Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (12 page)

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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

BOOK: Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas
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Mientras el Flechador del Cielo continuaba su solitaria marcha, su bien adiestrado oído percibió con toda claridad lo que ocurría a sus espaldas, escuchó el ruido producido por las cuerdas de los arcos tecpanecas al ser tendidos al máximo, enseguida oyó el característico vibrar que se produce en las cuerdas en el momento de lanzar las flechas, así como el agudo silbar de innumerables proyectiles que cruzaban velozmente el aire en dirección a su persona.

Sin acelerar el paso, Moctezuma rogó a los dioses que la compacta armadura laboriosamente tejida para él por la bella Citlalmina resultase eficaz. El impacto de numerosos proyectiles —golpeando e incrustándose en las más diversas regiones de su armadura— le hizo tambalearse y estuvo a punto de derribarle, sintió un ligero escozor en varias partes del cuerpo y supuso que aun cuando varias flechas habían traspasado la armadura, sólo habían llegado a arañar superficialmente la piel pero no a herirle de gravedad.

Con incontables flechas clavadas en su armadura, semejando una especie de extraño y gigantesco erizo, Moctezuma concluyó su recorrido y llegó ante los paralizados flechadores aliados. Aquéllos de entre éstos que pudieron observar de cerca su rostro, se sorprendieron ante la expresión de serena tranquilidad contenida en las facciones del guerrero; nada en él, salvo las flechas que, cual singular adorno, sobresalían de su armadura, denotaba que acababa de burlar a la muerte mediante espectacular hazaña.

Al mismo tiempo que sobre tenochcas y texcocanos se abatía una nueva andanada de flechas enemigas, llegó hasta ellos la enérgica voz de Moctezuma dando órdenes para la continuación del combate; bajo su influjo, los desmoralizados guerreros se sintieron infundidos de un nuevo vigor, recuperando rápidamente la confianza perdida. Muy pronto la coordinación de los arqueros aliados quedó restablecida, sus proyectiles partían con tanto ímpetu y con tan buena puntería como los que arrojaban los tecpanecas.

El reñido duelo entre los arqueros prosiguió largamente, ocasionando fuertes bajas en ambas partes. El equilibrio logrado en la lucha no permitía predecir ninguna otra posibilidad que no fuera el completo exterminio de los respectivos contingentes de arqueros; en vista de lo cual, Maxtla ordenó que entrase en acción el grupo central y más numeroso de su ejército.

Acatando de inmediato las órdenes recibidas, las diezmadas filas de flecheros tecpanecas se retiraron en buen orden del campo de batalla, pasando a incorporarse a las fuerzas de reserva. Por su parte, el grueso del ejército de Maxtla inició un avance en masa con la evidente intención de envolver a sus contrarios.

La actitud de las tropas aliadas parecía propiciar en forma inexplicable los propósitos tecpanecas, pues alejándose de la cercana zona boscosa y adentrándose cada vez más en la dilatada llanura, tenochcas y texcocanos marchaban en línea recta al encuentro de sus enemigos.

Los veloces espías de Maxtla, que a riesgo de ser capturados observaban desde las cercanías de las tropas aliadas los movimientos ejecutados por éstas, se sorprendieron cuando se dieron cuenta de que marchando en pos de los guerreros, el pueblo azteca se adentraba también en la llanura, lo que obviamente lo exponía a quedar cercado y sin ninguna posibilidad de escapatoria en cuanto los tecpanecas concluyesen su amplia maniobra envolvente.

Al continuar su avance, los batallones aliados —encabezados por Itzcóatl y Nezahualcóyotl— llegaron al lugar donde acababa de desarrollarse el feroz encuentro entre los arqueros. Sin interrumpir su marcha, las tropas vitorearon en forma entusiasta a los maltrechos flechadores, testimoniándoles así su admiración por el esfuerzo y valor desplegados en su recién terminado enfrentamiento con los diestros arqueros tecpanecas.

Mientras Moctezuma reorganizaba a los arqueros que aún se encontraban en situación de continuar combatiendo, la población civil se encargaba, con gran celeridad y presteza, de recoger a los heridos y a los muertos y de sustituir los arcos y flechas de los guerreros por lanzas y escudos. Una vez concluidas sus labores de asistencia a los guerreros, los civiles iniciaron una maniobra al parecer absurda: con largas escobas de recias varas comenzaron a barrer el suelo, levantando con ello enormes polvaredas.

Instantes después se inició una doble marcha en direcciones opuestas. La mayor parte de las reorganizadas tropas de arqueros aliados, portando sus nuevos pertrechos y bajo la dirección de Moctezuma, se dirigieron al frente en seguimiento del resto del ejército.

La población civil, en unión de setecientos guerreros al mando de Tlacaélel, comenzó a alejarse del campo de batalla a la mayor velocidad posible, encaminándose a la región boscosa situada en las proximidades de la llanura donde tenía lugar el encuentro. Las densas nubes de polvo que los tenochcas continuaban levantando con sus enormes escobas, impidieron a los espías tecpanecas percatarse del hecho de que confundidos entre la población civil que abandonaba el campo de batalla iban también algunos guerreros.

Aún no se disipaban las nubes de polvo levantadas por el pueblo azteca en su precipitada retirada, cuando el ejército tecpaneca terminó de cerrar el enorme círculo en cuyo interior —formando una especie de compacto núcleo— quedaron apresadas las fuerzas aliadas. La distancia que mediaba entre ambos contendientes era ya tan escasa que unos a otros podían distinguirse los rostros sin mayor dificultad. Tenochcas y texcocanos habían estrechado al máximo sus filas, adoptando una cerrada posición defensiva. El ejército de Maxtla detuvo momentáneamente su marcha, para luego, con ímpetu similar al de un huracán devastador, lanzarse con desatada furia sobre sus oponentes.

El choque fue terrible. Incontables guerreros fueron puestos fuera de combate desde el primer momento. Muertos y heridos quedaban tendidos en el lugar donde se desplomaban y eran pisoteados sin misericordia por el resto de los combatientes, atentos tan sólo a inferirse el mayor daño posible unos a otros, poniendo en ello una frenética ferocidad que producía estragos en ambos bandos.

El campo de batalla se transformó al instante en un gigantesco remolino cuyo centro atraía y devoraba a los guerreros con increíble velocidad. Ninguno de los participantes en la lucha recordaba haber presenciado un encuentro tan implacable y despiadado. El combate se prolongaba sin que se produjese una sola captura de prisioneros. Era obvio que se luchaba buscando no la rendición, sino el exterminio del adversario.

Combatiendo siempre en los lugares de mayor peligro y animando de continuo a sus tropas con su esforzado ejemplo, Itzcóatl y Nezahualcóyotl eran la encarnación misma del arrojo y la valentía. En varias ocasiones estuvieron a punto de sucumbir ante el número arrollador de sus contrarios, quedando, incluso, más de una vez cercados por enemigos que les atacaban por doquier, pero en todos los casos, la reacción desesperada de sus leales más próximos había venido a rescatarlos de una muerte que, momentos antes, parecía inevitable.

La inconfundible figura de Moctezuma, con su armadura erizada de saetas, parecía multiplicarse y estar en todas partes infundiendo determinación y confianza con su sola presencia. Dando órdenes e indicaciones siempre oportunas y combatiendo sin cesar con insuperable destreza, el Flechador del Cielo era a un mismo tiempo el cerebro y el alma del ejército aliado.

Un guerrero tecpaneca llamado Mázatl, famoso por su invencible fortaleza y descomunal corpulencia, logró llegar hasta el sitio donde el Flechador del Cielo sembraba el suelo de oponentes. El duelo de los dos colosos se entabló al instante. Ante la inmensa mole del tecpaneca, la recia y compacta figura de Moctezuma semejaba un jaguar luchando contra una enorme y movediza roca. Un golpe demoledor del enorme macuahuitl que cual ligero carrizo empuñaba Mázatl hizo volar en pedazos el escudo de Moctezuma. Haciendo gala de su gran agilidad y de su experimentada pericia en los combates cuerpo a cuerpo, el Flechador del Cielo fue cansando lentamente a su peligroso contrincante a base de incesantes ataques y de rápidas retiradas, logrando evadir siempre, en ocasiones por un mínimo margen, los fuertes golpes de su adversario. Tras de un último y desesperado intento por acabar con su inasible rival de un solo y mortífero golpe, el gigantesco tecpaneca rodó por tierra, sangrando de incontables heridas.

El tiempo transcurría y la batalla continuaba con gran intensidad. Los ejércitos aliados, cercados por todos lados, se mantenían tenazmente aferrados al terreno, rechazando asalto tras asalto de sus enemigos. Tal parecía que aquel reñido encuentro podría prolongarse indefinidamente sin que ninguno de los contendientes lograse la victoria; sin embargo, al comenzar a declinar la tarde, la superioridad numérica de las huestes de Maxtla empezó a rendir sus frutos. Mientras los huecos dejados en las filas tecpanecas a causa de los guerreros muertos, heridos, o simplemente extenuados por la incesante lucha, eran de inmediato llenados por nuevas y descansadas tropas, los aliados se veían obligados, para evitar la ruptura de sus posiciones, a estrechar continuamente sus líneas, única medida de que disponían para llenar el vacío dejado en ellas por el siempre creciente número de bajas. Por otra parte, no sólo el espacio de que disponían las tropas aliadas era cada vez menor, sino que conforme avanzaba el tiempo, una gran parte de sus componentes comenzaban a dar señales de un completo agotamiento, debido al tremendo esfuerzo que habían venido realizando a lo largo de toda la jornada.

Los generales tecpanecas que con atenta mirada contemplaban el desarrollo del encuentro, se percataron del cansancio que comenzaba a hacer presa del ejército aliado y solicitaron a Maxtla que ordenase la intervención de las fuerzas de reserva aún disponibles, con objeto de acelerar la destrucción del enemigo y garantizar plenamente el triunfo tecpaneca.

El Rey de Azcapotzalco, desconfiado y receloso por naturaleza, no se decidía a lanzar sus últimas tropas al combate. Las nubes de polvo levantadas por la población tenochca al abandonar el campo de batalla, le hacían temer la posibilidad de una maniobra tendiente a ocultar la retirada de tropas que muy bien podían retornar en cualquier momento. Sus generales opinaban lo contrario, para ellos aquella extraña conducta sólo perseguía el propósito de causar desconcierto y de obligarles a mantener paralizadas buena parte de sus fuerzas a la espera de unas tropas inexistentes, pero aún en el supuesto, concluían, de que los aliados mantuviesen escondidas algunas fuerzas de reserva, el número de éstas debía ser en extremo reducido —a juzgar por la totalidad de los combatientes aliados enzarzados en la lucha— de manera que su posible intervención en la última fase de la batalla no podría cambiar el ya predecible resultado final de la misma.

Con objeto de vencer la oposición de Maxtla al empleo de sus reservas, los generales le hicieron notar que no estaba ya lejana la llegada de la noche: si el ejército aliado no era aniquilado antes de que concluyese el día, se corría el riesgo de que bajo el amparo de las tinieblas aztecas y texcocanos lograsen romper el cerco tecpaneca y refugiarse en Tenochtítlan, prolongando con ello un conflicto que muy bien podía quedar plenamente resuelto en aquellos momentos. A regañadientes, el tirano ordenó la entrada en acción de sus últimas tropas de reserva.

La llegada al campo de batalla de importantes contingentes de refresco se dejó sentir de inmediato en el desarrollo del combate. El ejército tecpaneca percibió con toda claridad que tenía la victoria al alcance de la mano, e infundido de nuevos y renovados bríos incrementó su ataque. Las tropas aliadas, sobrepasado el límite de sus fuerzas, comenzaron a resultar impotentes para resistir la incesante avalancha que pesaba sobre ellas. De poco servía ya que Itzcóatl, Nezahualcóyotl y Moctezuma, continuasen dando ejemplo de una sobrehumana resistencia, hilvanando una tras otra increíbles proezas de valor y conservando la vida en forma del todo inexplicable, sus guerreros iban siendo implacablemente vencidos, no por carencia de arrojo, sino por sobra de agotamiento. La total destrucción del ejército aliado era ya sólo cuestión de tiempo.

En el cercano claro del bosque en donde se encontraba el pueblo azteca —en unión de Tlacaélel y de setecientos guerreros— prevalecía una enorme tensión y una angustiosa incertidumbre. En virtud de la disposición de los ejércitos combatientes —los aliados en el centro y los tecpanecas acosándolos por todos lados— resultaba imposible para los observadores ubicados en el bosque poder percatarse del desenvolvimiento de la lucha, ya que lo único que alcanzaban a contemplar eran los incesantes movimientos que tenían lugar en la retaguardia de las tropas tecpanecas.

El nerviosismo motivado por el desconocimiento de lo que ocurría en el campo de batalla era de tal grado, que de no ser por la presencia de Tlacaélel, tanto el pueblo como el pequeño contingente de soldados habrían abandonado gustosos su escondite en el bosque para lanzarse hacia el lugar donde tenía lugar el encuentro. En medio de aquel ambiente de mal reprimida zozobra, la imperturbable presencia de ánimo de que hacía gala el Portador del Emblema Sagrado constituía la base inconmovible a la que se asían las esperanzas de liberación de todo el pueblo tenochca. Alrededor del mediodía, Tlacaélel anunció que antes de retornar al campo de batalla transmitiría un mensaje de trascendental importancia. Sus palabras provocaron una gran expectación, e incrementaron aún más el ya casi irresistible anhelo común de marchar cuanto ante al sitio donde se desarrollaba el encuentro.

En el improvisado campamento tenochca, la esposa del capitán azteca muerto al frente de los arqueros aliados al iniciarse el combate se debatía en dolorosos espasmos que presagiaban un próximo y difícil alumbramiento. Las parteras que le acompañaban, tras de reprenderle por no haberse quedado en Tenochtítlan, procuraron desentenderse del asunto convencidas de que su intervención resultaría inútil, pues el nacimiento se anunciaba con problemas que juzgaban insuperables. Por otra parte, ninguna de ellas quería dejar de participar en el ya inminente retorno de todo el pueblo azteca al campo de batalla. Al lado de la infeliz mujer permanecía tan sólo Citlalmina, brincándole la ayuda que le era posible en aquellas difíciles circunstancias.

Provenientes de distintos rumbos, dos jadeantes y sudorosos adolescentes —integrantes de los grupos encargados de vigilar desde cerca lo que ocurría en el campamento enemigo— llegaron casi simultáneamente ante Tlacaélel, sus informes eran coincidentes: los tecpanecas habían lanzado a la batalla sus tropas de reserva. De inmediato Tlacaélel ordenó a pueblo y guerreros que se aprestasen para la marcha. Los soldados se agruparon en tres cerrados batallones. El pueblo se formó ordenadamente detrás de los guerreros.

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