Vamos a ver. ¿Está enterrado en San Michan? O no, hubo un entierro a media noche en Glasnevin. Metieron el cadáver por una puerta secreta en la tapia. Allí está ahora Dignam. Se fue en un soplo. Bueno, bueno. Mejor doblar por aquí. Dar un rodeo.
El señor Kernan dobló y bajó por la pendiente de la calle Watling, por la esquina de la sala de espera de visitantes en Guinness. Delante de los almacenes de la Compañía de Destiladores de Dublín estaba parado un simón descubierto sin pasajero ni cochero, las riendas anudadas a la rueda. Cosa peligrosísima. Algún desgraciado de Tipperary que pone en peligro las vidas de los ciudadanos. Caballo desbocado.
Denis Breen con sus tomos, cansado de haber esperado una hora en la oficina de John Henry Menton, acompañaba a su mujer por el puente O’Connell, dirigiéndose al despacho de los señores Collis y Ward.
El señor Kernan se acercaba a la calle Island. En tiempos de los disturbios. Tengo que pedirle a Ned Lambert que me preste esos recuerdos de Sir Jonah Barrington. Cuando ahora se vuelven los ojos hacia todo aquello en una especie de reordenación retrospectiva. La timba de Daly. Entonces no cabían trampas. A uno de esos tipos le clavaron la mano a la mesa con un puñal. En alguna parte, por aquí, Lord Edward Fitzgerald se escapó del comandante Sirr. Las cuadras detrás de Moira House.
Qué ginebra más fenomenal era ésa.
Un guapo joven noble con mucho garbo. Buena raza, claro. Ese rufián, ese falso hidalgo, con sus guantes violeta, le traicionó. Claro que estaban de la parte del mal. Se sublevaron en días oscuros y malos. Hermosa poesía aquella: Ingram. Aquéllos sí que eran caballeros. Ben Dollard sí que canta la balada de un modo emocionante. Interpretación magistral.
En el sitio de Ross cayó mi padre.
Una cabalgata al trote ligero pasó por el muelle de Pembroke, los batidores dando saltos, saltos en sus, en sus sillas. Chaqués. Sombrillas crema.
El señor Kernan se apresuró, soplando a dos carrillos.
¡Su Excelencia! ¡Lástima! Me lo he perdido por un pelo. ¡Maldita sea! ¡Qué pena!
*****
A través de una ventana con telarañas, Stephen Dedalus observó los dedos del joyero probando una cadena empañada por el tiempo. El polvo entelarañaba los escaparates y las bandejas expuestas. El polvo oscurecía los dedos afanosos, con sus uñas de buitre. El polvo dormía en rollos mates de bronce y plata, losanges de cinabrio, rubíes, piedras leprosas y de color vino oscuro.
Nacidos todos en la oscura tierra gusanienta, frías chispas de fuego, luces malas brillando en la oscuridad. Donde arcángeles caídos se sacudieron de la frente las estrellas. Fangosos hocicos de cerdo, cavan y cavan, agarran y se los llevan luchando.
Ella baila en una turbia penumbra donde arden resina y ajo. Un marinero, de barba herrumbrosa, bebe ron en un jarrillo y le echa el ojo. Celo silencioso, largamente alimentado por el mar. Ella baila, hace cabriolas, contoneando las ancas y las caderas de cerda, con un huevo de rubí agitándose en su vientre grosero.
El viejo Russell, con un trapo de gamuza untado, volvía a abrillantar su piedra preciosa, le daba vueltas y la sostenía junto a la punta de su barba de Moisés. Mono abuelo regocijándose con un tesoro robado.
¿Y vosotros que arrancáis viejas imágenes de la tierra sepulcral? Las palabras dementes de los sofistas: Antístenes. Un saber de drogas. Trigo surgente e inmortal por los siglos de los siglos.
Dos viejas recién vueltas de tomar una bocanada de aire marino avanzaban penosamente por Irishtown a lo largo de la calle de London Bridge, la una con un paraguas lleno de arena, la otra con una bolsa de comadrona en que rodaban once conchas de berberecho.
El crepitar aleteante de correas de cuero y el zumbido de dinamos de la fábrica de electricidad apremiaron a Stephen a seguir adelante siendo. Seres sin ser. ¡Alto! Latido siempre fuera de ti y el latido siempre dentro. Tu corazón de que cantas. Yo en medio de ellos. ¿Dónde? Entre los dos mundos rugientes donde se arremolinan, yo. Aplastarlos, uno y los dos. Pero aturdirme a mí mismo también en el golpe. Aplastadme vosotros que podéis. Fulana y matarife, eran las palabras. ¡Eh, oíd! Todavía no, durante un tiempo. Una mirada alrededor.
Sí, muy cierto. Muy grande y estupendo y marca la hora de maravilla. Tiene usted razón, señor. Un lunes por la mañana. Así fue, en efecto.
Stephen bajó por Bedford Row, el puño del bastón golpeando contra la paletilla. En el escaparate de Clohissey, atrajo su mirada un desteñido grabado de 1860, de Heenan boxeando con Sayers. Los segundos, mirando pasmados, con chisteras, rodeaban el cuadrilátero de cuerdas. Los pesos pesados con ligeros taparrabos se ofrecían amablemente el uno al otro los puños bulbosos. Y laten: corazones de héroes.
Se volvió y se detuvo junto al inclinado carro de libros.
—Dos peniques cada uno —dijo el vendedor—. Cuatro por seis peniques.
Páginas desgarradas.
El apicultor irlandés. Vida y milagros del Santo Cura de Ars. Guía de bolsillo de Killarney
.
Podría encontrar aquí alguno de los premios de la escuela que empeñé.
Stephano Dedalo, alumno optimo, palmam ferenti
.
El Padre Conmee, leídas las primeras horas canónicas, avanzaba por la aldea de Donnycarney, murmurando vísperas.
La encuadernación era demasiado buena probablemente, ¿esto qué es? Libro octavo y noveno de Moisés. Secreto de todos los secretos. Sello del Rey David. Páginas sobadas: leer y leer. ¿Quién ha pasado por aquí antes que yo? Cómo suavizar las manos agrietadas. Receta para vinagre blanco de vino. Cómo conquistar el amor de una mujer. Para mí éste. Decir la siguiente fórmula tres veces con las manos juntas:
—
Se el yilo nebrakada femininum! Amor me solo! Sanktus! Amen
.
¿Quién lo escribió? Conjuros e invocaciones del beatísimo abad Pedro Salanka, divulgados para todos los verdaderos creyentes. Tan buenos como los conjuros de cualquier otro abad, como el mascullante Joaquín. Abajo, calvirocho, o te esquilamos la lana.
—¿Qué haces aquí, Stephen?
Los altos hombros y el desastrado vestido de Dilly. Cierra deprisa el libro. No dejes ver.
—¿Qué haces tú? —dijo Stephen.
Una cara Estuardo de Carlos el sin par, lánguidos rizos cayendo por los lados. Se encendía cuando ella se agachaba a alimentar el fuego, con sus botas rotas. Le conté de París. Remolona para levantarse bajo un cobertor de gabanes viejos, jugueteando con una pulsera de oropel, recuerdo de Dan Kelly.
Nebrakada femininum
.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó Stephen.
—Lo compré en el otro carro por un penique —dijo Dilly, riendo nerviosamente—. ¿Vale para algo?
Mis ojos, dicen que tiene ella. ¿Me ven así los demás? Vivos, atrevidos y mirando lejos. Sombra de mi mente.
Tomó de la mano de ella el libro sin tapas. Chardenal,
Prontuario de francés
.
—¿Para qué lo has comprado? —preguntó él—. ¿Para aprender francés?
Ella asintió, enrojeciendo y apretando los labios.
—Toma —dijo Stephen—. Está muy bien. Mira que no te lo empeñe Maggy. Supongo que han desaparecido todos mis libros.
—Algunos —dijo Dilly—. No tuvimos más remedio.
Se está ahogando. Remordimiento. Salvarla. Remordimiento. Todos contra nosotros. Me ahogará con ella, ojos y pelo. Lánguidos rizos de pelo de algas en torno a mí, mi corazón, mi alma. Verde muerte salada.
Nosotros.
Remordimiento de conciencia. Mordisco en la conciencia.
¡Desdicha! ¡Desdicha!
*****
—Hola, Simon —dijo Padre Cowley—. ¿Cómo van las cosas?
—Hola, Bob, viejo —contestó el señor Dedalus, deteniéndose.
Chocaron ruidosamente las manos delante de Reddy e Hija. Padre Cowley se cepillaba a menudo el mostacho hacia abajo con la mano en cuchara.
—¿Qué hay de bueno? —dijo el señor Dedalus.
—Pues no mucho —dijo Padre Cowley—. Estoy parapetado en casa, Simon, con dos hombres que rondan alrededor intentando abrirse una entrada.
—Sí que es bueno —dijo el señor Dedalus—. ¿Quién los manda?
—Ah —dijo Padre Cowley—. Cierto usurero que conocemos.
—¿Con la espalda rota, no? —preguntó el señor Dedalus.
—El mismo, Simon —contestó Padre Cowley—. Reuben de la tribu de lo mismo. Estoy esperando a Ben Dollard. Le va a decir unas palabras a Long John para convencerle de que quite a esos dos de por ahí. Lo único que necesito es un poco de tiempo.
Miró con vaga esperanza a un lado y a otro del muelle, con una gran nuez abultándole en el cuello.
—Ya lo sé —dijo el señor Dedalus, asintiendo—. ¡Pobre viejo encervezado de Ben! Siempre está haciendo algo bueno para alguien. ¡No se mueva!
Se puso las gafas y miró por un momento hacia el puente de hierro.
—Ahí va ese, por Dios —dijo—, el mismo que viste y calza.
El ancho chaqué azul de Ben Dollard y su chistera, sobre grandes calzones, cruzaron el muelle con toda solemnidad. Avanzó hacia ellos contoneándose y rascándose activamente por detrás de los faldones.
Cuando se acercaba, el señor Dedalus saludó:
—Agárrenme a ese tipo de los pantalones echados a perder.
—Agárrenle ya —dijo Ben Dollard.
El señor Dedalus observó con frío desprecio errante diversos puntos de la figura de Ben Dollard. Luego, volviéndose a Padre Cowley con un ademán de la cabeza, masculló con sorna:
—Es una vestimenta muy bonita para un día de verano, ¿no?
—Vaya, que Dios maldiga eternamente su alma —gruñó Ben Dollard con furia—. He tirado en mis tiempos más ropa que la que usted ha visto nunca.
Se quedó quieto a su lado sonriendo primero fulgurantemente hacia ellos y luego a sus espaciosas ropas, de algunos puntos de las cuales el señor Dedalus sacudió pelusas, diciendo:
—Lo hicieron para uno que tenía salud, Ben, de todos modos.
—Mala suerte para el judío que lo hizo —dijo Ben Dollard—. Gracias a Dios todavía no ha cobrado.
—¿Y cómo va ese
basso profondo
, Benjamin? —preguntó Padre Cowley.
Cashel Boyle O’Connor Fitzmaurice Tisdall Farrell, murmurando, con ojos vidriosos, pasaba a zancadas por delante del club de la calle Kildare.
Ben Dollard frunció el ceño y, poniendo de repente boca de cantor, emitió una nota profunda.
—¡Ooo! —dijo.
—Ese es el estilo —dijo el señor Dedalus, asintiendo hacia su ronconear.
—¿Y esto qué? —dijo Ben Dollard—. ¿No está nada mal, eh?
Se volvió hacia ellos.
—Vale —dijo Padre Cowley, también asintiendo.
El reverendo Hugh C. Love caminaba, desde la vieja sala capitular de la abadía de Santa María, dejando atrás James y Charles Kennedy, refinería, acompañado por Geraldines altos y bien parecidos, hacia el Tholsel más allá del vado de Hurdles.
Ben Dollard, con una fuerte escora hacia los escaparates, les llevó hacia delante, con los alegres dedos al aire.
—Vengan conmigo al despacho del sub-sheriff —dijo—. Quiero enseñarles la nueva belleza que tiene Rock por ordenanza. Es un cruce entre Lobengula y Lynchehaun. Vale la pena verlo, de veras. Vengan allá. He visto por casualidad a John Henry Menton en la Bodega ahora mismo y me va a dar un ataque si no… esperen un poco… Estamos sobre la pista, Bob, créeme.
—Por unos pocos días, dígale —dijo ansiosamente Padre Cowley.
Ben Dollard se detuvo y se quedó mirando, con su orificio ruidoso abierto, un botón colgante del chaqué balanceándose con brillos por detrás, mientras, para oír bien, se despejaba las pesadas costras que le atascaban los ojos.
—¿Cómo unos pocos días? —ululó—. ¿El casero no ha hecho un embargo por el alquiler?
—Sí lo ha hecho —dijo Padre Cowley.
—Entonces el documento de nuestro amigo no vale ni el papel donde está impreso —dijo Ben Dollard—. El casero tiene preferencia. Le di todos los detalles. 29 Windsor Avenue. ¿Se llama Love?
—Eso es —dijo Padre Cowley—. El reverendo señor Love. Es ministro en el campo, no sé dónde. ¿Pero está usted seguro de eso?
—Puede decirle a Barrabás de mi parte —dijo Ben Dollard— que se puede meter ese documento donde la mona se metió las nueces.
Llevó adelante impetuosamente a Padre Cowley, enganchado a su mole.
—Avellanas me parece que eran —dijo el señor Dedalus, dejando caer los lentes delante de la chaqueta y siguiéndoles.
*****
—El muchacho estará muy bien —dijo Martin Cunningham, cuando salían de la verja de Castleyard.
El guardia se llevó la mano a la frente.
—Dios le bendiga —dijo Martin Cunningham, animado.
Hizo una señal al cochero en espera, que sacudió las riendas y se puso en marcha hacia la calle Lord Edward.
Bronce junto a oro, la cabeza de la señorita Kennedy junto a la cabeza de la señorita Douce, aparecieron sobre las cortinillas del Hotel Ormond.
—Sí —dijo Martin Cunningham, hurgándose la barba—. Escribí al Padre Conmee y le planteé toda la cuestión.
—Podría probar con nuestro amigo —sugirió el señor Power hacia atrás.
—¿Boyd? —dijo con brevedad Martin Cunningham—. No me fastidie.
John Wyse Nolan, rezagado leyendo la lista, les siguió rápidamente bajando la cuesta de Cork.
En las escaleras del Ayuntamiento, el concejal Nannetti, que bajaba, saludó al asesor Cowley y al concejal Abraham Lyon, que subían. La carroza del Castillo, vacía, daba vuelta hacia la calle Upper Exchange.
—Mira aquí, Martin —dijo John Wyse Nolan, alcanzándoles junto a las oficinas del
Mail
—. Veo que Bloom se ha apuntado con cinco chelines.
—Es verdad —dijo Martin Cunningham, tomando la lista—. Y ha dado los cinco chelines, además.
—Sin añadir ni una palabra siquiera —dijo el señor Power.
—Extraño pero cierto —añadió Martin Cunningham.
John Wyse Nolan abrió mucho los ojos.
—Digo que hay mucha bondad en el judío —citó elegantemente.
Bajaban por la calle Parliament.
—Ahí va Jimmy Henry —dijo el señor Power—, camino de Kavanagh.
—Sí señor —dijo Martin Cunningham—. Ahí va.
Delante de
La Maison Claire
Blazes Boylan salió al encuentro del cuñado de Jack Mooney, jorobado, bebido, de camino al barrio de las Liberties.
John Wyse Nolan se rezagó con el señor Power, mientras Martin Cunningham agarraba del codo a un hombrecito atildado, de traje granizado, que caminaba inseguro con pasos apresurados por delante de la relojería de Micky Anderson.