que podría retardar la derrota pero no impedirla.
Desde lo más profundo de su interior, afloró una duda en el pensamiento de Ahuízotl: ¿Y si a pesar de lo que todas las apariencias indicaban, los tarascos no pretendían tan sólo resistir hasta lo último, sino vencer al ejército invasor?
Ahuízotl observó con reconcentrada atención los baluartes enemigos, tanto los que se levantaban frente a él a escasa distancia, como los existentes en los valles ubicados a derecha e izquierda. A su mente acudió el relato, tantas veces escuchado, sobre las enormes nubes de polvo con que la población azteca no combatiente había logrado confundir a los tecpanecas durante el transcurso del encuentro decisivo entre ambos contendientes. Una fugaz pero profunda intuición sacudió su conciencia haciéndole captar el paralelismo existente entre las legendarias nubes de polvo y las fortificaciones que se alzaban ante su vista. Y entonces, una estruendosa carcajada, a un mismo tiempo hueca y sonora, brotó de sus labios estremeciendo el aire y paralizando de estupor a todos cuantos se encontraban próximos al guerrero.
Sorprendidos por la sonoridad de aquella risa extraña y singular, el Emperador y los militares que le acompañaban salieron presurosos del campamento, justo a tiempo para presenciar el inusitado espectáculo que ofrecía la personalidad tenida como la más austera e impasible del Imperio profiriendo, sin motivo aparente alguno, resonantes carcajadas.
Tal y como las iniciara, Ahuízotl concluyó bruscamente sus manifestaciones de hilaridad, recuperando de inmediato su tradicional e inescrutable apariencia; después, ante el creciente asombro de los presentes, solicitó al Emperador que abandonase el campo de batalla y le delegase cuanto antes el mando supremo del ejército.
Al comprender que los que lo escuchaban comenzaban a creer que había perdido repentinamente el juicio, Ahuízotl rompió una vara de arbusto y al mismo tiempo que dibujaba con ella sobre la tierra un plano de la región donde se encontraban, fue enunciando las más sorprendentes aseveraciones. Los baluartes purépechas —afirmó con sereno acento— eran tan sólo un engaño destinado a lograr que los aztecas dividiesen sus fuerzas. La enorme fortificación que tenían enfrente no debía estar defendida por soldados, sino a lo sumo ocupada por el puesto de mando y algunas tropas de reserva; las figuras que en ella se veían debían ser de ancianos, mujeres y niños. El ejército enemigo, dividido en dos partes, aguardaba tras los valles situados a derecha e izquierda, pero no lo hacía en posición de defensa, sino dispuesto al ataque. En esta forma, a pesar de que ambos adversarios poseían un número de tropas más o menos análogo, la disposición de las mismas favorecía marcadamente a los tarascos, pues estos contarían en cada una de las fases del combate con una considerable superioridad numérica que les permitiría proceder, en primer término a la destrucción de las alas del ejército azteca, y posteriormente, al aniquilamiento del cuerpo central de dicho ejército. La batalla, por tanto, estaba perdida para los tenochcas aún antes de haberse iniciado.
Ahuízotl dio término a su breve alocución afirmando que no debía sentarse el precedente de que un ejército dirigido por el Emperador en persona fuese objeto de una derrota, y que por ello, lo más conveniente era que Axayácatl no participase en la lucha, sino que le facultase para que fuese él quien la dirigiera, ya que en esta forma la responsabilidad del descalabro no sería atribuible a la figura del Emperador, sino a la de un simple guerrero. El peculiar atributo de Ahuízotl, que le llevaba a responsabilizarse de todo cuanto ocurría en su derredor, se ponía una vez más de manifiesto en aquellas dramáticas circunstancias.
Axayácatl permaneció unos instantes en silencio, analizando el crucial dilema al que se enfrentaba. Aun cuando comprendía muy bien la necesidad de mantener incólume el prestigio de invencibilidad que caracterizaba hasta entonces a la figura del Emperador, consideraba que abandonar en aquellas circunstancias el campo de batalla constituiría una denigrante cobardía. Apremiado por la urgencia de la situación, el monarca adoptó la determinación que consideró más conveniente: cedería el mando del ejército a Ahuízotl y una guardia de honor llevaría a lugar seguro las insignias imperiales, pero él, convertido tan sólo en un combatiente más, participaría en la lucha. Tras de afirmar lo anterior, hizo entrega del bastón de mando a su hermano y procedió a despojarse de los emblemas inherentes a su elevado rango.
Ahuízotl asumió de inmediato sus funciones de comandante en jefe. Primeramente procedió a integrar la pequeña escolta que tendría a su cargo la custodia de las divisas imperiales, ordenándole se alejase cuanto antes del campo de batalla. Acto seguido, el guerrero explicó a sus lugartenientes el plan que había ideado para tratar de impedir la destrucción del ejército bajo su mando. Se intentaría efectuar una retirada, para lo cual se requería que las dos alas del ejército tenochca, que en esos momentos se encontraban bastante alejadas de su cuerpo central, se incorporasen a éste lo antes posible. A pesar de que el plan de acción que tan vertiginosamente concibiera Ahuízotl era bastante riesgoso —pues dependía de lograr en plena retirada una perfecta coordinación de las tres secciones del ejército azteca—, los oficiales tenochcas estimaron que contaba con bastantes posibilidades de realización.
Desde el pequeño promontorio rocoso que le servía de atalaya, Tlecatzin observó la figura del mensajero que procedente del puesto de mando del Emperador se aproximaba con rápida y rítmica carrera. La tardanza en la recepción de la orden para dar comienzo al ataque tenía ya preocupado al hijo adoptivo de Citlalmina, pero ahora, al contemplar al mensajero que llegaba ante él portando las instrucciones imperiales en una enrollada hoja de papel de amate, Tlecatzin respiró aliviado, firmemente convencido de que aquellas instrucciones contenían tan sólo la indicación de proceder cuanto antes al asalto de los baluartes purépechas cuya ocupación le había sido asignada.
Los mensajeros del ejército azteca no eran simples transmisores de papeles conteniendo dibujos en clave sobre la forma de efectuar determinadas maniobras en el campo de batalla, en virtud de un riguroso y prolongado adiestramiento, estaban capacitados para completar dichos dibujos con adecuadas explicaciones orales. En esta ocasión, el mensajero tenochca era portador de las noticias y órdenes más graves e inusitadas de que se tenía memoria en toda la historia del ejército azteca.
Al escuchar la narración de lo ocurrido en el campamento del Emperador, y al enterarse de que le correspondería a él la poco honrosa distinción de ser el primer general azteca que daría una orden de retirada en una batalla, Tlecatzin sintió por unos instantes que el universo entero se desplomaba sobre su persona. Un sordo sentimiento de rebeldía surgió en el interior del forjador de Caballeros Tigres al conocer el plan trazado por Ahuízotl: ¿Por qué se le ordenaba a él y no a Zacuantzin iniciar la retirada? Las tropas de éste se encontraban mucho más próximas a las del sector central y les resultaría por ello relativamente fácil ejecutar la maniobra de incorporarse al mismo, en cambio las suyas se hallaban muy alejadas del resto del ejército y les sería muy difícil efectuar el movimiento de retorno que se esperaba de ellas.
Conteniendo a duras penas la cólera y el desconcierto que le dominaban, Tlecatzin dirigió una airada mirada en dirección al distante lugar donde se encontraba el puesto de mando del ejército tenochca. En virtud de la lejanía, el numeroso contingente de tropas que integraban el sector central semejaba tan sólo una pequeña alfombra multicolor, extendida al pie de las principales fortificaciones tarascas. Mientras contemplaba el sitio donde se encontraba el puesto de mando de las fuerzas imperiales, una radical transformación se fue operando en el ánimo de Tlecatzin. Como si en alguna forma su agitado espíritu hubiese logrado establecer contacto con el pensamiento de Ahuízotl, comprendió de pronto los motivos que habían guiado a éste al dictar sus órdenes. En aquellos trascendentales momentos, cuando estaba en juego la existencia misma del ejército azteca, su antiguo discípulo, el guerrero que con fortaleza de inamovible roca había asumido la responsabilidad de conducir una batalla perdida de antemano, depositaba en él su confianza para llevar a cabo la parte más difícil de la única maniobra salvadora que podía efectuarse en tan adversas circunstancias. No se trataba, por tanto, de una misión que entrañase deshonor alguno, sino de la más honrosa distinción que le fuere jamás conferida.
Dando media vuelta, Tlecatzin ordenó al mensajero que retornase de inmediato al cuartel central, e informase a Ahuízotl que podía tener la plena seguridad de que cuando el sol estuviese en lo más alto del cielo, el ala izquierda del ejército azteca habría terminado ya su retirada y se encontraría en el lugar señalado para efectuar la reunificación de las tropas.
Mientras el mensajero se alejaba con veloz carrera, Tlecatzin descendió de su atalaya y en breve reunión con sus oficiales transmitió a éstos, con voz firme y tranquila, las instrucciones concernientes a la forma como debía efectuarse la retirada: los batallones aztecas, alineados ya para el ataque en largas hileras, procederían de inmediato a cambiar tan vulnerable formación, estrechando al máximo sus filas hasta constituirse en una especie de compacto núcleo, capaz de abrirse paso a través de cualquier obstáculo.
La reacción de los oficiales tenochcas al enterarse de la inesperada acción que tendrían que desempeñar fue del todo semejante a la experimentada por Tlecatzin. En un primer momento parecieron quedar paralizados por el asombro, pero enseguida, la tranquila fortaleza que emanaba del general azteca pareció comunicarse a sus subalternos, transmitiéndoles su sentimiento de orgullosa distinción por la difícil tarea que les había sido encomendada. Sin pronunciar palabra alguna, pero revelando en sus rostros la firme resolución de llevar a cabo las órdenes recibidas, los militares se dispersaron, encaminándose presurosos a sus respectivos batallones.
En compañía de algunos ayudantes, Tlecatzin retornó al promontorio desde el cual podía observar a todas las tropas que integraban el ala izquierda del ejército azteca. Su mirada recorrió uno a uno los bellos estandartes de los diferentes batallones bajo su mando. Un sentimiento de satisfacción le invadió al observar las largas filas de recios guerreros prestos para el combate. En virtud de su larga experiencia en incontables campañas, existía entre él y aquellas tropas una plena identificación. Estos eran sus soldados, los que él había forjado y a los que había conducido de victoria en victoria, venciendo a toda clase de enemigos en las más diversas y lejanas regiones.
Mientras contemplaba aquel espectáculo que le era tan familiar, acudió a la memoria de Tlecatzin la repetida narración que le hiciera su madre adoptiva sobre los dramáticos sucesos acaecidos el día de su nacimiento: la muerte de su padre —capitán de arqueros del ejército tenochca— que pereciera al iniciarse la batalla decisiva contra los tecpanecas; y el fallecimiento de su madre, ocurrido a resultas del parto al finalizar el día, cuando comenzaba ya la desbandada de las tropas de Maxtla. Asimismo, recordó también las palabras que, según le refiriera la propia Citlalmina, había pronunciado ésta mientras mostraba al recién nacido el campo de batalla donde triunfaban las tropas aztecas:
Llegarás a ser un guerrero ejemplar y tus ojos no verán nunca la derrota de los tenochcas.
Al meditar sobre aquellas palabras, Tlecatzin comprendió con tristeza que la profecía enunciada por
Citlalmina estaba a punto de ser refutada por los hechos: dentro de unos instantes se iniciaría la retirada de las tropas aztecas y habrían de ser sus ojos los primeros en contemplar tan poco grato acontecimiento. Una repentina determinación cruzó entonces por la mente de Tlecatzin. Apretando con firmeza su afilado puñal de hueso, el guerrero lo introdujo sin vacilación alguna en ambas pupilas, haciendo brotar al instante dos gruesos chorros de sangre de las cuencas de sus ojos.
Los ayudantes de Tlecatzin que le acompañaban profirieron ahogadas exclamaciones de asombro y pretendieron sujetar los brazos de su general, pero éste les increpó con recia voz, ordenándoles que continuasen en su sitio, mientras él permanecía inmutable, en actitud firme y erguida, con el rostro sin ojos vuelto en dirección al lugar donde se encontraban sus guerreros, los cuales iniciaban ya la maniobra de reagrupamiento que debía preceder a la retirada.
Y fue en aquellos momentos cuando las tropas purépechas hicieron su aparición. Ocultos tras de sus baluartes, los tarascos habían aguardado impacientes el ataque de los aztecas, estimando que su propio contraataque resultaría mucho más efectivo si se producía simultáneamente al asalto enemigo, pero al no ocurrir éste y al percatarse de que los tenochcas comenzaban a cerrar sus filas para adoptar una formación defensiva, decidieron no esperar más y se lanzaron al encuentro de sus contrarios.