Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (29 page)

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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

BOOK: Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas
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La ancha y larga avenida que conducía desde Tlatelolco hasta la Plaza Mayor había sido convertida por el pueblo en una gigantesca alfombra de flores. En sus costados se agolpaban miles y miles de personas de entristecidos rostros que aguardaban el paso del cortejo para unírsele. Un brusco y sorprendente cambio de estado de ánimo se operaba en todas las gentes en cuanto les era dado contemplar el cadáver de Citlalmina: como si la vigorosa y contagiosa energía que caracterizara a la heroína durante toda su vida continuase emanando de su cuerpo ahora inerte, ante su presencia, la multitud iba trocando la inicial pesadumbre que la dominaba en una actitud de serena firmeza. Una voz de mujer comenzó a entonar uno de los populares cánticos que los poetas habían compuesto en honor de la desaparecida, de inmediato incontables voces se le unieron, y a partir de aquel instante, la plataforma y su mortuoria carga prosiguieron su avance entre un incesante recitar de versos y entonar de canciones. Aquello no parecía ya unas exequias, sino el desfile triunfal de un guerrero.

Informado de lo que acontecía, Axayácatl había cancelado sus instrucciones iniciales —dejando por tanto al pueblo plena iniciativa en la organización del funeral— y en unión de Tlacaélel observaba desde lo alto del Templo Mayor el avance de la aún lejana multitud que lentamente se iba aproximando al corazón de la ciudad. En lontananza, y hacia cualquier punto a donde voltearan la mirada, podían contemplar un incesante afluir de lanchas pletóricas de gente que a toda prisa se desplazaban hacia la capital azteca.

Resultaba evidente que la noticia de la muerte de Citlalmina, como si hubiese sido propalada por los vientos, había llegado ya hasta un gran número de poblaciones situadas en los contornos del lago y que sus moradores acudían presurosos a rendir un último homenaje a la fallecida defensora de las causas populares.

En los bien trazados contornos de la Plaza Mayor, trabajando cual inmenso hormiguero, incontables personas laboraban febrilmente en la confección de una gigantesca alfombra de flores que abarcase toda la explanada. Técpatl, en compañía de otros destacados artistas, dirigía personalmente a los operarios, que con inigualable habilidad y rapidez iban transformando el vasto espacio disponible en una policromía de gran belleza, en la que figuraban representaciones de Deidades y geométricos dibujos de complicado diseño. Al pie de la enorme pirámide que albergaba al Templo Mayor, se hallaba colocado un alto montículo de madera, destinado a convertirse en la hoguera cuyas llamas consumirían el cuerpo de la heroína azteca.

Al percatarse de la proximidad del cortejo, Tlacaélel y Axayácatl descendieron del Templo y en unión de los más importantes dignatarios imperiales se dispusieron a salir a la Plaza para participar en los funerales. Sabedores de la actitud adoptada por Tlecatzin y los noveles Caballeros Tigres, se despojaron también de todas las insignias inherentes a sus altos cargos, y sencillamente ataviados, se encaminaron hacia el lugar donde habría de encenderse la hoguera.

La aparición de las autoridades en la Plaza Central coincidió con la llegada de la inmensa multitud que acompañaba al cadáver. Un profundo asombro suscitóse entre el pueblo al contemplar a los principales personajes del Imperio despojados de todo distintivo que aludiese a su grandeza y poderío. Particularmente la figura de Tlacaélel era objeto de la asombrada mirada de todos los presentes, pues no se conocía ningún precedente de algún Portador del Emblema Sagrado que hubiese participado en un acto público sin ostentar sobre su pecho la venerada insignia.

Los cánticos cesaron y un extraño e impresionante silencio prevaleció en el ambiente. Lentamente, como si sus portadores se resistiesen a hacer entrega de su preciada carga, la plataforma conteniendo el cuerpo de Citlalmina llegó hasta donde se encontraba la madera convenientemente dispuesta para facilitar su incineración. En los momentos en que el cadáver iba a ser trasladado de la plataforma al montículo, el viento agitó las blancas vestiduras que cubrían el cuerpo, produciendo con ello una fugaz ilusión de vida y movimiento. Un rumor revelador de nerviosa inquietud se dejó escuchar entre la apretada multitud. La contemplación de la natural serenidad que prevalecía en las facciones de Citlalmina había suscitado ya numerosas dudas entre el pueblo —principalmente entre las mujeres— acerca de si en verdad la heroína se encontraba muerta o tan sólo sumida en un profundo sueño. La impresión de movimiento producida por el viento transformó en un instante aquellas dudas en la segura convicción de que Citlalmina no había fallecido, sino que se hallaba en una especie de trance semejante al sueño.

Inesperadamente, sin que nadie supiese de donde había brotado, una voz pronunció una palabra con la firme seguridad de aquel que enuncia la adecuada solución a un complejo problema:

¡Iztaccíhuatl!

Millares y millares de rostros elevaron al unísono la mirada en dirección a los eternos centinelas del Anáhuac: la majestuosa pareja de volcanes de nevadas cumbres y singular figura, fuente inmemorial de inspiración de las más bellas leyendas. Al contemplar a la colosal montaña con forma de mujer que parecía dormir aguardando una nueva Edad para recobrar la conciencia, la multitud captó en un instante, en una especie de súbita percepción colectiva, la simbólica similitud que identificaba a aquellos dos seres —la mujer de carne y la mujer de nieve— habitantes de una desconocida realidad que trascendía ,1a aparente dualidad que entrañan la vida y la muerte.

Sin que fuese necesario que nadie la expresase en palabras, una firme determinación pareció surgir en el ánimo popular al percatarse de la semejanza existente entre las dos yacientes figuras: la de elevar el cuerpo de Citlalmina hasta las nieves del Iztaccíhuatl, para que ambos seres aguardasen unidos su futuro despertar.

Una vez más, el pueblo se puso en movimiento transportando la floreada plataforma que contenía el cuerpo de Citlalmina hasta el embarcadero más cercano. Al llegar a éste, fue colocada con sumo cuidado en una canoa que al instante comenzó a surcar las aguas, seguida muy de cerca por enjambres de lanchas en las que se agolpaba una población deseosa de acompañar a Citlalmina hasta su nuevo hogar.

Al borde del lago, acampados en una amplia llanura y protegidos del frío de la noche por incontables fogatas cuyos resplandores se percibían desde lejanas distancias, el pueblo azteca esperó el amanecer del nuevo día para proseguir su marcha hacia las nevadas faldas del Iztaccíhuatl.

Al despuntar el alba, los tenochcas dieron comienzo a un ininterrumpido ascenso a través de extensos y solitarios bosques. Las últimas luces rojizas del atardecer coloreaban el cielo, cuando los fatigados caminantes se detuvieron ante la pequeña abertura de una profunda oquedad en un conjunto rocoso. Se encontraban ya en un lugar donde dan comienzo las nieves perpetuas del femenino y adormecido volcán.

Un grupo de leñadores, habitantes de aquellas soledades, introdujo el cuerpo de Citlalmina hasta el final de la grieta, depositándolo sobre una sencilla estera de algodón. Un tosco enrejado de madera y una barrera de piedras cubrieron y ocultaron la salida del recinto.

Profundamente emocionado, pero sin dar muestras de tristeza, el pueblo se mantuvo inmóvil y expectante mientras los leñadores terminaban por cubrir del todo la angosta abertura. Confundido entre la gente, Tlacaélel permanecía impasible e inescrutable. Nadie colocó una sola ofrenda ni se pronunció tampoco oración alguna, pues no se trataba de un funeral, sino únicamente de coadyuvar al largo reposo que iniciaba Citlalmina en su helada y solitaria morada.

En medio del más completo silencio, como si temiesen perturbar el sueño de los seres excepcionales que dejaban a sus espaldas, los tenochcas se alejaron presurosos del aquel lugar. Mujer y montaña esperarían juntas el retorno del tiempo en el que nuevamente habrían de entrar en acción.

A partir de la fecha en que el cuerpo de Citlalmina fuera confiado a la custodia del Iztaccíhuatl, una especie de parálisis espiritual pareció apoderarse de Técpatl, impidiéndole no sólo proseguir su labor artística, sino incluso efectuar la mayor parte de las acciones necesarias para sobrevivir. Silencioso y ensimismado en sus propios pensamientos, pasaba los días con la mirada perdida, contemplando en el lejano horizonte a la gigantesca mujer de nieve y rocas en cuyo seno reposaba la heroína azteca.

Dejando sin respuesta los angustiados requerimientos de sus discípulos y amigos, que sin cesar le imploraban cambiase de proceder, el indiscutido dirigente de la vida artística del mundo náhuatl languidecía a ojos vistas, su cuerpo, de por sí delgado en extremo, no era ya —al igual que durante su adolescencia y primera juventud— sino un poco de piel que inexplicablemente porfiaba en continuar adherida a los huesos.

Alarmados ante una situación que no podía prolongarse sin que sobreviniese un trágico desenlace, una comisión de artistas y artesanos acudió ante Tlacaélel para exponerle la penosa situación por la que atravesaba el escultor y pedirle que intentase alguna acción tendiente a lograr que éste recuperase su sano juicio.

El Cihuacóatl Azteca escuchó con sincera preocupación el relato de lo que acontecía a Técpatl y creyó entrever la posible causa que motivaba su, al parecer, inexplicable comportamiento. Desde los ya lejanos días en que la intervención de Citlalmina había salvado la vida del escultor —e influido en forma decisiva para transformar la generalizada desconfianza por su obra en un vigoroso movimiento de apoyo popular a sus ideales de renovación artística— Técpatl, además de conservar una profunda gratitud a su providencial bienhechora, había encontrado en ésta la fuerza inspiradora que le permitía convertir en prodigiosas realizaciones escultóricas sus elevadas intuiciones. Al fallecer Citlalmina resultaba evidente, a juzgar por su actitud, que Técpatl consideraba concluida su labor sobre la tierra y ya tan sólo aguardaba el momento de su muerte.

Tlacaélel prometió a quienes solicitaban su intervención visitar esa misma tarde a Técpatl, sin embargo, les previno que no confiasen demasiado en que necesariamente se derivase de ello un cambio en la actitud del artista, pues si éste había tomado una determinación irrevocable, no existiría razonamiento alguno capaz de hacerle cambiar de conducta.

La presencia de Tlacaélel en el antiguo taller de Yoyontzin pareció reanimar al desfallecido Técpatl, quien abandonando por unos instantes la perpetua contemplación del Iztaccíhuatl a que se hallaba consagrado, se incorporó solícito a dar la bienvenida a su inesperado visitante.

Como resultado de los poco gratos acontecimientos que se habían venido sucediendo a partir del anuncio del supuesto matrimonio entre Citlalmina y Teconal, hacía ya algún tiempo que el Azteca entre los Aztecas no realizaba sus habituales visitas al taller del escultor, así pues, le costó trabajo reconocer a Técpatl en el cadáver viviente que tenía ante sus ojos.

Tlacaélel no reprochó al artista su conducta, se limitó a externar ante éste la segura convicción de que tal y como el pueblo certeramente intuyera, Citlalmina no había fallecido a resultas de una agresión o víctima de una repentina enfermedad, sino que considerando que por el momento no era ya imprescindible para su pueblo había optado, consciente y voluntariamente, por llevar su espíritu a una desconocida región —más misteriosa incluso que aquélla donde moraban los muertos— desde la cual aguardaría a que nuevamente se diesen en Me-xíhc-co circunstancias que requiriesen su presencia.

Antes de abandonar el taller, Tlacaélel efectuó la compra de algunos sencillos utensilios de cerámica de uso cotidiano, mismos que pagó de inmediato con una moneda de cacao. Para todos los presentes resultó evidente el significado de aquella compra: constituía a un mismo tiempo un reconocimiento a la actitud adoptada por los alfareros que laboraban en aquel lugar —los cuales habían continuado trabajando a pesar de lo que ahí acontecía— y una velada reconvención a los escultores del taller, pues éstos habían paralizado del todo sus actividades en cuanto lo hiciera su director y maestro.

Transcurrió cerca de una semana sin que Tlacaélel supiese si se había operado algún cambio en la conducta del escultor, hasta que una mañana, al informarse de los nombres de las personas que solicitaban audiencia, se enteró de que Técpatl se encontraba entre éstas. Al recibirlo, observó una notoria mejoría en su aspecto, pues a pesar de su aún exagerada delgadez, nuevamente dimanaba de él la poderosa e indefinible energía que siempre le caracterizara.

Técpatl expuso ante el Cihuacóatl Imperial haber localizado por la región de Tizápan una enorme piedra que deseaba esculpir, razón por la cual, requería ayuda para lograr trasladarla hasta su taller. Tomando en consideración que el artista disponía de medios suficientes para realizar por su cuenta la operación de transporte, Tlacaélel vio en aquella petición no sólo el medio a través del cual Técpatl le manifestaba haber superado la crisis que le dominaba, sino también un gesto romántico y evocador del pasado, pues había sido con una solicitud exactamente igual a ésa, como el escultor iniciara sus labores artísticas en la capital azteca.

Tlacaélel acordó favorablemente la petición, y a la mañana siguiente, un numeroso grupo de cargadores, bajo la personal dirección del artista, dio comienzo a la difícil maniobra.

La frustrada revuelta de los mercaderes había hecho comprender a Tlacaélel que la política seguida hasta entonces en lo referente a la regulación de las actividades mercantiles se traduciría en constante fuente de conflictos en caso de no ser modificada, pues si bien era cierto que al mantener a los comerciantes en una posición de marcada inferioridad política y social, se evitaba toda posibilidad de que éstos pudiesen transformar los objetivos de carácter espiritual que normaban la conducta de la sociedad, substituyéndolos por el simple afán de enriquecimiento personal que los caracterizaba, también lo era que los mercaderes jamás terminarían resignándose con la marginación de que eran objeto, y que valiéndose de las cuantiosas riquezas que poseían —derivadas del incesante incremento de las actividades mercantiles propiciado por la expansión del Imperio— intentarían una y otra vez cambiar este orden de cosas que les resultaba tan adverso.

Después de reflexionar largamente sobre el problema, Tlacaélel llegó a la conclusión de que existían básicamente dos posibles soluciones.

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