Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (14 page)

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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

BOOK: Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas
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Mientras las tropas mercenarias iban abandonando el campo de batalla —en medio de una gran desorganización y acosadas continuamente por sus contrarios— los guerreros aliados se agruparon con gran celeridad en dos nutridos contingentes. Los tenochcas, bajo la dirección de Moctezuma y de Itzcóatl, se dirigieron en línea recta a la ciudad de Azcapotzalco, en donde se unieron a las reducidas fuerzas de Tlacaélel y en rápido asalto se apoderaron del cuartel central enemigo. Los texcocanos, a cuyo frente continuaba el príncipe poeta con su armadura hecha girones, iniciaron un incontenible avance en dirección al lugar en donde se encontraban Maxtla y su guardia

personal. Al ver avanzar a su temido rival arrollando a todo aquel que se atrevía a interponerse en su camino, el tirano optó por emprender una veloz huida, actitud que muy pronto fue secundada por los restos de su derrotado ejército.

Las sombras de la noche, al descender sobre el campo de batalla, dieron fin al combate impidiendo la persecución de los vencidos y facilitando a éstos su fuga.

Desde el cercano bosque próximo al campo de batalla, Citlalmina contemplaba la desordenada retirada de las tropas tecpanecas y el triunfal avance de los tenochcas rumbo a la capital enemiga. El difícil parto que atendiera sin la ayuda de nadie había concluido y una robusta criatura comenzaba a llorar entre sus brazos, sin embargo, y a pesar de todos sus esfuerzos por impedirlo, la madre se desangraba y era evidente que estaba a punto de perecer.

—¿Qué fue? —inquirió la infeliz mujer con débil voz cargada de ternura.

—Es un niño —respondió Citlalmina.

—Quiero que vea cómo triunfan nuestras tropas —afirmó la madre mientras sentía que la vida se le escapaba rápidamente.

Citlalmina se puso de pie y dirigió el sollozante rostro del pequeño hacia el campo de batalla, semicubierto ya por las tinieblas de la noche, después, con recia voz que resonó con acentos proféticos, habló así al recién nacido:

Llegarás a ser un guerrero ejemplar y tus ojos no verán nunca la derrota de los tenochcas.

Contemplando a su hijo con plácida expresión de maternal alegría, la madre expiró víctima de incontenible hemorragia. Citlalmina ocultó el cadáver lo mejor que pudo entre el denso follaje y emprendió enseguida el camino de retorno a Tenochtítlan, en unión de su pequeña carga.

Mientras cruzaba el solitario y silencioso bosque a través de estrechas veredas que le eran familiares desde su infancia, Citlalmina iba meditando sobre los importantes cambios que para el mundo náhuatl habrían de derivarse de la victoria obtenida por su pueblo en aquella decisiva jornada. En el vigoroso llanto del recién nacido, cuyos padres habían muerto el mismo día en diferentes clases de combate —contra el enemigo y en la lucha por traer un nuevo ser al mundo—, la joven tenochca veía simbolizados los primeros balbuceos del poderoso espíritu encarnado en el pueblo azteca, espíritu que ahora, en virtud del triunfo logrado en el campo de batalla, podría al fin comenzar a manifestarse plenamente.

Capítulo XII
CIMENTANDO UN IMPERIO

El ejército de Maxtla constituía la base sobre la cual se sustentaba el poderío tecpaneca; al ser derrotado, el predominio de Azcapotzalco llegó a su fin.

Acompañado de las escasas fuerzas que aún le continuaban siendo leales en la desgracia, el antaño poderoso monarca tecpaneca se refugió en la ciudad de Coyohuácan e intentó entablar pláticas de paz con sus vencedores; pero éstos no estaban dispuestos a perder en negociaciones lo ganado en el campo de batalla. Después de ocupar Azcapotzalco la misma noche del encuentro, tenochcas y texcocanos dirigieron sus combinados ejércitos a Coyohuácan, posesionándose de la ciudad mediante un rápido y bien coordinado asalto.

Sabedor de la suerte que le aguardaba, Maxtla trató inútilmente de evadir su destino escondiéndose en un abandonado baño de temazcal, pero fue descubierto y perdió la vida al pretender oponerse a sus captores.

La súbita desaparición de la hegemonía tecpaneca, que era el lazo por el que se mantenía integrada dentro de una misma organización política a una gran parte de los pueblos de Anáhuac, motivó de inmediato múltiples reacciones entre las poblaciones sojuzgadas. Primero una oleada de júbilo sacudió a todos los pueblos vasallos al enterarse de lo ocurrido, pero enseguida se produjeron en diversos lugares expresiones de un mismo y generalizado deseo: constituir una gran variedad de pequeños Reinos dotados de plena autonomía. La tarea de fijar los límites que habrían de abarcar cada una de estas entidades comenzó a causar graves discrepancias entre las distintas poblaciones, muchas de las cuales se aprestaban ya a dirimir sus divergencias mediante el uso de la fuerza. Al parecer, estaba por iniciarse un nuevo periodo de generalizadas contiendas dentro del mundo náhuatl, con la consiguiente anarquía devastadora que estas luchas habían traído consigo en el pasado.

La llegada de embajadores de la capital azteca a todos los pueblos que habían sido tributarios de los tecpanecas produjo un nuevo giro en los acontecimientos. Los embajadores eran portadores de un doble mensaje. Itzcóatl, Rey de los Tenochcas, hacía saber a los habitantes de estas poblaciones que como consecuencia de la victoria obtenida sobre el Reino de Azcapotzalco, Tenochtítlan se consideraba la natural heredera de todos los dominios que antaño poseyeran los tecpanecas. Por su parte, el Portador del Emblema Sagrado respaldaba con la autoridad moral de su alta investidura las pretensiones del monarca azteca.

Los mensajes de Tlacaélel y de Itzcóatl suscitaron reacciones diferentes entre los pueblos a los que iban dirigidos. Algunos de ellos consideraron que lo más conveniente era aceptar desde un principio la existencia de un nuevo centro hegemónico de poder y optaron por acatar la autoridad tenochca, otros, por el contrario, se negaron rotundamente a reconocer la substitución de autoridad que intentaban llevar a cabo los aztecas y se prepararon para la lucha; pero ambos extremos constituían en realidad una minoría, ya que la mayor parte de las poblaciones optaron por no dar respuesta a los mensajes recibidos, manteniéndose atentas al desarrollo de los futuros sucesos con el evidente propósito de normar su conducta conforme a éstos.

Actuando con la celeridad del relámpago, las tropas aztecas bajo el mando de Moctezuma atacaron una tras otra las poblaciones rebeldes, derrotando en todos los casos los desorganizados intentos de resistencia en su contra. Atemorizados por el empuje aparentemente irresistible del ejército tenochca, todos los exvasallos de Azcapotzalco, que hasta esos momentos habían mantenido una actitud vacilante ante las pretensiones aztecas, optaron por acatar de inmediato la supremacía de Tenochtítlan.

Una vez logrado el reconocimiento de la autoridad del Reino Azteca en los antiguos dominios tecpanecas, Tlacaélel juzgó llegado el momento de iniciar algunas de las importantes reformas que tenía proyectadas.

La guerra contra Azcapotzalco, así como los combates librados posteriormente con distintos pueblos, habían constituido una valiosa experiencia militar para los tenochcas partícipes en dichos encuentros. Con base en ello y en el hecho de que los nuevos tributos pagados por los pueblos recién conquistados eran ya de regular cuantía, Tlacaélel juzgó factible lograr en poco tiempo que una buena parte de la población masculina del pueblo azteca, abandonando sus anteriores trabajos, se consagrase exclusivamente a prepararse para el combate, con objeto de constituir un ejército profesional y permanente, que sustituyese el sistema de organización militar seguido hasta entonces por los tenochcas, según el cual, todos los hombres que estaban en posibilidad de empuñar las armas debían hacerlo al sobrevenir un conflicto, pero durante las épocas de paz podían dedicarse al desempeño de actividades que nada tenían que ver con la guerra. Así pues, aquellos jóvenes aztecas que se hallaban convencidos de poseer una decidida vocación guerrera, ingresaron al ejército que bajo la dirección de Moctezuma comenzaba rápidamente a integrarse.

Deseoso de comenzar a definir la índole de sus atribuciones dentro del gobierno, Tlacaélel reinstituyó la existencia de un antiguo cargó creado desde la época de los primeros toltecas: el de “Cihuacóatl”.
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También dejó establecido que la autoridad del soberano azteca no tendría nunca un carácter absoluto, sino que debería tomar en cuenta la opinión de los miembros de un “Consejo Consultivo” integrado por cuatro personas. Este organismo —del cual Tlacaélel sería el miembro más prominente— estaba facultado para privar al monarca de toda autoridad cuando éste adoptase una conducta contraria a los intereses del Reino.

Acontecimientos imprevistos interrumpieron, transitoriamente, la labor reformadora de Tlacaélel. Dentro de los confines del Valle del Anáhuac existía un señorío, el de Xochimilco, que a pesar de su proximidad con la capital del Reino Tecpaneca no había sido nunca sojuzgado por Azcapotzalco, pues su riqueza y el valor de sus habitantes había despertado el respeto de sus poderosos vecinos, quienes se habían contentado con tenerlo de aliado en varias de sus empresas guerreras.

Recelosos los xochimilcas de la fuerza creciente que iba adquiriendo Tenochtítlan, decidieron constituir una alianza en su contra. Los señoríos de Chalco, Cuitláhuac y Mizquic —situados ya fuera de los contornos del valle— se sumaron a la empresa de intentar poner un dique al avance azteca.

La guerra contra los xochimilcas y sus aliados fue una contienda larga y difícil, sin embargo, la superior dirección militar de Moctezuma y la cada vez mayor capacidad combativa de las tropas aztecas —resultado de su incesante adiestramiento— fueron poco a poco minando la moral de sus adversarios. Tras de ser derrotados en varios importantes y sangrientos encuentros, los coaligados perdieron toda esperanza de lograr la destrucción de Tenochtítlan, y desbaratando el mando unificado que habían creado para la dirección de sus tropas, optaron por una guerra estrictamente defensiva, en la que cada uno de los antiguos aliados actuaba por su propia cuenta, mientras intentaban entablar negociaciones que les permitieran abandonar cuanto antes la funesta aventura en que se habían embarcado.

La falta de coordinación en las acciones enemigas facilitó de inmediato la labor del ejército tenochca. Rechazando sistemáticamente cualquier posibilidad de un arreglo negociado, los aztecas sitiaron y tomaron por asalto las capitales de los cuatro señoríos que habían pretendido contener su expansión.

La conquista de Xochimilco constituyó un triunfo que trajo consigo consecuencias particularmente favorables. Tanto por la fertilidad de su suelo como por la laboriosidad de sus habitantes, dicha región era considerada desde tiempo atrás como la productora de verduras más importante en todo el valle, su incorporación a los dominios de Tenochtítlan dotaba a ésta de una gran autosuficiencia en materia de alimentos. Con miras a facilitar el transporte de mercancías entre ambas regiones, los aztecas dispusieron la construcción de una amplia calzada que comunicaba a Xochimilco con la capital azteca.

En cuanto Tlacaélel juzgó suficientemente consolidado el dominio tenochca sobre los territorios recién adquiridos, volvió de nueva cuenta a concentrar su atención en las reformas que se había propuesto llevar a cabo. En esta ocasión, el Portador del Emblema Sagrado consideró llegado el momento de poner las bases sobre las cuales habría de cimentarse la organización política del futuro Imperio.

Según se desprendía de la lectura de los códices y de los informes transmitidos por la tradición, los sistemas de organización política adoptados hasta entonces podían reducirse a tres.

El primero, y más elemental, era el de señorío o pequeño Reino, y consistía en una entidad integrada por una población poco numerosa y de características homogéneas, en lo referente a idioma, religión y costumbres, asentada en un territorio de no muy extensas dimensiones.

El sistema de pequeños Reinos era el régimen de gobierno más antiguo de que se tenía memoria. Las comunidades tendían de modo natural a retornar a esta forma de organización en cuanto desaparecía el lazo unificador creado por un fuerte poder central que controlase extensas regiones. Si bien en los momentos en que Tlacaélel intentaba iniciar sus reformas este régimen político era el predominante, perduraba en la memoria de los pueblos de Anáhuac y de todas las regiones circunvecinas el recuerdo de los poderosos Imperios Toltecas.

La organización imperial representaba la antítesis misma del régimen anterior, su característica fundamental la constituía la existencia de una fuerte autoridad central, cuya hegemonía abarcaba enormes territorios habitados por pueblos de muy diversas peculiaridades, que conjuntaban sus esfuerzos y energías en forma coordinada para la realización de metas comunes.

La arraigada certidumbre —prevaleciente en todos los moradores de las diferentes poblaciones— de que había sido durante los Imperios Toltecas cuando los seres humanos habían alcanzado su más plena realización, tanto en lo individual como en lo colectivo, originaba una permanente añoranza de esas épocas felices y un común anhelo, hasta entonces frustrado, de retornar a un sistema de gobierno semejante al que había contribuido a la consecución de tan elevados logros. En su calidad de Portador del Emblema Sagrado de Quetzalcóatl —y por lo tanto de heredero directo de la autoridad de los Emperadores Toltecas— Tlacaélel era el lógico representante de todas las tendencias que propugnaban por el restablecimiento de la Autoridad Imperial; sin embargo, el Azteca entre los Aztecas no deseaba que el nuevo Imperio que proyectaba fuese tan sólo una simple copia de los anteriores, sino que intentaba aprovechar las experiencias del pasado para constituir un Imperio de cimientos aún más sólidos y duraderos.

Al analizar las diferentes formas de gobierno existentes en la antigüedad, Tlacaélel prestó particular atención al sistema de “Confederación de Reinos”, desarrollado por los pueblos de la lejana área maya; en dicho sistema, los Reinos, aun cuando conservaban plena independencia para efectos internos, se mantenían voluntariamente vinculados entre sí colaborando estrechamente en la resolución de una gran variedad de problemas, que iban desde el intercambio de conocimientos en asuntos relacionados con la observación celeste, hasta la edificación de templos y centros ceremoniales comunes.

La evidente efectividad del sistema de “Confederación de Reinos” —puesta de manifiesto por la larga supervivencia de esta forma de gobierno y por las altas realizaciones alcanzadas por los pueblos mayas— motivó que Tlacaélel optase por intentar la creación de una nueva fórmula de organización política que conjugase las ventajas de este sistema con las derivadas de la existencia de un poderoso Imperio, esto es, decidió que antes de que Tenochtítlan se convirtiese en el centro de la Autoridad Imperial, debía primeramente aliarse con otros Reinos para constituir una Confederación.

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