Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (8 page)

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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

BOOK: Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas
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En medio de un verdadero mar humano que en ocasiones volvía imposible su avance, Tlacaélel llegó finalmente a la Plaza Mayor de la ciudad; ahí le aguardaban, sobre un adornado templete de madera construido al pie del Gran Teocalli, las personalidades más destacadas del Reino.

Tlacaélel ascendió las gradas de! entarimado y se dirigió en línea recta hacia Tozcuecuetzin, el sumo sacerdote del culto tenochca. Al ver frente a él a su antiguo discípulo portando el Sagrado Emblema de Quetzalcóatl, el anciano sacerdote fue presa de la más viva emoción. Con el rostro bañado en lágrimas intentó arrodillarse ante los pies de Tlacaélel, al impedírselo éste, se despojó del símbolo de su poder, el pectoral de jade de Tenochca, y con humilde ademán hizo entrega del mismo a Tlacaélel. El Azteca entre los Aztecas rechazó amablemente el ofrecimiento y colocó de nuevo el pectoral sobre el pecho de Tozcuecuetzin, después de lo cual avanzó hasta quedar frente a Itzcóatl.

El monarca azteca, siguiendo el ejemplo del sumo sacerdote, se despojó del emblema más representativo de su autoridad —la diadema de oro con plumas de Quetzal que coronaba su frente— e intentó colocarla obre la cabeza de Tlacaélel, pero una vez más, éste rechazó el emblema que se le ofrecía.
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Acto seguido, Tlacaélel saludó a los integrantes del Consejo del Reino, su actitud con ellos fue cortés, pero no exenta de una deliberada frialdad, la cual resaltó aún más por el hecho de que a continuación, al dialogar brevemente con Moctezuma y los jóvenes guerreros que le acompañaban, se expresó ante éstos en elogiosos términos, felicitándolos por el sistema de vigilancia que para protección de la ciudad habían organizado y cuya eficacia había podido comprobar personalmente.

Concluidos los saludos, Tlacaélel se colocó a un lado de Itzcóatl, quien adelantándose unos pasos se

dispuso a presentar formalmente al Portador del Emblema Sagrado ante todo el pueblo azteca.

Con recia y emocionada voz, el monarca afirmó:

Tlacaélel, sacerdote de Quetzalcóatl, sé bienvenido. Te aguardábamos. Estábamos desasosegados por tu ausencia. Muy graves, muy difíciles son los problemas que hoy nos afligen. Los de Azcapotzalco ya no recuerdan, se han olvidado del valor de nuestros pasados servicios y hoy nos amenazan con la destrucción si no accedemos a sus exigencias. Sin embargo, siendo tan graves los conflictos externos que nos aquejan, son en realidad los problemas internos los que más nos inquietan y preocupan. No estamos unidos sino que vivimos en discordia. No avanzamos en derechura sino caminamos descarriados. No estamos serenos sino alterados y con alboroto.

Trocando sus pesimistas afirmaciones por frases que denotaban su confianza en una próxima mejoría de la angustiosa situación descrita, Itzcóatl finalizó su mensaje de presentación:

¡Oh Tenochcas! ¿A qué hablar más de nuestras rencillas y mezquindades? Estamos ciertos de que éstas han cumplido su tiempo y hoy, finalmente, merecemos, alcanzamos nuestro deseo. El sucesor de Quetzalcóatl, el legítimo heredero de los Emperadores Toltecas, el Sumo Sacerdote de la Hermandad Blanca, se encuentra ya entre nosotros… ¡Pueblo de Tenoch, habla Tlacaélel!

Un impresionante silencio extendióse por la enorme plaza. La gigantesca multitud congregada en ella quedó estática, como si repentinamente algún conjuro la hubiese petrificado. Hasta el aire mismo pareció detenerse para escuchar, expectante, el trascendental mensaje que ahí iba a pronunciarse. El opresor silencio y la antinatural inmovilidad produjeron una insoportable tensión en el ambiente, y en el instante mismo en que ésta llegó al máximo, escuchóse una voz con sonoridades de trueno:

¿Qué es esto tenochcas? ¿Qué hacéis vosotros? ¿Cómo ha podido llegar a existir cobardía en el pueblo de Huitzilopóchtli? Aguardad, meditad un momento, busquemos todos juntos un medio para nuestra defensa y honor y no nos entreguemos afrentosamente en manos de nuestros enemigos. ¿A dónde iréis? Este es nuestro centro. Este es el lugar donde el águila despliega sus alas y destroza a la serpiente. Este es nuestro Reino. ¿Quién no lo defenderá? ¿Quién pondrá reposo a su escudo? ¡Que resuenen los cascabeles entre el polvo de la contienda, anunciando al mundo nuestras voces!

Las palabras de Tlacaélel, pronunciadas con indescriptible energía, comenzaron a operar desde el primer momento un misterioso efecto en la multitud. Bajo su influjo, las incontables conciencias personales parecieron fundirse en una sola alma, alerta y poderosa, que aguardaba ansiosa encontrar una finalidad a su existencia.

El verbo arrebatador del Azteca entre los Aztecas continuaba haciendo vibrar a su pueblo y hasta a las mismas piedras de los edificios:

El tiempo de la ignominia y la degradación ha concluido. Llegó el tiempo de nuestro orgullo y nuestra gloria. Ya se ensancha el Árbol Florido. Flores de guerra abren sus corolas. Ya se extiende la hoguera haciendo hervir a la llanura de agua. Ya están enhiestas las banderas de plumas de quetzal y en los aires se escuchan nuestros cantos sagrados.

Elevando aún más el tono de su voz, el Portador del Emblema Sagrado concluyó:

¡Que se levante la aurora! Sean nuestros pechos murallas de escudos. Sean nuestras voluntades lluvia de dardos contra nuestros enemigos. ¡Que tiemble la tierra y se estremezcan los cielos, los aztecas han despertado y se yerguen para el combate!

La vibrante alocución de Tlacaélel había llegado a su término. El Heredero de Quetzalcóatl quedó inmóvil y silencioso, su rostro tornóse impasible e inescrutable, sólo sus ojos continuaban despidiendo desafiantes fulgores.

Durante breves instantes, la multitud guardó el mismo respetuoso y absoluto silencio con que escuchara la encendida arenga, después, la enorme plaza pareció estallar a resultas del ensordecedor estruendo que desatóse en su interior: retumbar de tambores, incesantes y enardecidos vítores, retadores cantos de guerra, llanto emocionado de mujeres y niños. Los portadores de canastillas conteniendo tributos para los tecpanecas las estrellaban contra el suelo y luego las pateaban con furia, haciendo patente su radical cambio de opinión.

Al igual que todos los seres, los pueblos tienen también sus correspondientes periodos de nacimiento, infancia, adolescencia, juventud, madurez, vejez y muerte. El pueblo azteca había nacido en Aztlán y los sabios de superior visión y elevada espiritualidad que moraban en aquellas lejanas tierras le habían profetizado un glorioso destino. Vino luego la azarosa etapa de su infancia, transcurrida en un continuo deambular por regiones hostiles, buscando sin cesar la anhelada señal del águila devorando a la serpiente, cuyo hallazgo marcaría a un mismo tiempo el inicio de su adolescencia y su definitivo asentamiento en un territorio robado a las aguas. Pero todo esto constituía va en esos momentos un pasado superado, pues aun cuando el futuro se vislumbraba obscuro y cargado de amenazas, la superior personalidad de Tlacaélel había logrado imprimir un nuevo impulso al progresivo desarrollo de su pueblo, haciéndole concluir bruscamente la época de una adolescencia inmadura y titubeante, para dar comienzo a una etapa juvenil que se iniciaba pictórica de un vigoroso entusiasmo.

Durante toda la noche continuaron resonando en Tenochtítlan los vítores y cánticos del pueblo azteca.

Capítulo IX
TENOCHTITLAN EN ARMAS

Al día siguiente de su llegada a Tenochtítlan, Tlacaélel inició la inspección de los efectivos militares con que contaban los aztecas para hacer frente a la inminente guerra que se avecinaba. Al pasar revista a los juveniles batallones que comandaba Moctezuma, el Azteca entre los Aztecas, tras de elogiarlos por su decidida voluntad de lucha y evidente entusiasmo, aprovechó la ocasión para hacerles ver el grave error en que habían incurrido al pretender efectuar la defensa del Reino actuando en forma separada del resto de la sociedad. Resultaba imprescindible, afirmó, lograr cuanto antes la efectiva participación de todo el pueblo en el esfuerzo bélico que habría de realizarse, pues de ello dependía el que se pudiese contar con algunas posibilidades de éxito en el grave conflicto al que se enfrentaban.

Una vez concluida la revisión de las fuerzas militares del Reino, Tlacaélel llevó a cabo un segundo acto público: se dirigió a la población donde moraba Izquixóchitl, con objeto de devolver personalmente a la inválida la canoa que ésta le prestara para cruzar el lago y hacer su arribo a la ciudad.

La visita de Tlacaélel a la pequeña aldea fue motivo de una verdadera conmoción, no sólo entre sus

habitantes, sino en todos los pobladores de la comarca, los cuales acudieron de inmediato en cuanto se corrió la noticia de la presencia del Portador del Emblema Sagrado en aquel sitio.

Así pues, ante una concurrencia de regulares dimensiones, Tlacaélel hizo la devolución de la vieja canoa a una emocionada Izquixóchitl, no sin antes pronunciar un breve discurso en el cual puso de manifiesto su agradecimiento por la ayuda recibida y su segura convicción de que para el futuro la bondadosa anciana sería objeto de mayores y mejores atenciones por parte de sus vecinos.

Tlacaélel dedicó el resto del día a conversar informalmente con las numerosas personas que se habían reunido en la aldea, escuchando con atención los planteamientos que se le hacían acerca de los problemas que afectaban a las pequeñas comunidades en donde estas personas residían.

Al igual que ocurría en todas las poblaciones tenochcas que día con día se multiplicaban en las riberas del enorme lago, la mayor parte de las dificultades a que tenían que hacer frente los moradores de la región que visitaba Tlacaélel provenían de la total carencia de coordinación en las actividades que cada una de las distintas poblaciones realizaba, lo cual se traducía en una incesante duplicación de esfuerzos y en la consiguiente pobreza de resultados.

Con frases sencillas pero impregnadas de un criterio práctico y realista, Tlacaélel explicó pacientemente a sus atentos interlocutores que jamás verían resueltos sus problemas mientras no lograsen conjugar esfuerzos y actuar en forma unificada. Era preciso, por ejemplo, constituir asociaciones que agrupasen a los componentes de las distintas actividades productivas que se desarrollaban dentro de la sociedad azteca.

Tlacaélel se comprometió a dar su más completo apoyo a las asociaciones cuya creación proponía, pero acto seguido manifestó que si bien esta tarea representaba una importante labor por realizar, el Reino se enfrentaba a un problema inmediato mucho más urgente: la guerra en contra de los tecpanecas, de cuyo resultado dependía la sobrevivencia misma del pueblo azteca. ¿En qué forma tenían pensado participar los que lo escuchaban en tan decisiva contienda?

Todas las personas que habían asistido al diálogo con el Portador del Emblema Sagrado manifestaron un sincero interés por colaborar en la lucha, pero expresaron también su desconocimiento respecto a la mejor forma de actuar para lograr que dicha colaboración resultase lo más efectiva posible. Tlacaélel les indicó que debían incorporarse cuanto antes a los grupos organizados por Moctezuma y Citlalmina; en los primeros tenían cabida todos los hombres aptos para el combate y en los segundos la totalidad de la población civil.

Concluida su visita a la aldea, el Azteca entre los Aztecas retornó al atardecer a Tenochtítlan, plenamente convencido de que los moradores de aquella comarca no se encontraban ya simplemente entusiasmados en favor de la independencia del Reino, sino que participarían activamente en los denodados esfuerzos que implicaba el tratar de obtenerla.

Lo ocurrido en la aldea donde habitaba Izquixóchitl, repitióse en forma más o menos parecida durante los incesantes recorridos que en los subsecuentes días llevó a cabo Tlacaélel por las diferentes comunidades de origen azteca existentes en las riberas del lago. En todas partes el Portador del Emblema Sagrado escuchó con atención los problemas que le planteaban personas de los más distintos estratos sociales, manifestando siempre una profunda compenetración con los anhelos y aspiraciones populares, pero a la vez fijando elevados objetivos cuya conquista el pueblo jamás había soñado.

En esta forma, la vigorosa personalidad de Tlacaélel constituyóse en el impulso rector que conducía al pueblo azteca en su lucha por liberarse del dominio tecpaneca. Las recientes direcciones que mantuvieron divididos a los tenochcas habían desaparecido y todos laboraban sin descanso con miras a incrementar su capacidad combativa.
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A su vez, Moctezuma era el jefe militar indiscutido del ejército tenochca. Sus excepcionales facultades de organización y mando, así como sus relevantes cualidades de estratego nato, hacían de su persona el guerrero insustituible dentro de las fuerzas aztecas.

Y en verdad era necesario un carácter indomable como el de Moctezuma para atreverse a asumir la responsabilidad de la dirección de la guerra dada la evidente desproporción existente entre los ejércitos contendientes. Los tecpanecas contaban con un numeroso ejército profesional, aguerrido y disciplinado, poseedor de una gran confianza en sí mismo como resultado de una interrumpida secuela de triunfos. Por si esto fuera poco, la prosperidad económica de que disfrutaba el Reino de Maxtla permitía a éste la posibilidad de incrementar considerablemente su ejército en el momento que lo juzgase conveniente mediante la contratación de tropas mercenarias provenientes de las más apartadas regiones.

En muy diferente situación se encontraba el ejército azteca. Con la excepción de aquellos que habían militado como mercenarios en las huestes tecpanecas, los demás integrantes de las fuerzas tenochcas poseían escasa o nula experiencia militar. Por otra parte, al ingresar al ejército la totalidad de los hombres con capacidad para empuñar las armas, las actividades productivas habían quedado súbitamente abandonadas, originándose con ello no sólo la ominosa perspectiva de una inminente carencia de alimentos, sino también la insuficiencia de material bélico con el cual equipar debidamente a los guerreros.

Para contrarrestar al máximo posible la carencia de un ejército profesional, Moctezuma obligó a todos los integrantes de los recién formados contingentes aztecas a un intenso entrenamiento y a la realización incesante de complicadas maniobras. El diario adiestramiento a que sometía Moctezuma a sus tropas resultaba a tal grado agotador, que muy pronto éstas comenzaron a desear que los verdaderos combates se iniciasen cuanto antes, pues habían llegado a la conclusión de que la guerra resultaría un descanso en comparación con los rigurosos entrenamientos a que se encontraban sujetas.

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