La insoportable tensión que dominaba a todos los tenochcas aumento aún más, cuando observaron al Azteca entre los Aztecas encaminarse a una ligera protuberancia del terreno con la evidente intención de dirigir desde aquella eminencia su anunciado mensaje.
Al igual que en la primera ocasión en que hablara ante su pueblo, el Portador del Emblema Sagrado parecía haber sufrido una misteriosa y profunda transformación: su ser constituía una especie de vibrante energía cuyas emanaciones se esparcían por doquier. La presencia de fuerzas superiores a punto de manifestarse se percibía claramente en el ambiente. En forma intuitiva, todos los presentes comprendían que estaban a punto de participar en un hecho de inusitada trascendencia.
Tlacaélel levantó el brazo señalando hacia el campo de batalla, mientras de sus labios salía una sola palabra tres veces repetida:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhc-co!
El heredero de Quetzalcóatl acababa de pronunciar en público, por vez primera en la historia, el nombre secreto del territorio en donde a través del tiempo habían surgido una y otra vez prodigiosas civilizaciones. Aquel vocablo era tenido como el más sagrado de todos los conjuros pronunciados por los Sumos Sacerdotes de Quetzalcóatl en ceremonias religiosas cuya celebración ignoraba el común del pueblo. El significado de aquella palabra era doble, por una parte simbolizaba la expresión del principio de dualidad existente en todo lo creado —manifestado por la presencia en el cielo del sol y la luna— y por otra, el ideal de alcanzar la unidad y la superación de la humanidad, mediante la integración de una sola y armónica sociedad en la cual quedasen superadas las contradicciones que separan a los diferentes grupos humanos. La sabiduría y los anhelos de varios milenios de cultura, sintetizados en una sola palabra.
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A pesar de que nadie de entre los que escuchaban a Tlacaélel conocía el profundo significado de aquel misterioso y ancestral vocablo, presintieron al instante que se trataba de un conjuro, de una palabra símbolo, capaz de permitir la creación de un puente espiritual entre el ser humano y las fuerzas superiores que lo trascienden.
Todavía vibraba en el aire el eco de la palabra triplemente pronunciada por la poderosa voz de Tlacaélel, cuando pueblo y guerreros, impulsados por un irresistible anhelo surgido de lo más profundo de su ser, comenzaron a su vez a repetir con recio acento:
¡Me-xihc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhc-co!
La incesante repetición de la enigmática palabra, resonando en cada nueva ocasión con mayor vigor, parecía ir borrando rápidamente en quienes la pronunciaban no sólo su sentido de individualidad en relación con los demás, sino también su conciencia de diferenciación con los restantes elementos del Universo : la tierra y los árboles, el agua y la luz, las rocas y los dioses, no eran ya algo ajeno y distinto a ellos mismos, sino que todos formaban parte de un poderoso espíritu único, del cual eran voluntad y expresión consciente en aquellos momentos.
Sin dejar de pronunciar la palabra-símbolo, los aztecas salieron del bosque y penetraron en la dilatada llanura donde se libraba el combate. Una vez más, mujeres, niños y ancianos, hicieron uso de las enormes escobas que portaban levantando con ellas densas nubes de polvo mientras se aproximaban al campo de batalla.
En el interior del cada vez más estrecho círculo tendido por las tropas tecpanecas en torno a las fuerzas aliadas, la lucha comenzaba a transformarse en simple carnicería. A pesar de su indeclinable valentía, las agotados guerreros de Tenochtítlan y Texcoco iban siendo exterminados con creciente rapidez por las descansadas tropas de reserva que los tecpanecas habían lanzado al combate.
Cuando todo parecía indicar la inminente derrota del ejército bajo su mando, Moctezuma comenzó a escuchar en la lejanía, primero en forma apenas audible pero luego con clara precisión, la afirmación insistente de una misma palabra:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhc-co!
El Flechador del Cielo concluyó que los dueños de aquellas voces no podían ser otros sino el pueblo y los guerreros bajo el mando de Tlacaélel, que de acuerdo con lo convenido, retornaban al campo de batalla a intentar un súbito cambio en el desarrollo del encuentro. Sin dejar de combatir un solo instante, Moctezuma elevó su voz por sobre el fragor de la lucha, para afirmar con recio y desesperado acento:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhc-co!
Los desfallecientes guerreros aliados parecieron presentir que la enunciación de aquella misteriosa y desconocida palabra entrañaba la única perspectiva de salvación; y con voces que denotaban entremezclados sentimientos de angustia y esperanza, clamaron al unísono:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhc-co!
Por sobre encima de la barrera de fuerzas enemigas que les separaban, las voces de los sitiados se unieron a las de los recién llegados, formando un solo y gigantesco coro:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhc-co!
El ancestral conjuro, pronunciado una y otra vez con tan ferviente emotividad que impedía la más leve monotonía, parecía a un mismo tiempo descender de lo alto de los cielos y brotar de las profundidades de la tierra. Su retumbante acento impregnaba el campo de batalla, transformándolo en una especie de recinto en donde tenía lugar una sagrada ceremonia:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Me-xíhc-co!
Las tropas tecpanecas, sorprendidas ante la inesperada aparición de contingentes contrarios cuya existencia ignoraban, detuvieron su avasallador avance sin abandonar por ello su ordenada formación. Ante el inminente ataque de que iban a ser objeto, los soldados de Maxtla situados en la retaguardia dieron una apresurada media vuelta para hacer frente a las nuevas fuerzas surgidas a sus espaldas.
Envueltos entre densas nubes de polvo que impedían a cualquier observador percatarse de lo escaso de su número, los setecientos guerreros aztecas encabezados por Tlacaélel atacaron con furia incontenible la retaguardia del ejército tecpaneca. El pueblo tenochca, arrastrando siempre sus largas escobas, volvió a alejarse del campo de batalla, dirigiéndose en línea recta a la cercana ciudad de Azcapotzalco.
Abriéndose paso por entre las filas de sus confundidos oponentes, las tropas bajo el mando de Tlacaélel traspasaron el cerco tecpaneca y llegaron hasta el lugar donde se encontraba el ejército aliado. Los diezmados batallones de tenochcas y texcocanos abrieron momentáneamente su cerrada formación defensiva para formar un largo pasadizo interno por el cual avanzaron a todo correr los recién llegados. Tras de atravesar su propio campo, Tlacaélel y los guerreros que le acompañaban chocaron con las tropas tecpanecas situadas en la delantera. Los soldados de Maxtla eran presa del desconcierto producto de la sorpresa y la desilusión: cuando creían tener ya la victoria al alcance de la mano y sólo restaba terminar de liquidar a sus desfallecidos oponentes, aparecían surgidos quién sabe de dónde nuevos batallones de descansados y aguerridos combatientes que les atacaban por todos lados.
Aprovechando el transitorio descontrol que paralizaba a sus adversarios, las tropas del Portador del Emblema Sagrado lograron de nueva cuenta perforar el cerco tecpaneca, arrollando a todo aquel que se oponía a su avance. Una vez transpuestas las líneas enemigas, Tlacaélel y sus acompañantes comenzaron a alejarse del campo de batalla encaminándose rumbo a la Ciudad de Azcapotzalco. Muy pronto dieron alcance al pueblo azteca que marchaba con idéntica dirección, y unidos pueblo y guerreros, continuaron avanzando con gran prisa.
La repentina irrupción en el campo de batalla de las fuerzas bajo el mando de Tlacaélel, seguida de su inmediata desaparición, pareció ser la esperada señal que aguardaban todos los integrantes del ejército aliado para iniciar una generalizada contraofensiva. Superando el agotamiento que les dominaba a base de voluntad y entusiasmo, tenochcas y texcocanos contraatacaron con renovado ímpetu, en un claro y desesperado esfuerzo tendiente a romper el apretado cerco mantenido por los tecpanecas a lo largo del encuentro.
La inesperada reacción aliada cambió rápidamente la faz del combate. En incontables sitios el cerco quedó roto, y en lugar de dos ejércitos combatiendo en un bien delimitado frente, la lucha se transformó en un sin fin de pequeños encuentros, sostenidos por grupos reducidos que en medio del más completo desorden se destrozaban unos a otros, sin que nadie pudiese determinar cuál de los dos bandos estaba logrando sacar la mejor parte en aquella lucha caótica y feroz.
Si bien la ruptura del cerco significaba que la estrategia tecpaneca tendiente a lograr la destrucción total de las fuerzas aliadas había fracasado, de ello no se infería la necesaria derrota del ejército de Maxtla, cuyos contingentes, por el hecho de continuar siendo más numerosos que los aliados, seguían contando con una decisiva ventaja que muy bien podría permitirles terminar imponiéndose. Así lo entendían los oficiales tecpanecas que continuaban arengando a sus tropas a seguir luchando sin desmayo, y así lo entendía también el común de los soldados bajo su mando, que gracias a la disciplina y al espíritu de lucha que caracteriza a los combatientes profesionales, lograron pronto recuperarse parcialmente del desaliento que les dominara al ver frustradas sus esperanzas de una cercana victoria y continuaron peleando con denuedo.
Mientras la lucha en el campo de batalla seguía desarrollándose en medio de una creciente anarquía, Tlacaélel y sus seguidores llegaban a las afueras de la Ciudad de Azcapotzalco. En la capital tecpaneca reinaba un confiado optimismo sobre el resultado del combate que se libraba en las cercanías de la ciudad. Acostumbrados a los reiterados triunfos de su ejército, los habitantes de Azcapotzalco daban por segura la derrota de los rebeldes. Los numerosos mensajeros llegados del frente a lo largo del día, no habían hecho sino confirmar lo que todos suponían: a pesar de la desesperada resistencia que estaban presentando las fuerzas enemigas, éstas iban siendo vencidas en forma lenta pero segura.
Repentinamente, los vigías apostados en las entradas de Azcapotzalco observaron con extrañeza la proximidad de un contingente humano que rápidamente se acercaba a la ciudad. La larga estela de polvo dejada en su avance por los desconocidos indicaba muy claramente su elevado número. En cuanto los vigías se dieron cuenta que los recién llegados eran tenochcas, comenzaron a esparcir la voz de alarma, sembrando el temor y la confusión entre los moradores de la capital tecpaneca.
Al marchar Maxtla con sus tropas al combate, había dejado para proteger Azcapotzalco tan sólo unos cuantos batallones de guerreros, los cuales, sorprendidos ante la inesperada aparición de sus enemigos, concluyeron que se hallaban frente a la totalidad de las fuerzas aliadas, que tras de aniquilar al ejército tecpaneca en el campo de batalla se disponían a ocupar la ciudad.
En vista de la, al parecer, aplastante superioridad de sus adversarios, los oficiales tecpanecas que mandaban la guarnición consideraron inútil tratar de impedirles la entrada a la ciudad y optaron por ordenar a sus fuerzas se replegaran al cuartel central, con objeto de fortificarse en su interior mientras analizaban las propuestas de rendición. Ni siquiera esta maniobra pudo efectuarse en forma organizada, pues a la entrada del cuartel aguardaban varios sacerdotes de elevada jerarquía, que a grandes voces exigieron a las tropas dirigirse al Templo Mayor para hacerse cargo de su defensa. Después de una violenta discusión entre sacerdotes y militares, la mayor parte de los guerreros se introdujeron en el cuartel, mientras el resto de sus compañeros se encaminaba, en unión de los sacerdotes, hacia la alta pirámide en cuya cima estaba edificado el templo principal de la ciudad. Aterrorizada y presagiando lo peor, la población civil se mantenía oculta dentro de sus casas.
En tanto que el pueblo azteca detenía su marcha y aguardaba en las afueras de Azcapotzalco, Tlacaélel y sus guerreros penetraban en la ciudad y tras de recorrer sus desérticas calles llegaban ante las escalinatas del Templo Mayor. Los soldados y los sacerdotes tecpanecas, ubicados en la parte superior del edificio, comenzaron de inmediato a lanzar una furiosa lluvia de proyectiles en contra de los tenochcas, pero éstos, haciendo caso omiso de las bajas que sufrían, ascendieron a toda prisa los empinados peldaños de la elevada escalera y trabaron combate cuerpo a cuerpo con los defensores del templo. El encuentro fue breve y feroz. Los tecpanecas combatían poseídos por una frenética desesperación, varios de sus sacerdotes, al darse cuenta de la inminencia de la derrota, se arrojaron al vacío. Tras de rodar por los inclinados muros de la pirámide, sus cuerpos quedaron inertes al pie de la gigantesca construcción.
Una vez que lograron terminar con todos sus enemigos, los aztecas incendiaron el templo, prendiéndole fuego por los cuatro costados. Al impulso del viento las llamas se extendieron rápidamente y muy pronto toda la parte superior de la pirámide era presa de enormes llamaradas.
Conseguido su empeño, Tlacaélel y sus acompañantes se dirigieron sin pérdida de tiempo al cuartel central de la ciudad. Dado lo reducido de su número, era obvio que resultaría contraproducente cualquier intento de asalto a la fortificación, así pues, los aztecas se contentaron con lanzar periódicamente certeras andanadas de flechas contra las ventanas del edificio, maniobrando de continuo en su contorno, para hacer creer a sus ocupantes que se encontraban cercados por fuerzas considerables.
Las enormes llamas que envolvían al Templo Mayor de Azcapotzalco iban a producir repercusiones de trascendentales consecuencias en el desarrollo del prolongado combate que se libraba en las cercanías de la ciudad. Al percatarse del incendio que consumía al templo, todos los integrantes del ejército de Maxtla llegaron a la conclusión de que fuerzas enemigas se habían apoderado de la ciudad. El abatimiento y el desaliento más completos cundieron de inmediato tanto entre los tecpanecas como entre los diversos contingentes de tropas mercenarias que luchaban en su compañía, cuyos jefes, convencidos de que la pérdida de la ciudad imposibilitaría a Maxtla el poder cumplir los compromisos con ellos adquiridos, se dieron a la tarea de organizar cuanto antes la retirada de sus respectivas fuerzas, labor nada fácil, dada la característica de batalla campal que había adquirido e] encuentro.