Los aztecas poseían profundamente arraigado en lo más íntimo de su ser el orgullo de provenir de una región considerada entre las más sagradas de toda la tierra: Aztlán, el lugar en donde los hombres podían dialogar permanentemente con los Dioses.
A pesar del tiempo transcurrido desde la lejana fecha en que partieran de Aztlán, los aztecas seguían sintiéndose vinculados espiritualmente a la región donde se encontraban sus raíces: sus poetas componían de continuo bellos poemas para expresar el nostálgico anhelo de retornar algún día al territorio de sus antepasados, y en general, el pueblo manifestaba siempre un profundo interés por cualquier asunto relativo a su lugar de origen.
Las discusiones en torno a la índole de las relaciones que en lo futuro debían establecerse entre Aztlán y Tenochtítlan llegaron a tal punto, que Tlacaélel se sintió obligado a expresar oficialmente su opinión al respecto. El territorio de Aztlán, afirmó el Heredero de Quetzalcóatl, era sagrado, y por tanto, el Imperio mantendría siempre el más profundo respeto a su integridad y autonomía.
La clara posición asumida por Tlacaélel en lo relativo a las hipotéticas relaciones con Aztlán fue recibida con general beneplácito y tranquilizó la inquietud que este asunto había despertado en la población; todos parecieron quedar satisfechos con la forma en que el Portador del Emblema Sagrado había resuelto el problema, todos menos el propio Tlacaélel, pues el inesperado planteamiento de semejante cuestión en el ánimo popular le había permitido percatarse de que el pueblo azteca daba por cierto que el reencuentro con su propio pasado estaba por producirse de un momento a otro, y que de no ocurrir este hecho, el espíritu mismo del pueblo azteca se vería afectado por una frustración de incalculables consecuencias.
Atendiendo a lo expresado en las más antiguas tradiciones, Aztlán se hallaba situado en una lejana región ubicada al norte del Anáhuac, sin embargo, ninguno de los informes que frecuentemente recibía Tlacaélel de personas que viajaban por tierras situadas muy al norte le permitía forjarse la menor esperanza de una pronta localización de Aztlán. Embajadores, comerciantes, jefes militares y exploradores, coincidían en una misma opinión: en los apartados territorios del norte predominaban enormes extensiones desérticas, habitadas por escasos pobladores caracterizados por un bajo nivel cultural. No existía —concluían los informantes— ningún indicio que denotase la presencia en alguna parte de aquellos contornos de un pueblo poderoso y altamente civilizado, como de seguro lo era el que habitaba junto a los milenarios templos de Aztlán.
Tlacaélel concluyó que la mejor forma de solucionar el misterio que planteaba la localización de Aztlán era encabezar personalmente una expedición que partiese en su búsqueda lo antes posible. Así pues, se dio de inmediato a la tarea de organizar los preparativos para llevar a cabo la nueva misión que se había impuesto.
Un elevado número de comisionados especiales partieron de la capital azteca rumbo al norte, portando órdenes específicas para facilitar la marcha de los futuros viajeros. Sus instrucciones iban desde la compra y almacenamiento de provisiones en determinados lugares, hasta la obtención de todo tipo de informes que pudiesen resultar útiles para los fines de la expedición.
El Portador del Emblema Sagrado designó como comandante de la escolta que habría de acompañarle a Tlecatzin, joven guerrero de comprobado valor y destacadas facultades de estratego, que recientemente había obtenido el grado de Caballero Tigre. Tlecatzin había nacido el mismo día en que el pueblo azteca librara la batalla decisiva contra los ejércitos de Maxtla. Su alumbramiento, ocurrido en las cercanías del lugar donde se desarrollara el combate, había ocasionado la muerte de su madre, a pesar de todos los esfuerzos que para impedirlo había realizado la bella Citlalmina convertida en improvisada partera. El padre de Tlecatzin —capitán de arqueros en el ejército azteca— había perecido también en aquella memorable jornada, completándose así la orfandad del recién nacido. A partir de aquellos sucesos, Citlalmina se había hecho cargo del pequeño, adoptándolo y educándolo con el mismo cariño y dedicación que habría puesto en el hijo que, en otras circunstancias, hubiera podido llegar a concebir con Tlacaélel.
Una vez concluidos los preparativos y celebradas las ceremonias religiosas tendientes a propiciar el favor de los dioses, la expedición partió de Tenochtítlan encaminándose hacia el norte, a la búsqueda de Aztlán, la sagrada región en donde se hallaban los más remotos orígenes del pueblo azteca.
Avanzando a buen ritmo y contando con todo género de ayuda durante las primeras etapas de su recorrido, la expedición llegó en pocas semanas a las zonas limítrofes del Imperio. Después de un breve descanso de algunos días, Tlacaélel y sus acompañantes reanudaron la marcha, adentrándose en territorios donde no imperaba ya la hegemonía tenochca; a pesar de ello, el avance prosiguió sin mayores contratiempos durante un buen tiempo. Las poblaciones por las que atravesaban conocían muy bien el poderío azteca y se cuidaban de no efectuar actos de hostilidad en su contra; por otra parte, los enviados que precedieran a la expedición habían hecho una buena labor: comprando importantes dotaciones de provisiones, contratando los servicios de guías y traductores y obteniendo toda clase de información sobre las diferentes regiones por las que habrían de cruzar los expedicionarios.
Al continuar siempre adelante, internándose por territorios cada vez más alejados y desconocidos, la expedición dejó de contar con la ayuda externa que había venido recibiendo y tuvo que atenerse exclusivamente a sus propios recursos para subsistir. Áridas planicies en las que predominaba un clima extremoso se sucedían una tras otra, en una inacabable continuidad que parecía no tener fin.
Cierto día los aztecas llegaron a las riberas de un río de regulares dimensiones, dotado de un caudal de agua que jamás hubieran imaginado encontrar en aquellas tierras secas y desoladas. Mientras atravesaba el río a nado —la expedición no contaba con ninguna clase de canoas, pues ello hubiera significado un considerable impedimento— Tlacaélel tuvo el claro presentimiento de estar cruzando una frontera inmemorial, una especie de línea de demarcación sancionada por el tiempo y la naturaleza, que separaba a dos mundos del todo diferentes; ello le llevó a concebir la esperanza de que el término de aquel viaje se encontraba próximo y de que muy pronto comenzarían a extenderse ante su vista los innumerables templos y palacios que engalanaban las fabulosas ciudades donde moraban los privilegiados habitantes de Aztlán.
Las optimistas esperanzas de Tlacaélel no tardaron en sufrir una ruda prueba. Al día siguiente de aquél en que los aztecas cruzaran el río fueron objeto de un ataque por parte de una numerosa banda de salvajes. El rápido contraataque de los guerreros tenochcas hizo huir de inmediato a los agresores poniendo fin a la escaramuza, pero se trataba tan sólo del comienzo; a partir de entonces, resultaron frecuentes las emboscadas y los ataques sorpresivos efectuados en contra de la expedición por partidas de bárbaros, al parecer nómadas, que con una manifiesta falta de organización y una total carencia de coordinación en sus acciones, se lanzaban al ataque profiriendo invariablemente feroces gritos de guerra.
Aun cuando la superior estrategia y armamento de los tenochcas les permitía salir victoriosos en todos los encuentros, no por ello dejaban de ocasionarles bajas, que en aquellas circunstancias resultaban siempre considerables, ya que cualquier guerrero muerto representaba una disminución en la capacidad combativa de la expedición, y por lo que respecta a los heridos, su presencia y los consiguientes cuidados de que eran objeto obligaban a un ritmo de marcha mucho más lento.
En más de una ocasión, al observar la forma en que Tlecatzin hacía frente a los peligros y resolvía las dificultades que de continuo se presentaban, Tlacaélel se congratuló por haberlo designado como jefe militar de la expedición. Tlecatzin poseía cualidades que lo convertían en el dirigente ideal para llevar a cabo misiones particularmente difíciles. Dotado de una perspicaz inteligencia y de una gran serenidad de ánimo, sabía ser a un mismo tiempo valeroso y prudente. Asimismo, el hijo adoptivo de Citlalmina contaba en su favor con esa característica que en un buen militar resulta un don inapreciable, y que consiste en poder establecer rápidamente una especie de invisible e indestructible vínculo con cada uno de los integrantes de las fuerzas bajo su mando, lo que permite la posibilidad de ejecutar acciones para las cuales se requiere una perfecta sincronización de todos los soldados que en ella participan.
La enorme dificultad con que los expedicionarios lograban obtener los alimentos necesarios para subsistir constituía un problema aún mayor que el representado por los ataques de los bárbaros. Los parajes Por los que transitaban eran inhóspitos en extremo y a duras penas lograban cazar uno que otro animal y encontrar algunas plantas y raíces que resultasen comestibles. Cuando después de atravesar un calcinante desierto se adentraron en una región ligeramente fértil, los aztecas hicieron una breve pausa en su ininterrumpido avance, y tras de construir un albergue fortificado, permanecieron en aquel refugio recuperando sus gastadas energías.
Con base en lo observado personalmente a lo largo de aquel prolongado viaje —o sea la evidente carencia de cualquier signo que denotase la presencia de un centro vivo de cultura en aquellos contornos— Tlacaélel había llegado a la conclusión de que Aztlán había desaparecido de la faz de la tierra desde hacía mucho tiempo, siendo la causa más probable de su extinción un devastador ataque de los pueblos bárbaros que le rodeaban; sin embargo, el Portador del Emblema Sagrado consideraba que la expedición debía continuar adelante, no ya con la esperanza de establecer contacto directo con los guías espirituales de la milenaria nación, sino con la finalidad de hallar entre aquellas vastas soledades las ruinas de la antaño portentosa civilización, para extraer de las mismas algunos preciados restos que pudiesen ser trasladados a Tenochtítlan, como un fehaciente testimonio del grandioso pasado del pueblo azteca.
Una vez recobradas parcialmente las fuerzas, los tenochcas abandonaron la relativa seguridad que les ofrecía su improvisado campamento y prosiguieron su avance con renovado ímpetu. Tlacaélel había dialogado largamente con sus acompañantes y todos ellos coincidieron con él en una misma y firme resolución: la expedición debía continuar adelante hasta encontrar indicios inequívocos de la existencia de Aztlán o hasta que pereciese el último de sus integrantes, jamás retornarían a la capital azteca llevando a cuestas la ignominia de no haber sabido cumplir con su misión.
A los dieciocho días de reiniciada la marcha, al trasponer una colina en cuyo costado fluía un abundante manantial, los viajeros observaron pequeñas estelas de humo que se alzaban de entre los escombros de lo que hasta hacía poco tiempo debía haber sido un poblado de regulares dimensiones, situado al pie de la colina.
Al frente de una patrulla Tlecatzin llegó hasta la derruida población para efectuar una inspección. Ante su vista fue surgiendo un desolador panorama en el que la muerte y la devastación reinaban por doquier. Los atacantes del poblado habían llevado su propósito de exterminio hasta el último extremo: los cadáveres de hombres, mujeres, niños y ancianos, yacían insepultos entre el polvo y las ruinas, semidevorados por las fieras y por incontables bandas de buitres y zopilotes, que se elevaban pesadamente por los aires ante la presencia de los guerreros aztecas. Tlecatzin concluyó que a juzgar por todos los indicios la matanza y destrucción de que eran testigos había tenido lugar dos días antes. A pesar de lo rápido de su visita a tan fúnebre paraje, los tenochcas pudieron percatarse de que existían en diversos lugares del poblado pequeñas reservas de alimentos que se habían salvado del saqueo y de la destrucción perpetrados por los asaltantes. Concluida su inspección, la patrulla retornó donde se encontraba el resto de la expedición para dar cuenta de todo lo observado.
Tras de escuchar el informe de Tlecatzin, Tlacaélel resolvió que la expedición se encaminase hacia las afueras de la población, con objeto de acampar en sus proximidades y dedicar por lo menos un día a la cremación y entierro de los muertos, así como a la localización de cuantas provisiones les fuese posible hallar en aquel lugar, pues ya casi no contaban con alimentos.
Iniciaban los aztecas la penosa tarea de ir concentrando los cadáveres con miras a su posterior cremación, cuando repentinamente, de entre los escombros de una habitación al parecer vacía, surgió la figura de una niña que a gran velocidad intentaba alejarse de la aldea. La recién aparecida poseía una increíble agilidad, razón por la cual resultó necesaria la intervención de numerosos tenochcas para lograr atraparla. En medio de agudos gritos e intentando en todo momento liberarse de sus captores, la pequeña fue llevada ante Tlacaélel.
La serena presencia de ánimo que emanaba siempre del Portador del Emblema Sagrado pareció obrar las veces de un bálsamo reparador en el ánimo de la niña, la cual permaneció durante un buen rato sollozando quedamente, abrazada al cuello del Azteca entre los Aztecas, mientras éste le acariciaba afectuosamente la negra cabellera. El tembloroso cuerpo de la chiquilla era la imagen misma del miedo y en sus redondos ojos, negros e inundados de llanto, podía leerse con toda claridad la impresión que en su indefenso ser habían dejado los recientes acontecimientos que condujeran a la total destrucción de su pequeño mundo. Tlacaélel estimó que la única sobreviviente de aquella desventurada población llegaría cuando mucho a los siete años de edad. El ovalado rostro de la pequeñuela estaba dotado de una gracia singular y de una manifiesta picardía; todos los rasgos de sus facciones eran a un mismo tiempo enormemente parecidos e indefinidamente diferentes a los que podía esperarse que poseyera cualquier niña azteca de similar edad. Su atuendo, siendo en extremo sencillo, revelaba buen gusto y un cierto refinamiento., características que resultaban igualmente aplicables a los distintos ropajes y enseres utilizados por los habitantes de aquella aldea, que al parecer, habían logrado distanciarse en buena medida del marcado primitivismo predominante en los restantes pobladores de aquellas regiones.
Durante los días que permanecieron en aquel solitario paraje, la chiquilla descubierta por los tenochcas dio muestras de haber perdido todo temor hacia los integrantes de la expedición. Aun cuando el idioma hablado por la niña resultaba del todo incomprensible para los aztecas, ella procuraba manifestarles en muy distintas formas que les consideraba sus amigos y protectores. Atendiendo a la fecha en que la encontraron, Tlacaélel dio a la pequeña el nombre de Macuilxóchitl
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y decidió unirla a la suerte de la expedición.