Aunque sea una chica de taller y no tenga vestidos elegantes. Porrompón. Siento un gran querer como se quiere en Yorkshire por mi rosa de Yorkshire. Porrompón. |
Más allá del muro, los corredores del cuarto de milla liso, M. C. Green, T. M. Patey, C. Scaife, J. B. Jeffs, G. N. Morphy, F. Stevenson, C. Adderly y W. C. Huggard arrancaban uno tras otro. Pasando ante el Hotel Finn a grandes zancadas, Cashel Boyle O’Connor Fitzmaurice Tisdall Farrell miraba fijamente a través de una feroz lente, más allá de las carrozas, a la cabeza del señor E. M. Solomons en la ventana del viceconsulado austrohúngaro. En lo hondo de la calle Leinster, junto a la poterna de Trinity, un leal súbdito del rey, Hornblower, se llevó la mano a su gorra de batidor. Mientras los relucientes caballos piafaban por Merrion Square, el señorito Patrick Aloysius Dignam, esperando, vio que se enviaban saludos al caballero de la chistera, y él también se levantó la gorra negra nueva con dedos engrasados por el papel de las chuletas de cerdo. También el cuello se le saltó para arriba. El virrey, dirigiéndose a inaugurar la tómbola de Mirus a beneficio del Hospital Mercer, avanzaba con su séquito hacia la calle Lower Mount. Adelantó a un muchacho ciego frente a Broadbent. En Lower Mount, un peatón con
macintosh
pardo, comiendo pan seco, cruzó la calle rápidamente e incólume por delante del virrey. En el puente del Royal Canal, desde su cartel, el señor Eugene Stratton, con sus abultados labios en sonrisa, daba la bienvenida a todos los que llegaban al barrio de Pembroke. En la esquina de Haddington Road dos mujeres sucias de arena se detuvieron, con un paraguas y una bolsa en que rodaban once conchas de berberecho, para observar maravilladas al Lord Alcalde con su Lady Alcaldesa y sin su cadena de oro. En las calles Northumberland y Landsdowne, Su Excelencia devolvió puntualmente saludos a los raros transeúntes masculinos, al saludo de dos colegiales pequeños en la verja del jardín de la casa que se decía que fue admirada por la difunta reina cuando visitó la capital irlandesa con su marido, el príncipe consorte, en 1849, y al saludo de los robustos pantalones de Almidano Artifoni engullidos por una puerta que se cerró.
Bronce junto a Oro, oyeron los herrados cascos, resonando aceradamente.
Impertintín tntntn.
Astillas, sacando astillas de pétrea uña de pulgar, astillas.
¡Horror! Y Oro se ruborizó más.
Una ronca nota de pífano sopló.
Sopló.
Bloom
, flor azul hay en el.
Pelo de oro en pináculo.
Una rosa brincante en sedoso seno de raso, rosa de Castilla.
Trinando, trinando: Aydolores.
¡Cu-cú! ¿Quién está en el… cucudeoro?
Tinc clamó a Bronce compasiva.
Y una llamada, pura, larga y palpitante. Llamada lentaenmorir.
Señuelo. Palabra blanda. ¡Pero mira! Las claras estrellas se desvanecen. ¡Oh rosa! Notas gorjeando respuesta. Castilla. Ya quiebra el albor.
Tintín tintín en calesín tintineante.
Resonó la moneda. Campaneó el reloj.
Confesión.
Sonnez
. No podría. Rebote de liga. Dejarte.
Chasquido.
La cloche
. Chascar muslo. Confesión. Caliente. ¡Amor mío, adiós!
Tintín. Bloo.
Retumbaron bombardeantes acordes. Cuando el amor absorbe. ¡Guerra! ¡Guerra! El tímpano.
¡Una vela! Un velo ondulante sobre las ondas.
Perdido. Un tordo flauteó. Todo está perdido ya.
Cuerno. Cocuerno.
La primera vez que vi. ¡Ay!
A tope. A todo latir.
Gorjeando. ¡Ah, atracción! Atrayendo.
¡Marta! Ven.
Pla-Plá. Pliplá. Pla-pi-plá.
Buendios elnun caoyó decir.
El sordo calvo Pat trajo carpeta cuchillo quitó.
Llamada nocturna bajo la luna: lejos: lejos.
Me siento tan triste. P. D. A solas floreciendo Bloom
blooming
.
¡Escucha!
El frío cuerno marino pinchoso y retorcido. ¿Tiene la? Cada cual y para el otro, chasquido y silencioso estruendo.
Perlas: cuando ella. Las rapsodias de Liszt. Ssss.
¿Usted no?
Yo no; no, no; creo; Lidilid. Con un toc con un carrac.
Negro.
Resonando hondo. Eso, Ben, eso.
Sirve a un servidor. Ji ji. Sirve a un ji.
¡Pero sirve!
Abajo en el oscuro centro de la tierra. Incrustado en la ganga.
Naminedamine
. Predicador es él.
Todos se fueron. Todos cayeron.
Diminutos, sus trémulos rizos de helecho de pelo de doncellez.
¡Amén! Rechinó con furia.
Para acá. Para allá, para acá. Una fresca batuta asomando.
Bronce-Lydia junto a Mina-Oro.
Junto a Bronce, junto a Oro, en océano de verdor de sombra. Bloom. El viejo Bloom.
Uno dio un toque, uno tocó con un carrac, con un coc.
¡Rezad por él! ¡Rezad, buena gente!
Sus dedos gotosos chascando. Big Benaben. Big Benben.
Última rosa Castilla del verano dejado
bloom
floración me siento tan triste solo.
¡Puii! Vientecito flauteó uii.
Hombres leales. Lid Ker Cow De y Doll. Eso, eso. Como vosotros los hombres. Levantarán ustedes su clinclin lleno de clanc.
¡Pff! ¡Uu!
¿Dónde Bronce desde cerca? ¿Dónde Oro desde lejos? ¿Dónde cascos?
Rrrpr Craa. Craandl.
Entonces, no hasta entonces. Mi epprripfftaf. Sea escpfrrit.
Terminado.
¡Empiecen!
Bronce junto a Oro, la cabeza de la señorita Douce junto a la cabeza de la señorita Kennedy, sobre la cortinilla del bar del Ormond oyeron los cascos de caballos virreinales pasando, resonante acero.
—¿Es ella? —preguntó la señorita Kennedy.
La señorita Douce dijo que sí, sentada junto a Su Ex., gris perla y
eau de Nil
.
—Exquisito contraste —dijo la señorita Kennedy.
Cuando toda excitada, la señorita Douce dijo afanosamente:
—Mire ese tipo de la chistera.
—¿Quién? ¿Dónde? —preguntó Oro más afanosamente.
—En la segunda carroza —dijeron los labios húmedos de la señorita Douce, riendo al sol—. Está mirando. Atienda hasta que mire yo.
Salió como una flecha, Bronce, hasta el rincón opuesto, aplastando la cara contra el cristal en un halo de aliento apresurado.
Sus labios húmedos risotearon:
—Se mata a mirar atrás.
Se rió:
—¡Válgame Dios! Los hombres son unos idiotas de miedo.
Con tristeza.
La señorita Kennedy se apartó de la luz clara con un triste trotecillo torciendo un pelo suelto detrás de la oreja. Con un triste trotecillo, ya no Oro, retorció torcido un pelo. Tristemente retorció trotando pelo de Oro tras una oreja curva.
—Esos son los que lo pasan bien —tristemente dijo luego.
Un hombre.
Blooquién pasaba delante de las pipas de Moulang, llevando en su pecho las dulzuras del pecado, delante de las antigüedades de Wine, llevando en la memoria dulces palabras pecaminosas, delante de la opaca plata abollada de Carroll, para Raoul.
El limpiabotas, hacia ellas, hacia las del bar, hacia las chicas del bar, se acercó. Para ellas, desatentas a él, hizo retumbar en el mostrador su bandeja de china charladora. Y
—Aquí están sus tés —dijo.
La señorita Kennedy, con buenos modales, trasladó la bandeja del té abajo, a un cajón de agua mineral vuelto del revés, a salvo de miradas, bajo.
—¿Qué es eso? —preguntó el ruidoso limpiabotas sin modales.
—Averígualo —replicó la señorita Douce, abandonando su punto de espionaje.
—Su enamorado, ¿eh?
Bronce con altivez respondió:
—Me voy a quejar a la señora De Massey como sigas con tu insolencia impertinente.
—Impertinente tntntn —gruñó hocico de limpiabotas groseramente, mientras se retiraba, mientras ella amenazaba, como había venido.
Bloom.
Frunciendo el ceño a su flor dijo la señorita Douce:
—Es inaguantable ese muchachillo. Como no se porte bien le voy a poner las orejas así de largas.
Señorial en exquisito contraste.
—No haga caso —sugirió la señorita Kennedy.
Echó té en una taza, luego otra vez té en la tetera. Se acurrucaron bajo su escollera de mostrador, atendiendo a banquetas altas, cajones vueltos del revés, atentas a que se hiciera el té. Se alisaban las blusas, las dos de raso negro, dos con nueve la yarda, atentas a que se hiciera el té, y dos con siete.
Sí, Bronce desde cerca, junto a Oro desde lejos, oían acero desde cerca, cascos resonando desde lejos, y oían cascos acerados resonarcascos resonaracero.
—Estoy terriblemente quemada, ¿no?
La señorita Bronce se desblusó el cuello.
—No —dijo la señorita Kennedy—. Luego se pone moreno. ¿Probó el bórax con agua de laurel y cerezo?
La señorita Douce medio se levantó a ver su piel de medio lado en el espejo del bar con letras doradas donde refulgían vasos de vino clarete y del Rhin, y en medio de ellos una concha.
—Pues no le digo las manos —dijo.
—Pruebe con glicerina —aconsejó la señorita Kennedy.
Despidiéndose de su cuello y manos la señorita Douce.
—Esas cosas sólo le dan a una erupciones —contestó, vuelta a sentar—. Le pedí algo para mi cutis a ese viejo chocho de Boyd.
La señorita Kennedy, echando ahora té hecho del todo, hizo una mueca y rogó:
—¡Ah, no me lo recuerde por lo que más quiera!
—Pero espere que le cuente —rogó la señorita Douce.
Habiendo echado dulce té con leche la señorita Kennedy se tapó los dos oídos con los meñiques.
—No, no —gritó.
—No quiero oírlo —gritó.
¿Pero Bloom?
La señorita Douce gruñó en tono de viejo chocho tabacoso:
—¿Para su qué? —dice él.
La señorita Kennedy se destaponó los oídos para oír, para hablar; pero dijo, pero volvió a rogar:
—No me haga pensar en él, que me muero. ¡Asqueroso viejo desgraciado! Aquella noche en la sala de conciertos Antient.
Sorbió con desagrado su brebaje, té caliente, un sorbo, sorbió, té dulce.
—Ahí estaba —dijo la señorita Douce, echando a un lado en tres cuartos la cabeza de bronce, arrugando las aletas de la nariz— ¡Uf! ¡Uf!
Agudo chillido de risa brotó de la garganta de la señorita Kennedy. La señorita Douce bufaba y resoplaba por las narices que temblaban impertintín igual que un chillido al acecho.
—¡Ah! —chillando, la señorita Kennedy gritó—. ¿Quién puede olvidarse de su ojo salido?
La señorita Douce le hizo eco en profunda risa de bronce, gritando:
—¡Y el otro ojo!
Bloocuyo ojo oscuro leyó el nombre de Aaron Figatner. ¿Por qué siempre me parece Figather?
Gathering figs
, recogiendo higos me parece. Y el nombre hugonote de Prosper Loré. Por las vírgenes benditas de Bassi pasaron los oscuros ojos de Bloom. Túnica azul, blanco debajo, venid a mí. Dios creen ellos que es: o diosa. Las de hoy. No pude ver. Habló aquel tipo. Un estudiante. Después con el hijo de Dedalus. Podría ser Mulligan. Todas vírgenes hermosas. Eso atrae a esos pervertidos: el blanco.
Sus ojos pasaron allá. Las dulzuras del pecado. Dulces son las dulzuras.
Del pecado.
En un campanilleo de risas se mezclaban jóvenes voces bronceoro, Douce con Kennedy, el otro ojo. Echaban atrás jóvenes cabezas, bronce risoteodero, para dejar volar libremente su risa, chillando, el otro, señas una a la otra, agudas notas penetrantes.
Ah, jadeo, suspirar. Suspirar, ah, agotado su júbilo se extinguió.
La señorita Kennedy llevó de nuevo los labios a la taza, la elevó, tomó un sorbo y risorisoteó. La señorita Douce, volviendo a inclinarse hacia la bandeja del té, volvió a arrugar la nariz y revolvió cómicos ojos gordezuelos. Otra vez Kennerisas, inclinando sus rubios pináculos de pelo, inclinándose, enseñó su peineta de tortuga, espurreó el té de la boca, ahogándose en té y risas, tosiendo con ahogo, gritando:
—¡Ojos grasientos! ¡Imagínese estar casada con un hombre así! —gritó—. ¡Con su poquito de barba!
Douce dio pleno desahogo a un espléndido chillido, chillido entero de mujer entera, placer, gozo, indignación.
—¡Casada con ese nariz grasienta! —chilló.
Estridentes, con honda risa, Oro tras de Bronce, se apremiaron una a otra a carcajada tras carcajada, resonando en cambios, bronceoro orobronce, hondamente estridentes, a risa tras risa. Y luego rieron más. Al nariz grasienta le conozco yo. Agotadas, sin aliento, apoyaron las cabezas, la trenzada y pinaculada junto a la de reluciente peineta, en el borde del mostrador. Todas sofocadas (¡ah!), jadeando, sudando (¡ah!), todas sin aliento.
Casada con Bloom, con el grasiensientobloom.
—¡Por todos los Santos! —dijo la señorita Douce, y suspiró sobre su rosa brincante—. He hecho mal en reírme tanto. Estoy toda empapada.
—¡Vamos, señorita Douce! —protestó la señorita Kennedy—. ¡Es usted un horror!
Y se ruborizó más (¡qué horror!), más doradamente.
Por delante de las oficinas de Cantwell vagaba Grasientobloom, delante de las vírgenes de Ceppi, brillantes de sus aceites. El padre de Nannetti vendía por ahí esas cosas, andando de puerta en puerta como yo. La religión da dinero. Tengo que verle para lo del entrefilet de Llavees. Comer antes. Quiero. Todavía no. A las cuatro, dijo ella. El tiempo siempre pasando. Las agujas del reloj siempre dando vueltas. Adelante. ¿Dónde comer? El Clarence, Dolphin. Adelante. Para Raoul. Comer. Si saco cinco guineas con esos anuncios. Las enaguas violetas de seda. Todavía no. Las dulzuras del pecado.
Menos sofocada, cada vez menos, doradamente palideció.
En su bar entró, indolente, el señor Dedalus. Astillas, sacando astillas de una de sus pétreas uñas de pulgar. Astillas. Entró indolente.
—Ah, me alegro de verla de vuelta, señorita Douce.
Retuvo su mano. ¿Lo había pasado bien en sus vacaciones?
—Fenomenal.
Esperaba que hubiera tenido buen tiempo en Rostrevor.
—Estupendo —dijo ella—. Mire qué pinta tengo. Tumbada en la playa todo el día.
Blancura de bronce.
—Se ha portado como una pícara —le dijo el señor Dedalus y le apretó la mano indulgentemente—. Tentando a los pobres hombres ingenuos.
La señorita Douce dulcemente de raso retiró el brazo.
—Ande, ande. ¿Ingenuo usted? No lo creo.