No transcurrió mucho tiempo sin que Tlacaélel llegase a la conclusión de que sus exhortaciones en favor de una auténtica renovación artística estaban cayendo en el vacío. Tanto artistas como artesanos se contentaban con reproducir, una y otra vez, los modelos creados durante la existencia del Segundo Imperio Tolteca. Las plazas y los templos de la capital azteca, al igual que el interior de las casas de sus moradores, iban llenándose rápidamente de los más diversos objetos de diseño tolteca. Tenochtítlan estaba en camino de convertirse en una copia de la antigua Tula, pero en una mala copia —concluía Tlacaélel— pues resultaba evidente que las reproducciones de obras toltecas que por doquier se efectuaban, estaban muy lejos de poseer la elevada calidad artística que caracterizaba a los modelos originales.
A pesar de su disgusto por la forma en que se desarrollaba todo lo relacionado con las actividades artísticas, el Portador del Emblema Sagrado se cuidaba mucho de intervenir en esta clase de asuntos, pues comprendía que el nacimiento de un nuevo arte jamás puede lograrse mediante disposiciones emitidas por las autoridades y que la misión de éstas consiste únicamente en colaborar indirectamente en tan delicada gestión, respetando escrupulosamente la libertad creativa de los artistas y proporcionándoles toda clase de ayuda para el desempeño de su trabajo. No quedaba, por lo tanto, sino esperar a que los artistas que surgiesen en las nuevas generaciones —educados ya en un ambiente que tendía a la búsqueda de la superación personal y colectiva— fuesen capaces de llevar a cabo una empresa que, al parecer, sus padres no eran capaces ni siquiera de imaginar.
De entre las distintas corporaciones artísticas y artesanales que habían surgido en Tenochtítlan, la que agrupaba a los escultores comenzó muy pronto a cobrar especial relevancia, a resultas de las astutas maniobras de su dirigente principal, el culhuacano Cohuatzin.
Cohuatzin era un sujeto singularmente dotado para el empleo de la insidia y la intriga. A pesar de que como artista era menos que mediocre, había sabido siempre obtener un provecho considerable por su trabajo, utilizando para ello procedimientos que iban desde el más abyecto servilismo con los poderosos, hasta la hábil dirección de pérfidas campañas de calumnias, con las cuales acostumbraba desprestigiar a cuanta persona osaba interponerse en su camino.
Durante el apogeo de Azcapotzalco, Cohuatzin había figurado destacadamente en la corte tecpaneca, dirigiendo la ejecución de un gran número de esculturas y organizando frecuentes homenajes al máximo gobernante en turno —primero Tezozómoc y posteriormente a Maxtla—, a los que gustaba comparar en sus elogios con los más grandes Emperadores Toltecas.
Al sobrevenir la derrota de Maxtla y con ella el brusco final de la hegemonía tecpaneca, Cohuatzin comprendió que en lo futuro el asiento del poder radicaría en Tenochtítlan y se trasladó de inmediato a la capital azteca, presentándose ante sus autoridades con un elaborado plan para incrementar las actividades artísticas.
Maniobrando hábilmente en favor de sus intereses, Cohuatzin sobresalió rápidamente en Tenochtítlan. No sólo obtuvo la dirección de su propia corporación —la de escultores— sino que de hecho fue logrando controlar a casi todas las asociaciones artísticas y artesanales, valiéndose para ello de sus numerosos incondicionales, sujetos que al igual que él eran pésimos artistas pero excelentes intrigantes.
Las continuas maquinaciones del falso artista no pasaban desapercibidas ante la vigilante mirada de Tlacaélel. Poseedor de un certero conocimiento de los seres humanos, el Azteca entre los Aztecas había valorado desde un principio a Cohuatzin y comprendido que nada bueno para el desarrollo del verdadero arte podía derivarse de la actuación de aquel ambicioso y siniestro personaje; sin embargo, dominando su natural inclinación que le impelía siempre a la acción, mantuvo inalterable la política de no intervenir en los asuntos internos de los gremios artísticos y artesanales.
Un inesperado acontecimiento vendría a devolver a Tlacaélel su perdida confianza en un cercano resurgimiento artístico. Cierto día, en una reunión a la que asistían las principales autoridades del Reino con la finalidad de trazar los planes tendientes a lograr la anexión del señorío de Cuauhnáhuac, el monarca azteca ordenó se sirviese a sus acompañantes chocolate recién preparado. La espumeante bebida fue servida mientras el Portador del Emblema Sagrado apremiaba a los presentes a iniciar cuanto antes las operaciones militares; de pronto, al observar el recipiente que le era ofrecido a Moctezuma, Tlacaélel interrumpió bruscamente su exposición, y tras de solicitar a su hermano la pequeña vasija rebosante de chocolate que éste tenía ya próxima a los labios, procedió a examinarla cuidadosamente ensimismándose en su contemplación a tal grado, que parecía del todo abstraído de cuanto le rodeaba. Los demás asistentes a la reunión observaban a Tlacaélel con curiosa expectación, sin alcanzar a comprender la causa de tan inusitado interés por un objeto del uso común, similar a cualquiera de las vasijas que cada uno de ellos sostenía en esos momentos entre las manos.
Y en efecto, el utensilio que tan poderosamente había llamado la atención de Tlacaélel no poseía al parecer ninguna cualidad sobresaliente; se trataba de un producto de cerámica típico de la época: una vasija de barro de forma sencilla, decorada con hileras de delgadas líneas de color negro, paralelas y ondulantes, siguiendo el modelo del estilo tradicional establecido largo tiempo atrás por los alfareros toltecas. Sin embargo, la penetrante mirada del Azteca entre los Aztecas había descubierto desde el primer vistazo notables singularidades en aquel objeto: cada una de las líneas de nítidos contornos que lo rodeaban poseía una ondulación levemente acentuada, circunstancia que resultaba imposible de captar cuando la vasija estaba en reposo, pero al desplazar ésta de un lugar a otro, se producía una fugaz ilusión óptica, perceptible tan sólo a un sagaz observador, consistente en que la vasija parecía cobrar vida y palpitar levemente entre las manos que la movían.
Tlacaélel concluyó, para sus adentros, que aquel objeto constituía una especie de sarcástico reto lanzado por un desconocido artífice a la venerada memoria de los alfareros toltecas, pues éstos habían tratado siempre de transmitir a través de sus obras un sentimiento de inmutable serenidad, mientras que por el contrario, aquella vasija era la expresión misma del cambio y de la tensa lucha de encontradas fuerzas que genera el movimiento, pero todo ello ingeniosamente oculto tras un aparente respeto a la forma y al diseño convencionales imperantes en la alfarería.
Una vez finalizado el análisis del recipiente y sin proporcionar explicación alguna que permitiese a sus sorprendidos compañeros de reunión dilucidar las causas de su extraña conducta, Tlacaélel planteó de nuevo las principales cuestiones que debían tomarse en cuenta para garantizar el éxito de la proyectada campaña militar en el Sur.
Concluida la reunión, Tlacaélel conversó a solas con Itzcóatl, comunicándole su asombro ante las peculiaridades contenidas en la vasija ofrecida a Moctezuma. En vista del interés manifestado por Tlacaélel hacia aquella pieza de cerámica, Itzcóatl se la obsequió gustoso, sin explicarse del todo la desmedida importancia que el Heredero de Quetzalcóatl atribuía a las casi imperceptibles singularidades de aquel sencillo utensilio. Así mismo, le informó que el origen de aquella vasija era idéntico al de todos los objetos de cerámica que se utilizaban diariamente en sus aposentos: provenía del taller de Yoyontzin, el más prestigiado de los alfareros aztecas.
Aun cuando Tlacaélel estaba seguro de que Yoyontzin no podía ser el alfarero que había modelado tan excepcional recipiente, pues si bien se trataba de un artífice que producía obras de gran calidad, carecía de originalidad y sus trabajos eran siempre reproducciones fieles de antiguos modelos toltecas, envió de inmediato un mensajero al taller del alfarero, invitándolo a comparecer ante él.
Tan rápidamente como se lo permitían sus cansadas piernas, Yoyontzin se encaminó a la residencia de Tlacaélel,
[17]
interrogándose inútilmente a lo largo del camino sobre los posibles motivos que pudiera tener el Portador del Emblema Sagrado para desear entrevistarse con el modesto propietario de un taller de alfarería.
Tlacaélel recibió afablemente al artesano, logrando en poco tiempo disipar la paralizante timidez del anciano mediante la amable naturalidad de su trato. Una vez captada la confianza del alfarero, mostró a éste la vasija que Itzcóatl le obsequiara aquella misma tarde, preguntándole si sabía quién era el autor de aquel objeto. Yoyontzin casi no necesitó mirar la vasija para dar una respuesta a la pregunta que se le había formulado: se trataba de una pieza elaborada en su taller por un joven de nombre Técpatl. La historia de aquel joven, relató el anciano, era triste en extremo: huérfano desde muy pequeño, había logrado sobrevivir a duras penas merced a la escasa ayuda brindada por los habitantes de la población en que naciera, una pequeña aldea azteca semiperdida en la región más pobre e insalubre de todas las que bordeaban al lago. Cuando tenía doce años de edad, Técpatl se había trasladado a Tenochtítlan, e ingresado como sirviente en un taller de escultura. Al poco tiempo de trabajar en dicho lugar, y en vista de que revelaba excepcionales facultades para el tallado en piedra, se le había ascendido al rango de aprendiz. Todo parecía indicar el inicio de un brusco y favorable cambio en el destino hasta entonces adverso del joven huérfano, sin embargo, su buena suerte se prolongó menos de un año; repentinamente, y sin que mediara para ello explicación alguna del propietario del taller, fue arrojado a la calle. Desesperado había recorrido los talleres de escultura que existían en la ciudad y en las poblaciones vecinas en busca de trabajo, bien fuera de aprendiz o de simple sirviente. Todo fue en vano, misteriosamente todos los escultores parecían haberse puesto de acuerdo para impedirle el menor contacto con la actividad a la que había decidido consagrar su existencia.
Acosado por el hambre y las enfermedades propias de la desnutrición, Técpatl había deambulado varios meses en el mercado de Tlatelolco, trabajando como cargador a pesar de su frágil condición física. Fue ahí, en medio del incesante bullicio del próspero y creciente mercado, donde Yoyontzin lo conoció. El extremo cuidado utilizado por el endeble cargador al manipular las piezas de cerámica que el alfarero llevaba para ofrecer en venta a los comerciantes había llamado la atención del anciano. Una breve plática entre ambos bastó a Yoyontzin para darse cuenta de la innata sensibilidad artística de aquel joven, así como del total desamparo en que se encontraba. El bondadoso alfarero ofreció a Técpatl un trabajo de aprendiz en su taller, ofrecimiento que éste aceptó en el acto, naciendo a partir de aquel instante un estrecho vínculo entre ambos personajes. Yoyontzin había llegado a la ancianidad sin haber formado nunca una familia y toda su frustrada paternidad se volcó muy pronto en el joven huérfano, en quien veía no sólo al hijo que siempre había anhelado tener, sino también al artista que él mismo hubiera deseado llegar a ser, capaz de convertir en realidad los propios sueños y no sólo dedicarse a reproducir los modelos creados por otros.
Apenas había comenzado a trabajar Técpatl en el taller de Yoyontzin, cuando el dirigente principal de la corporación que agrupaba a los productores de cerámica —un sujeto del todo incondicional a Cohuatzin— mandó llamar al anciano artesano para aconsejarle que despidiera cuanto antes a su nuevo aprendiz, ya que, según él, se trataba de un individuo de pésimos antecedentes e indigno de formar parte del gremio de los alfareros. Las acusaciones en contra de Técpatl iban desde la de haber cometido diversos hurtos en su antiguo trabajo, hasta la de llevar una vida consagrada a la práctica de toda clase de vicios.
Yoyontzin había rechazado indignado todas las acusaciones que se hacían a Técpatl, pero muy pronto comprendió que aquello no era sino el principio de una interminable campaña de calumnias en contra de su protegido. Los comerciantes del mercado de Tlatelolco, a los cuales vendía la mayor parte de su producción artesanal, comenzaron repentinamente a presionarlo, amenazándolo con dejar de comprar sus productos si no prescindía de los servicios de su ayudante. Extrañado ante la inexplicable animadversión manifestada en contra de un ser noble y generoso que no había hecho jamás el menor daño a nadie, Yoyontzin se propuso averiguar quién era el promotor de tan feroz hostigamiento. Muy pronto indagó toda la verdad: Cohuatzin, temeroso de que la aparición de un artista de genio viniese a significar el momento de su ocaso, y presintiendo que tras la débil apariencia de Técpatl latía un poderoso espíritu creativo, era quien venía intrigando en contra del joven huérfano. Al culhuacano se debía tanto la expulsión de Técpatl del taller a donde éste ingresara inicialmente, como los posteriores rechazos en los restantes talleres de escultura existentes en la ciudad. En igual forma, era Cohuatzin quien ahora intentaba amedrentar a Yoyontzin para obligarlo a retirar la protección que brindaba a su desvalido aprendiz.
Una vez que Yoyontzin concluyó de narrar la vida de su joven ayudante ante el Portador del Emblema Sagrado, éste manifestó un vivo interés por conocer a Técpatl y anunció que efectuaría a la mañana siguiente una visita oficial al taller del alfarero. La resolución de Tlacaélel de efectuar dicha visita en lugar de simplemente mandar llamar a Técpatl al Templo Mayor, tenía el propósito de manifestar públicamente el afecto que profesaba al viejo artesano, pues esperaba que esto constituyese una clara advertencia para Cohuatzin de que debía suspender de inmediato la campaña de intrigas que venía realizando en contra de Yoyontzin.
Ataviado con un largo manto blanco, luciendo sobre el pecho el caracol sagrado pendiente de una delgada cadena de oro y acompañado de varios importantes sacerdotes, Tlacaélel se encaminó ceremoniosamente al taller de Yoyontzin. El artesano, presa de una enorme emoción ante aquella visita jamás imaginada, lo aguardaba ante la entrada de su engalanado taller.
Tlacaélel había dado instrucciones a Yoyontzin de que su visita no debía ser motivo para la interrupción de las labores propias del taller, pues deseaba observarlo en pleno funcionamiento; así pues, los distintos operarios que integraban el taller de alfarería laboraban nerviosos en sus lugares de costumbre a la llegada del Cihuacóatl Azteca.