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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (6 page)

BOOK: Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas
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Desde tiempos remotos, aquéllos que se habían dedicado a observar con detenimiento el proceso que tiene lugar en los seres vivientes a lo largo de su existencia, habían llegado a la conclusión de que los seres humanos, en el instante de ocurrir su muerte, generaban una cierta cantidad de energía que era de inmediato absorbida por la luna y utilizada por ésta para proseguir su crecimiento. Con base en ello, Tlacaélel concluyó que si en un determinado momento el número de personas que morían era en extremo abundante, la luna se vería incapacitada para aprovechar este exceso de energía, la cual pasaría a ser absorbida por el sol, pues éste, en virtud de sus proporciones, resultaría ser el único cuerpo celeste capaz de utilizar la sobreabundancia de energía intempestivamente generada desde la tierra.

Resultaba evidente que tan ambicioso proyecto —colaborar al mantenimiento y engrandecimiento del sol— sólo podría llevarse a cabo tras la previa unificación de la humanidad en un Imperio que únicamente reconociese como fronteras los cuatro confines del mundo: los dos mares insondables cuyas aguas flanqueaban la tierra, los calcinantes y lejanos desiertos del norte y las impenetrables selvas situadas más allá de las regiones habitadas por los mayas.

Una vez fijados los objetivos fundamentales del Imperio cuya creación proyectaba, Tlacaélel resolvió dar por concluido su retiro y retornar a Tenochtítlan. Así pues, ordenó a uno de los sirvientes que le acompañaban se encaminase de inmediato rumbo a la capital azteca, con la misión de informar a las autoridades tenochcas de la fecha en que habría de arribar a la ciudad el Heredero de Quetzalcóatl.

Capítulo VII
DOS HOMBRES BUSCAN UNA CANOA

La elevación de Itzcóatl a la dignidad real, propuesta por Tlacaélel, se llevó a cabo sin que se produjese en su contra una franca oposición de los integrantes del Consejo del Reino, pues éstos, temerosos de contradecir abiertamente la determinación del Portador del Emblema Sagrado y desatar con ello una revuelta popular de imprevisibles consecuencias, optaron por aceptar la designación del nuevo gobernante, sin cejar por ello en su empeño de procurar congraciarse a toda costa con los tecpanecas.

La sencilla pero emotiva ceremonia de coronación, presidida por Tozcuecuetzin, suscitó en la población azteca generalizados sentimientos de optimismo y confianza. Todos deseaban ver en el ascenso de Itzcóatl el feliz presagio de una pronta restauración de la concordia interior y de la desaparición del grave conflicto externo que les amenazaba. Sin embargo, los más conscientes de entre los tenochcas, se percataban claramente de que ello no era posible y que ambos peligros continuaban latentes y oscurecían el porvenir del Reino.

A los pocos días de celebrada la coronación, una embajada proveniente de Azcapotzalco solicitó permiso para arribar a Tenochtítlan. Sus integrantes afirmaban venir en son de paz y ser portadores de un mensaje de salutación para el nuevo monarca. Itzcóatl dio órdenes para que se permitiese a los embajadores llegar a la ciudad, ya que los jóvenes tenochcas que custodiaban el lago les habían impedido cruzarlo, disponiendo, asimismo, se les rindiesen los honores y atenciones acostumbrados.

Los embajadores comenzaron por expresar ante Itzcóatl el saludo que le enviaba Maxtla con motivo de su reciente entronización, pero acto seguido, cambiaron de tono para transmitirle las duras exigencias acordadas por el soberano de Azcapotzalco: todos los jóvenes que habían secundado a Moctezuma debían ser considerados como rebeldes, siendo obligación de las autoridades tenochcas reducirlos por la fuerza, para luego entregarlos maniatados a los tecpanecas, los cuales les aplicarían el castigo que estimasen pertinente. Finalmente, Maxtla decretaba un considerable aumento en los tributos —ya de por sí elevados— que debían pagar los aztecas.

Al conocerse las pretensiones tecpanecas, renacieron de inmediato las diferencias de criterio entre los dirigentes tenochcas. Tozcuecuetzin las calificó de inadmisibles y otro tanto hizo Moctezuma —a quien Itzcóatl había liberado el mismo día de su ascenso al poder— pero en cambio, los miembros del Consejo del Reino vieron en el cumplimiento de dichas pretensiones la última posibilidad de lograr preservar la paz, e iniciaron una campaña de rumores tendientes a convencer al pueblo de que las condiciones impuestas por Maxtla no eran tan severas como pudiera esperarse, y que los únicos obstáculos que impedían lograr un acuerdo con sus poderosos vecinos provenían del orgullo de Moctezuma y de la senilidad de Tozcuecuetzin.

Correspondía a Itzcóatl decir la última palabra, pero éste había resuelto no tomar ninguna determinación sobre tan importante cuestión hasta no conocer la opinión de Tlacaélel. Así pues, se limitó a responder con evasivas a los requerimientos de los embajadores.

Percatándose de la inutilidad de sus esfuerzos para determinar cuál sería la conducta que asumiría en lo futuro el gobierno azteca, los emisarios de Maxtla dieron por concluida su misión en la corte de Itzcóatl y anunciaron su próximo regreso a Azcapotzalco.

Las elegantes canoas que transportaban a los funcionarios tecpanecas se cruzaron en su viaje de retorno con una modesta embarcación tripulada por un solitario individuo. Ninguno de los orgullosos personajes prestó mayor atención a la figura de aquel sujeto, cuyo humilde atuendo revelaba su condición de sirviente.

En cuanto hubo llegado a Tenochtítlan, el cansado viajero se presentó ante las autoridades para darles a conocer el mensaje del cual era portador: el informe que desde Teotihuacan enviaba Tlacaélel respecto de la fecha en que proyectaba llegar a la capital azteca.

A través de la única abertura que hacía las veces de ventana en su paupérrima choza, la anciana Izquixóchitl contemplaba con ánimo entristecido las cercanas aguas del lago.

Una completa y anormal quietud prevalecía en el ambiente. No se escuchaba voz alguna ni se veía una sola figura humana en las restantes casas que integraban la aldea donde moraba Izquixóchitl. Todos los habitantes del pequeño poblado se habían marchado muy de mañana rumbo a Tenochtítlan, a participar en la recepción que se había organizado en honor del primer azteca que alcanzaba el más alto privilegio a que podía aspirar hombre alguno sobre la tierra: portar sobre el pecho el Emblema Sagrado de Quetzalcóatl.

Al recordar que ninguno de sus vecinos se había ofrecido para llevarla a la ciudad a presenciar los festejos, un amargo resentimiento hizo brotar gruesas lágrimas de los cansados ojos de la anciana. Jamás Izquixóchitl había sentido tan cruelmente el peso de su invalidez como en aquellos instantes, en que de buena gana habría dado lo que le restaba de vida a cambio de poder estar presente en Tenochtítlan, asistiendo con todo el pueblo azteca a la recepción que se había preparado a Tlacaélel.

La existencia de Izquixóchitl se hallaba marcada por un trágico destino. Siendo aún muy pequeña había perdido a sus padres y a la mayor parte de su familia a resultas de la grave epidemia de una misteriosa enfermedad que asolara, años atrás, las tierras de Anáhuac. Felizmente casada con el hombre a quien amaba (un pescador de muy modesta condición, poseedor de un carácter en extremo bondadoso), su matrimonio se había visto tan sólo ensombrecido por la carencia de anhelados vástagos. Cuando ya en edad madura Izquixóchitl sintió al fin los primeros síntomas del embarazo, tuvo por cierto que estaba próximo el día en que habría de completarse su dicha. Pero el alumbramiento tuvo fatales consecuencias, produciendo la muerte del hijo tan largamente esperado y ocasionando en la madre una extraña dolencia que paralizó casi todo su organismo, preservando tan sólo su capacidad de raciocinio y sus funciones vegetativas.

Los constantes cuidados que prodigaba a Izquixóchitl su devoto esposo, unidos al lento transcurrir del tiempo, fueron devolviendo a la enferma algunas de sus perdidas facultades: recuperó el habla, así como el movimiento en la mitad superior de su cuerpo.

Todos los días, tras de concluir sus cotidianas faenas, el esposo de Izquixóchitl acomodaba a ésta en una amplia y sólida canoa que personalmente había construido para el transporte de la inválida y efectuaba con ella largos paseos por alguno de los bellos parajes del lago. Mientras la balsa se movía pausadamente a través de las aguas, la pareja acostumbraba entonar con alegre acento antiguas canciones.

Al morir su esposo, Izquixóchitl se vio reducida a subsistir gracias a la caridad de los habitantes de la aldea. Nadie volvió ya a pasear a la anciana por las riberas del lago y ésta tuvo que resignarse a contemplar el mismo paisaje a través de la angosta ventana de su choza. La pesada canoa en que efectuara antaño sus gratos recorridos lustres fue llevada al interior de su habitación y su contemplación llenaba de recuerdos el lento transcurrir de sus solitarios días.

Cuando los juveniles y entusiastas seguidores de Moctezuma se dieron a la tarea de establecer un sistema defensivo en torno a la capital azteca, comenzaron por concentrar en unos cuantos embarcaderos, debidamente fortificados, las canoas dispersas por las distintas orillas del lago. Los encargados de llevar a cabo esta concentración, tras previa inspección de la aldea donde habitaba Izquixóchitl, decidieron que un poblado tan pequeño no ameritaba la construcción de obras de defensa, y por tanto, resolvieron trasladar a otro sitio las escasas lanchas existentes en aquel lugar.

Al percatarse que intentaban despojarla de su querida canoa, Izquixóchitl se había aferrado a ella, implorando lastimeramente le permitiesen conservarla. Conmovidos por las súplicas de la anciana, los jóvenes que tenían a su cargo efectuar la requisa de lanchas habían terminado por acceder a sus ruegos, contentándose con ocultar ingeniosamente la canoa, convirtiéndola en una especie de aparente refuerzo del endeble techo de la choza.

Ante la imposibilidad de asistir a Tenochtítlan a contemplar la llegada del Portador del Emblema Sagrado, Izquixóchitl trató de compensar, mediante un esfuerzo de su imaginación, la incapacidad física que la mantenía inmovilizada. En su ágil mente fue trazando una completa representación de todo lo que suponía debía estar ocurriendo en aquellos instantes en la capital del Reino: centenares de sirvientes, ricamente vestidos, precedían al Heredero de Quetzalcóatl anunciando su proximidad con rítmico toque de tambores y atabales. A continuación, veinte altivos guerreros marchaban sosteniendo con fornidos brazos una ancha plataforma elaborada con maderas preciosas. Sobre la plataforma, en un sitial bellamente adornado con incrustaciones de oro y jade, lucía imponente la figura de Tlecaélel, ataviado con lujosos y vistosos ropajes. Pendiente de su cuello y sostenido por una gruesa cadena de oro, portaba el reverenciado emblema que ostentaran en el pasado los poderosos Emperadores Toltecas: el enorme caracol marino de Quetzalcóatl.

Izquixóchitl había oído decir que Tlacaélel era un hombre joven, pero ella se negaba terminantemente a conceder la menor validez a semejante absurdo. Sin duda alguna el Heredero de Quetzalcóatl era un anciano de larga cabellera blanca y de rostro hierático, desprovisto de toda pasión y emoción humanas, con la vista perdida en el infinito, atento sólo a las voces superiores de los dioses.

La súbita aparición de dos figuras humanas que avanzaban directamente hacia la aldea vino a interrumpir bruscamente las ensoñaciones de la anciana.

La presencia de extraños en aquella mañana resultaba del todo inusitada, pues de seguro ya toda la gente de los alrededores se encontraba en esos momentos en Tenochtítlan, participando en la recepción a Tlacaélel. Un sentimiento de temor sobrecogió el ánimo de Izquixóchitl, quien supuso que muy bien podía tratarse de ladrones deseosos de aprovechar la ausencia de los moradores de la aldea para saquear las casas.

Bajo el creciente impulso del miedo y la curiosidad, Izquixóchitl trató de dilucidar, a través de un atento examen, la clase de personas que podrían ser aquellos dos sujetos que se aproximaban.

A juzgar por el vestido y la actitud de uno de los recién llegados, la anciana no tuvo mayor dificultad para concluir que debía tratarse de algún modesto sirviente de un centro religioso. Sin embargo, a pesar de su profundo sentido de observación desarrollado a través de largos años de obligada inmovilidad, le resultó imposible emitir juicio alguno sobre la otra persona.

El sujeto que atraía la atención de Izquixóchitl era un joven de no más de veintitrés años, de estatura ordinaria y de recia figura y bien proporcionados miembros. Su atuendo, sencillo en extremo, constaba tan sólo de un maxtlatl y de un tilmatli.
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No era por tanto su indumentaria, idéntica a la de cualquier campesino, la que desconcertaba a la inválida, sino la poderosa y extraña energía que parecía emanar de aquel individuo en cada uno de sus firmes y elásticos movimientos.

Aparentemente los dos recién llegados conocían de antemano que Izquixóchitl era en esos momentos la única habitante presente en la aldea, pues sin vacilación alguna se encaminaron hacia su desvencijada choza. Al llegar frente al umbral de la vivienda, una voz de firme y modulado acento solicitó autorización para penetrar al interior.

Sin superar aún los cautelosos temores que le dominaban, Izquixóchitl otorgó el permiso que se le pedía. Al instante, los dos desconocidos se introdujeron en la habitación y la anciana pudo contemplar, a escasa distancia de su propio rostro, las facciones del joven y enigmático visitante: su firme mandíbula de barbilla vigorosamente redondeada, su amplia y despejada frente, sus labios de expresión a un mismo tiempo severa y amable, y resaltando de entre todos aquellos singulares rasgos, los ojos, negros y profundos, en los que se ponía de manifiesto una voluntad indomable y una incontrastable energía, que parecía gritar su ansia por transformarse de inmediato en acciones de fuerza avasalladora.

Apartando la vista de aquella irresistible mirada, Izquixóchitl observó que el desconocido portaba sobre el pecho la mitad de un pequeño caracol marino pendiente de una delgada cadena de oro. Al contemplar aquel objeto, la inválida se sintió sacudida en el fondo mismo de su ser, percatándose repentinamente de la identidad del personaje que se hallaba frente a ella: Tlacaélel, el Heredero de Quetzalcóatl.

Izquixóchitl profirió un ahogado grito de asombro y trató de arrastrarse hasta los pies del joven azteca, con la evidente intención de besarlos respetuosamente. Mediante rápido y afectuoso ademán, Tlacaélel impidió los propósitos de la anciana.

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