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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

Ulises (101 page)

BOOK: Ulises
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—Vi una vez un chino —relataba el brioso narrador— que tenía unas pildoritas como de masilla y las echaba en agua y se abrían y cada píldora era algo diferente. Una era un barco, otra era una casa, otra era una flor. Guisan ratas en la sopa —añadió, con aire estimulante del apetito—, los chinos hacen eso.

Posiblemente percibiendo una expresión de duda en sus rostros, el
globe-trotter
siguió adhiriéndose a sus aventuras.

—Y vi un hombre en Trieste que lo mató un italiano. Una navaja en la espalda. Una navaja así.

Mientras hablaba sacó una navaja de peligroso aspecto, muy en armonía con su persona, y la mantuvo en posición de herir.

—Era en una casa de putas a causa de un lío entre dos contrabandistas Un tío se escondió detrás de una puerta y saltó por detrás de él. Así.
Prepárate a encontrarte con tu Dios
, dice. ¡Chac! Le entró por la espalda hasta el mango.

Su pesada mirada, vagando soñolienta en torno, parecía desafiarles a más preguntas si por casualidad tenían ganas de hacérselas.

—Este sí que es un buen trozo de acero —repetía, examinando su temible
stiletto
.

Tras de ese escalofriante
dénouement
, suficiente para horrorizar a los más robustos, cerró la hoja y guardó el arma en cuestión como antes en su cámara de los horrores, por otro nombre bolsillo.

—Les da mucho por el arma blanca —dijo, en beneficio de todos, alguien que estaba evidentemente a oscuras—. Por eso creían que los crímenes de los Invencibles en el parque eran cosa de extranjeros, porque usaban cuchillos.

Ante esta observación, obviamente ofrecida en el espíritu de que donde hay ignorancia hay felicidad, el señor Bloom y Stephen, cada cual a su manera particular, intercambiaron instintivamente miradas significativas, en un religioso silencio de la más pura índole de
entre nous
, sin embargo, hacia donde Desuellacabras,
alias
el encargado, extraía chorros de líquido de su utensilio de hervir. Su rostro inescrutable, que era realmente una obra de arte, daba la impresión de que no entendía ni jota de lo que sucedía. Gracioso, mucho.

Entonces tuvo lugar una pausa algo prolongada. Un hombre leía, a tirones, un diario de la tarde manchado de café; otro, la postal con la
choza
de indígenas; otro, la licencia del marinero. El señor Bloom, en la medida en que le concernía personalmente, estaba simplemente cavilando en pensativo estado de ánimo. Recordaba de modo vivido cuando el aludido suceso tuvo lugar, como si fuera ayer, hacía unos veinte años, en los días de las agitaciones campesinas, cuando aquello cayó sobre el mundo civilizado como una bomba, para hablar figurativamente, a principios de los años ochenta, el ochenta y uno para ser exactos, cuando acababa de cumplir quince años.

—Ea, jefe —intervino el marinero—. Devuélvame esos papeles.

Cumplida la solicitud, les echó la garra de un zarpazo. —¿Ha visto usted el Peñón de Gibraltar? —inquirió el señor Bloom.

El marinero hizo una mueca, mascando, de un modo que podía interpretarse como sí, ya lo creo, o no.

—Ah, también ha tocado allí —dijo el señor Bloom—, la punta de Europa —pensando que sí, en la esperanza de que el vagabundo pudiera con algunas reminiscencias… pero no lo hizo así, dejando simplemente escapar un chorro de saliva hacia el serrín, y movió la cabeza con una suerte de perezoso desprecio.

—¿Hacia qué año sería? —intercaló el señor Bloom—. ¿Recuerda usted los barcos?

Nuestro sedicente marinero mordió pesadamente un rato, hambriento, antes de contestar.

—Estoy cansado de todas esas peñas en el mar —dijo—, y barcos y naves. Carne salada todo el tiempo.

Cansado, al parecer, calló. Su interrogador, percibiendo que no tenía grandes probabilidades de obtener muchos resultados con aquel viejo astuto, se entregó a nebulosas especulaciones sobre las enormes dimensiones del agua sobre el globo terráqueo. Baste decir que, como revelaba una ojeada casual al mapa, cubría plenamente sus tres cuartas partes y él se daba cuenta plenamente, en consecuencia, de lo que significaba dominar las olas. En más de una ocasión, una docena por lo menos, cerca del North Bull en Dollymount, él había observado a un añoso lobo de mar, evidentemente abandonado, sentado de modo habitual cerca del no especialmente bienoliente muro sobre el mar, mirando en olvido al mar mientras el mar le miraba a él, soñando con frescos bosques y prados intactos, como canta no sé quién no sé dónde. Y eso le dejaba preguntándose por qué. Acaso ése había tratado de averiguar el secreto por sí mismo, zarandeado de acá para allá hasta las antípodas y todas esas cosas y de arriba para abajo, bueno, no exactamente para abajo, tentando al destino. Y se podía apostar veinte contra nada a que realmente no había ningún secreto en absoluto en ello. Sin embargo, sin entrar en las
minutiae
del asunto, el hecho elocuente seguía siendo que el mar estaba ahí en toda su gloria y en el transcurso natural de las cosas alguien tenía que navegar por él y desafiar a la Providencia aun cuando ello fuera a parar meramente en mostrar cómo se las arregla la gente para cargar esa clase de peso sobre los demás, como la idea del infierno y la lotería y los seguros, que se han organizado idénticamente según las mismas líneas, de modo que por esa misma razón, si no por otra, el Domingo de la Barca de Salvamento era una institución muy laudable hacia la que el público en general, no importa dónde viviera, tierra adentro o en la costa, según fuera el caso, una vez que se le presentaba así a su atención, debería ofrecer su gratitud así como a los capitanes de puerto y el servicio de vigilancia de costas que tenían que aparejar y zarpar haciendo frente a los elementos, en cualquier época del año, cuando el deber les llamaba
Irlanda espera que cada cual
y así sucesivamente, y a veces lo pasaban muy mal en invierno sin olvidar los fuegos flotantes, el Kish y los demás, expuestos a zozobrar en cualquier momento, en torno al cual él una vez con su hija había experimentado un mar notablemente picado, por no decir tormentoso.

—Había uno que navegaba conmigo en el
Vagabundo
—continuó el viejo lobo de mar, vagabundo también él—. Vuelto a tierra, tomó un trabajo cómodo, como criado de caballero a seis libras al mes. Estos pantalones son suyos, los que llevo puestos, y me dio un impermeable y esta navaja. Yo serviría para ese trabajo, barba y pelo. No me gusta andar vagabundeando por ahí. Ahí está ahora mi hijo, Danny, que se ha escapado a la mar y su madre le había buscado un sitio con un pañero en Cork donde podía ganar dinero fácil.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó un oyente, que, por cierto, visto de lado, ofrecía un remoto parecido con Henry Campbell, el secretario municipal, lejano de los abrumadores cuidados de su cargo, sin lavar, por supuesto, y con desastrada vestimenta y una fuerte sospecha de color en torno al apéndice nasal.

—Bueno —respondió el marinero con lenta pronunciación desconcertada—. ¿Mi hijo Danny? Debe andar por los dieciocho ahora, según mis cuentas.

Tras de lo cual aquel padre de Skibbereen se abrió con las dos manos de un tirón su camisa gris o en todo caso nada limpia y se empezó a rascar el pecho en lo que se vio que era una imagen tatuada con tinta china azul, intentando representar un ancla.

—Había piojos en aquella hamaca en Bridgewater —observó—. Como un clavo. Tengo que darme un lavado mañana o pasado. Son esos negros lo que me molesta. Me revientan esos maricones. Le chupan a uno la sangre, de veras.

Viendo que todos le miraban al pecho, amablemente tiró de la camisa para abrirla más, de modo que, encima del largamente acreditado símbolo de la esperanza y el reposo del marinero, obtuvieron una vista completa de la cifra 16 y de una cara de joven de perfil con aire más bien ceñudo.

—Un tatuaje —explicó el exhibidor—. Me lo hicieron cuando estábamos en una calma chicha al largo de Odessa en el Mar Negro con el capitán Dalton. Un tipo que se llamaba Antonio lo hizo. Ese de ahí es él mismo, un griego.

—¿No le hizo mucho daño? —preguntó uno al marinero.

Aquel ilustre, sin embargo, estaba diligentemente ocupado en recoger algo alrededor del no sé qué en su. Apretando o.

—Vean aquí —dijo, enseñando a Antonio—. Ahí está, maldiciendo al segundo de a bordo. Y ahora ahí está —añadió—. El mismo tío —tirando de la piel con los dedos, algún truco especial evidentemente—, y riéndose de algún cuento.

Y en efecto la lívida cara del joven llamado Antonio parecía de veras sonreír forzadamente, curioso efecto que provocó la admiración sin reservas de todo el mundo, incluyendo a Desuellacabras, que esta vez se estiró hacia allá.

—Eso, eso —suspiró el marinero, bajando los ojos hacia su viril pecho—. También él se fue. Se lo comieron los tiburones después. Eso, eso.

Dejó ir la piel de modo que el perfil volvió a asumir la expresión normal de antes.

—Bonito trabajo —dijo el descargador número uno.

—¿Y para qué es el número? —interrogó el vago número dos.

—¿Se lo comieron vivo? —preguntó un tercero al marinero.

—Eso, eso —volvió a suspirar el recién mencionado personaje, esta vez más animadamente, con una especie de media sonrisa, sólo de breve duración, en dirección al que preguntaba sobre el número—. Lo comieron. Era un griego.

Y luego añadió, con humor más bien macabro, considerando su presunto fin:

—Malo como él viejo Antonio
que me ha mandado al demonio.

El rostro de una corretona, vidrioso y extraviado bajo un sombrero negro de paja, atisbo al soslayo por la puerta del refugio, palpablemente explorando por su cuenta con el objetivo de llevar más agua a su molino. El señor Bloom, no sabiendo apenas a qué lado mirar, volvió la cara al momento, agitado pero exteriormente tranquilo, y recogiendo de la mesa el papel rosa del periódico de la calle Abbey que el cochero, si es que lo era aquél, había puesto a un lado, lo levantó y miró al rosa del papel aunque ¿por qué rosa? Su motivo para obrar así fue que reconoció al momento al otro lado de la puerta la misma cara de que había captado un atisbo fugitivo esa misma tarde en el Ormond Quay, aquella hembra parcialmente idiotizada, a saber, la del callejón, que sabía que la señora del vestido marrón es tu señora (la señora B.), y le pidió la oportunidad del lavado. También ¿por qué lavado, que parecía más bien vago? Tu lavado. Sin embargo, la franqueza le obligaba a admitir que él había lavado la ropa interior de su esposa cuando estaba sucia en la calle Holles y las mujeres querían hacerlo y lo hacían con análogas ropas de hombres con iniciales en tinta de marcar Bewley y Draper (las de ella, esto es) si realmente le amaban a él, es decir. Quien me quiere a mí, quiere a mi camisa sucia. Sin embargo, precisamente entonces, estando en ascuas, deseaba más la ausencia que la presencia de esa mujer, así que fue para él un auténtico alivio cuando el encargado le hizo una grosera señal a ella para que se quitara de ahí. Por encima del borde del
Evening Telegraph
captó apenas un atisbo fugitivo de su cara más allá del lado de la puerta con una suerte de demencial sonrisa vidriosa que mostraba que no estaba exactamente en sí misma, observando con evidente diversión al grupo de mirones en torno al náutico pecho del patrón Murphy, y luego no hubo más de ella.

—La cañonera —dijo el encargado.

—Me pasma —confió el señor Bloom a Stephen—, hablo desde un punto de vista médico, cómo una desgraciada criatura como ésa, salida de la cuarentena del hospital, rezumando enfermedad, puede ser tan descarada como para solicitar, ni cómo un hombre en su juicio, si estima en lo más mínimo su salud… ¡Criatura desgraciada! Claro, supongo que algún hombre es responsable en definitiva de su situación. Sin embargo cualquiera que sea la causa…

Stephen no la había advertido y se encogió de hombros, observando meramente:

—En este país la gente vende mucho más de lo que ella ha tenido nunca y hacen muy buen negocio. No tengáis miedo de los que venden el cuerpo pero no tienen poder para comprar el alma. Esa es una mala comerciante. Compra caro y vende barato.

El hombre de más edad, aun no siendo en modo alguno una solterona ni una beata, dijo que era ni más ni menos que un escándalo intolerable a que habría que poner fin
instanter
, es decir que mujeres de tal cuño (muy al margen de cualquier escrupulosidad de solterona sobre ese tema), un mal necesario, no estuvieran licenciadas e inspeccionadas médicamente por las autoridades competentes, cosa sobre la que con toda verdad podía afirmar que él, en cuanto
paterfamilias
, había abogado firmemente desde el primerísimo principio. Quienquiera que emprendiera una política de esa índole, dijo, y ventilara la cuestión a fondo otorgaría un beneficio duradero a cuantos estuvieran concernidos.

—Usted, como buen católico —observó—, hablando de cuerpo y alma, cree en el alma. ¿O se refiere usted a la inteligencia, a la fuerza cerebral en cuanto tal, distinta de cualquier objeto exterior, la mesa, digamos, esa taza? Yo también creo en eso porque personas competentes lo han explicado como las convoluciones de la materia gris. De otro modo nunca tendríamos inventos tales como los rayos X, por ejemplo. ¿No cree?

Así acorralado, Stephen tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano de memoria para intentar concentrarse y recordar antes de poder decir:

—Me dicen, según las mejores autoridades, que es una sustancia simple y por tanto incorruptible. Sería inmortal, entiendo, a no ser por la posibilidad de su aniquilación por su Causa Primera, que, según he oído decir, es muy capaz de añadir ésa al número de sus demás bromas pesadas, ya que la
corruptio per se
y la
corruptio per accidens
quedan ambas excluidas por la etiqueta de corte.

El señor Bloom asintió por completo a la sustancia general de esto aunque la
finesse
mística implícita en ello estaba un tanto fuera de su alcance sublunar y sin embargo se sintió obligado a presentar una objeción en cuanto al capítulo de ese «simple», añadiendo prontamente:

—¿Simple? Yo no diría que esa es la palabra justa. Claro, le concedo, por hacerle una concesión, que uno se tropieza con un alma simple de Pascuas a Ramos. Pero a lo que estoy deseoso de llegar es que una cosa es por ejemplo inventar esos rayos como Rontgen, o el telescopio como Edison, aunque creo que fue antes de sus tiempos, Galileo fue, quiero decir. Lo mismo se aplica a las leyes, por ejemplo, de un fenómeno natural de tan amplio alcance como la electricidad pero es harina de otro costal decir que uno cree en la existencia de un Dios sobrenatural.

BOOK: Ulises
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