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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

Ulises (50 page)

BOOK: Ulises
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—Al auxiliar del secretario del ayuntamiento le molestan los juanetes —dijo John Wyse Nolan al señor Power.

Siguieron adelante, doblando la esquina hacia la taberna de James Kavanagh. La carroza vacía del Castillo estaba parada delante de ellos en la puerta de Essex. Martin Cunningham, hablando mientras tanto, enseñaba muchas veces la lista sin que Jimmy Henry le echara una ojeada.

—Y John Fanning el Largo también está ahí —dijo John Wyse Nolan—, de tamaño natural.

La alta figura de John Fanning el Largo llenaba la puerta donde estaba parado.

—Buenos días, señor sub-sheriff —dijo Martin Cunningham, mientras todos se paraban a saludar.

John Fanning el Largo no se desvió para dejarles paso. Se quitó de la boca con gesto decidido el Henry Clay y sus grandes ojos feroces fueron pasando revista inteligentemente a sus caras.

—¿Prosiguen sus pacíficas deliberaciones los padres conscriptos? —dijo, hacia el auxiliar del secretario del ayuntamiento, con jugosa entonación agria.

Estaban armando una del demonio, dijo Jimmy Henry, irritado, con eso de la maldita lengua irlandesa. Quería saber él dónde estaba el jefe de la guardia municipal, para mantener el orden en la sala de consejos. Y el viejo Barlow, el macero, había caído con asma, no había maza en la mesa, nada en orden, ni siquiera quórum, y Hutchinson, el Lord Alcalde, en Llandudno, y el pequeño Lorcan Sherlock haciendo
locum tenens
por él. Maldita lengua irlandesa, de nuestros antepasados.

John Fanning el Largo lanzó un penacho de humo por los labios.

Martin Cunningham hablaba, alternativamente, retorciéndose la punta de la barba, hacia el auxiliar del secretario del ayuntamiento y hacia el sub-sheriff, mientras John Wyse Nolan guardaba silencio.

—¿Qué Dignam ha sido? —preguntó John Fanning el Largo.

Jimmy Henry hizo una mueca y levantó el pie izquierdo.

—¡Ah, mis juanetes! —dijo, quejumbroso—. Vamos arriba, por Dios, que me siente en algún sitio. ¡Uf! ¡Uuuh! ¡Cuidado!

De mal humor, se hizo sitio al lado de John Fanning el Largo y entró escaleras arriba.

—Vamos arriba —dijo Martin Cunningham al sub-sheriff—. Me parece que usted no le conocía, aunque a lo mejor sí, sin embargo.

Con John Wyse Nolan, el señor Power les siguió adentro.

—Era un buen chico, muy decente —dijo el señor Power hacia la enérgica espalda de John Fanning el Largo en el espejo.

—Más bien pequeño de tamaño, Dignam, de la oficina de Menton, ése era —dijo Martin Cunningham.

John Fanning el Largo no podía recordarle.

Un estrépito de cascos de caballo llegó sonando por el aire.

—¿Eso qué es? —dijo Martin Cunningham.

Todos se volvieron, donde estaban: John Wyse Nolan bajó otra vez. Desde la fresca sombra del umbral, vio pasar los caballos por la calle Parliament, arneses y cuartos traseros resplandeciendo al sol. Alegremente pasaron por delante de sus fríos ojos hostiles, no deprisa. En las sillas de los delanteros, brincantes delanteros, brincaban los gastadores.

—¿Qué era eso? —preguntó Martin Cunningham, mientras subían por la escalera.

—El Lord Lugarteniente General y Gobernador General de Irlanda —contestó John Wyse Nolan desde el arranque de la escalera.

*****

Cuando cruzaban, pisando la espesa alfombra, Buck Mulligan susurró a Haines detrás de su jipi:

—El hermano de Parnell. Ahí en el rincón.

Eligieron una mesita junto a la ventana, frente a un hombre de cara larga, cuya barba y mirada estaban atentamente pendientes de un tablero de ajedrez.

—¿Es ése? —preguntó Haines, retorciéndose en su asiento.

—Sí —dijo Mulligan—. Ese es John Howard, el hermano, nuestro jefe de la guardia municipal.

John Howard Parnell trasladó un alfil blanco silenciosamente y volvió a elevar la garra gris a la frente, donde se apoyó.

Un momento después, bajo esa pantalla, sus ojos miraron rápidamente, con brillo espectral, a su adversario, y volvieron a caer otra vez sobre un sector de las maniobras.

—Voy a tomar un café vienés —dijo Haines a la camarera.

—Dos cafés vieneses —dijo Buck Mulligan—. Y tráiganos unos
scones
con mantequilla, y algunas pastas también.

Cuando ella se marchó, dijo, riendo:

—Lo llamamos D. B. C. porque Dan Bodrios Calientes. Ah, pero te perdiste a Dedalus hablando de
Hamlet
.

Haines abrió su cuaderno recién comprado.

—Lo siento —dijo—. Shakespeare es el feliz coto de caza de todas las mentes que han perdido el equilibrio.

El marinero con una pierna de menos gruñó ante la verja del 14 de la calle Nelson:


Inglaterra espera

El chaleco prímula de Buck Mulligan se agitó alegremente con su risa.

—Tendrías que verle —dijo— cuando su cuerpo pierde el equilibrio. El Ængus errante, le llamo yo.

—Estoy seguro de que tiene una
idée fixe
—dijo Haines, pellizcándose la barbilla pensativamente con el pulgar y el índice—. Ahora estoy especulando cuál podría ser. Las personas así la tienen siempre.

Buck Mulligan se inclinó sobre la mesa gravemente.

—Le hicieron perder el juicio —dijo— con visiones del infierno. Nunca capturará la nota ática. La nota de Swinburne, de todos los poetas, la blanca muerte y el bermejo parto. Esa es su tragedia. Nunca podrá ser un poeta. El gozo de la creación…

—Castigo eterno —dijo Haines, asintiendo secamente—. Ya entiendo. Esta mañana le he explorado sobre la fe. Tenía algo en el ánimo, me di cuenta. Es bastante interesante, porque el Profesor Pokorny de Viena lo trata de un modo interesante.

Los ojos vigilantes de Buck Mulligan vieron llegar a la camarera. La ayudó a descargar la bandeja.

—No puede encontrar huellas del infierno en la antigua mitología irlandesa —dijo Haines, entre las alegres tazas—. Parece que falta la idea moral, el sentido del destino, de la retribución. Bastante raro que tenga precisamente esa idea fija. ¿Escribe algo para vuestro movimiento?

Hundió diestramente los terrones de azúcar que bajaron a través de la nata batida. Buck Mulligan partió en dos un
scone
echando vapor y untó mantequilla en la miga humeante. Con hambre, mordió un blando pedazo.

—Diez años —dijo, masticando y riendo—. Escribirá algo dentro de diez años.

—Parece un plazo largo —dijo Haines, levantando la cucharilla, pensativo—. Sin embargo, no me extrañaría que acabara por hacerlo.

Probó una cucharada del cono de nata de su taza.

—Esta es nata irlandesa auténtica, supongo —dijo con condescendencia—. No quiero que me enreden.

Elías, barquichuelo, ligero prospecto arrugado, navegaba al este junto a los flancos de buques y barcas de pesca, entre un archipiélago de corchos, ahora más allá de la calle Wapping, junto al transbordador de Benson y junto al
schooner
de tres palos
Rosevean
, llegado de Bridgwater con ladrillos.

*****

Almidano Artifoni avanzó más allá de la calle Holles y de los talleres de Sewell. Detrás de él, Cashel Boyle O’Connor Fitzmaurice Tisdall Farrell, con bastonparaguasguardapolvos colgando, esquivó el farol de delante de la casa del señor Law Smith y, cruzando, siguió por Merrion Square. Lejos, detrás de él, un mozalbete ciego avanzaba dando golpecitos junto al muro del parque del College.

Cashel Boyle O’Connor Fitzmaurice Tisdall Farrell siguió andando hasta los alegres escaparates del señor Lewis Werner, luego se volvió y retrocedió a zancadas por Merrion Square, con su bastonparaguasguardapolvos colgando.

En la esquina de Wilde se detuvo, frunció el ceño ante el nombre de Elías anunciado en el Metropolitan Hall, frunció el ceño a los lejanos parterres del jardín de Duke. Su ojo de cristal centelleó ceñudo al sol. Descubriendo dientes de rata murmuró:


Coactus volui
.

Volvió a andar hacia la calle Clare, rechinando sus fieras palabras.

Al pasar dando zancadas delante de las vidrieras del dentista señor Bloom, el balanceo de su guardapolvos rozó y desvió violentamente de su ángulo un fino bastón golpeante, y siguió adelante con ímpetu, tras de haber chocado con un cuerpo flojo. El mozalbete ciego volvió su cara enfermiza hacia la figura que andaba a zancadas.

—¡Dios te maldiga —dijo agriamente—, seas quien seas! ¡Estás más ciego que yo, hijo de puta!

*****

Enfrente de Ruggy O’Donohoe, el señorito Patrick Aloysius Dignam, aferrando de Mangan, sucesor de Fehrenbach, la libra y media, las chuletas de cerdo que le habían mandado a buscar, continuó por la caliente calle Wicklow, holgazaneando. Era horriblemente aburrido estar sentado en la salita con la señora Stoer y la señora Quigley y la señora MacDowell, la cortinilla echada, y todas sorbiendo los mocos y tomando sorbos del jerez oloroso superior que trajo de Tunney el tío Barney. Y ellas comiendo migas de la tarta casera de fruta, dándole a la lengua todo el tiempo maldito y suspirando.

Después de Wicklow Lane, le detuvo el escaparate de Madam Doyle, modista de la Corte. Se quedó mirando a los dos boxeadores desnudos hasta la cintura y levantando los puños. Desde los espejos laterales, dos señoritos Dignam de luto miraban en silencio con la boca abierta. Myler Keogh, el favorito de Dublín, se enfrentará con el sargento mayor Bennett, el pegador de Portobello, por una bolsa de cincuenta esterlinas, Dios mío, ése sería un buen combate de boxeo que ver. Myler Keogh, ése es el tío que le dispara el puño, el de la faja verde. Dos chelines la entrada, los militares mitad de precio. Podría hacérselos soltar fácilmente a mamá. El señorito Dignam de la izquierda se volvió cuando él se volvió. Ese soy yo de luto. ¿Cuándo es? El veintidós de mayo. Vaya, ese maldito asunto ya ha pasado. Se volvió a la derecha, y a la derecha se volvió el señorito Dignam, la gorra torcida, el cuello subido. Echándoselo abajo para abotonarlo, la barbilla levantada, vio la imagen de Marie Kendall, encantadora vedette, junto a los dos boxeadores. Una de esas tías de las que hay en los paquetes de cigarrillos que fuma Stoer que su viejo le armó una del demonio por una vez que le descubrió.

El señorito Dignam se bajó el cuello y siguió adelante perezosamente. El mejor boxeador, en fuerza, era Fitzsimons. Un puñetazo de ese tío en el estómago te dejaría a oscuras para unos cuantos días, caray. Pero el mejor boxeador, en ciencia, era Jem Corbet antes que Fitzsimons le sacara los hígados, con su juego de piernas y todo.

En la calle Grafton, el señorito Dignam vio una flor roja en la boca de un presumido, con un estupendo par de calcetines, y él escuchando lo que le decía el borracho y sonriendo todo el tiempo.

Ningún tranvía de Sandymount.

El señorito Dignam avanzó por la calle Nassau y se pasó a la otra mano las chuletas de cerdo. Se le volvía a subir el cuello y tiró de él para abajo. El maldito botón era demasiado pequeño para el ojal de la camisa, maldita sea. Encontró colegiales con carteras. Tampoco voy a ir mañana, me quedaré hasta el lunes. Encontró otros colegiales. ¿Se dan cuenta de que estoy de luto? El tío Barney dijo que lo sacaría en el periódico esta noche. Entonces lo verán todos en el periódico y leerán mi nombre impreso y el nombre de papá.

La cara se le puso toda gris en vez de roja como estaba, y había una mosca que le subía andando hasta el ojo. Cómo rechinaba aquello cuando atornillaban los tornillos en la caja: y las sacudidas cuando lo bajaban por las escaleras.

Papá estaba dentro y mamá llorando en la salita y el tío Barney diciéndoles a los hombres cómo darle vuelta por la escalera. Era una gran caja, y alta, y parecía pesada. ¿Cómo fue eso? La última noche cuando se emborrachó papá y estaba ahí en el descansillo gritando que le dieran las botas para ir a Tunney a beber más y parecía pequeño y gordo en camisa. Nunca le veré más. La muerte, es así. Papá está muerto. Mi padre está muerto. Me dijo que fuera un buen hijo con mamá. No oí lo demás que me dijo pero vi la lengua y los dientes que trataban de decirlo mejor. Pobre papá. Era el señor Dignam, mi padre. Espero que esté en el purgatorio porque se confesó con el Padre Conroy el sábado por la noche.

*****

William Humble, conde de Dudley, y Lady Dudley, acompañados por el coronel Hesseltine, salieron en carroza de la residencia virreinal, después de la comida. En la carroza siguiente iban la Honorable señora Paget, la señorita De Courcy y el Honorable Gerald Ward, Ayudante de Campo de servicio.

La comitiva salió por la verja de abajo de Phoenix Park, saludada por obsequiosos guardias, y avanzó más allá de Kingsbridge siguiendo los muelles del norte. El virrey era saludado muy cordialmente al pasar por la metrópoli. En el puente Bloody, el señor Thomas Kernan, al otro lado del río, le saludó en vano desde lejos. Entre los puentes Queen y Whitworth las carrozas vicerreales de Lord Dudley pasaron sin ser saludadas por el señor Dudley White, B. L., M. A., que estaba en el muelle Arran, delante de la tienda de empeños de la señora M. E. White, en la esquina de la calle Arran, restregándose la nariz con el índice, indeciso sobre si llegaría más deprisa a Phibsborough con un triple cambio de tranvías o llamando un coche o a pie atravesando Smithfield, Constitution Hill y el terminal de Broadstone. En el pórtico del Palacio de Justicia, Richie Goulding, con la bolsa de Goulding, Collis y Ward, lo vio con sorpresa. Más allá del puente Richmond, a la entrada de las oficinas de Reuben J. Dodd, abogado, representante de la Compañía Patriótica de Seguros, una señora de cierta edad a punto de entrar cambió de idea y volviendo sobre sus pasos junto a los escaparates de King sonrió crédulamente al representante de Su Majestad. Desde su compuerta en el muro del muelle de Wood, al pie de las oficinas de Tom Devan, el río Poddle dejó caer en homenaje feudal una lengua de basura líquida. Por encima de las cortinillas del Hotel Ormond, oro junto a bronce, la cabeza de la señorita Kennedy junto con la cabeza de la señorita Douce observaron y admiraron. En el muelle Ormond, el señor Simon Dedalus, en rumbo desde el urinario al despacho del sub-sheriff, se quedó parado en mitad de la calle y se quitó el sombrero hasta abajo. Su Excelencia devolvió graciosamente el saludo al señor Dedalus. Desde la esquina de Cahill el reverendo Hugh C. Love, M. A., hizo una reverencia no observada, recordando a los representantes de la nobleza cuyas benignas manos en tiempos de antaño habían discernido pingües prebendas. En el puente Grattan, Lenehan y M’Coy, despidiéndose, observaron pasar las carrozas. Por delante de los despachos de Roger Greene y la gran imprenta roja de Dollard, Gerty MacDowell, que llevaba las cartas de la Catesby Linoleum para su padre que estaba en cama, comprendió por el estilo que eran el Lord Lugarteniente y la Lady pero no pudo ver cómo iba vestida Su Excelencia porque el tranvía y el gran carro amarillo de mudanzas de Spring se tuvieron que parar delante de ella porque se trataba del Lord Lugarteniente. Más allá de Lundy Foot, desde la puerta entoldada de la taberna de Kavanagh, John Wyse Nolan sonrió con frialdad inobservada hacia el Lord Lugarteniente General y Gobernador General de Irlanda. El Muy Honorable William Humble, conde de Dudley, G. C. V. O., pasó por delante de los relojes de Micky Anderson tictaqueando todas las horas y los maniquíes de cera de Henry y James, de elegantes trajes y frescas mejillas, el caballero Henry,
dernier cri
James. Dando la espalda a Dame Gate, Tom Rochford y Nosey Flynn observaron a la comitiva acercándose. Tom Rochford, viendo los ojos de Lady Dudley puestos en él, se sacó rápidamente los pulgares de los bolsillos del chaleco rosado e inclinó el sombrero hacia ella. Una encantadora vedette, la gran Marie Kendall, con las mejillas empolvadas y la falda subida, sonreía empolvadamente desde su cartel hacia William Humble, conde de Dudley, y hacia el teniente coronel H. G. Hesseltine y también hacia el Honorable Gerald Ward, A. D. C. Desde el escaparate de la D. B. C., Buck Mulligan alegremente y Haines gravemente, dejaron caer su mirada hacia el séquito virreinal, por encima de los hombros de clientes curiosos, cuya masa de cuerpos oscureció el tablero de ajedrez que miraba atentamente John Howard Parnell. En la calle Fownes, Dilly Dedalus, esforzando la vista al levantarla del primer
Prontuario de francés
de Chardenal, vio sombrillas abiertas y radios de ruedas dando vueltas en el resplandor. John Henry Menton, llenando la entrada de los Edificios Comerciales, miró fijamente con ojos de ostra, hinchados de vino, sosteniendo un grueso reloj de oro de cazador sin mirarlo, en su gruesa mano izquierda, sin notarlo. Donde la pata delantera del caballo de King Billy bajaba por el aire, la señora Breen agarró a su apresurado marido echándole atrás de debajo de los cascos de los caballos delanteros. Le gritó al oído las noticias. Él, comprendiendo, desplazó los tomos al lado izquierdo del pecho y saludó a la segunda carroza. El Honorable Gerald Ward, A. D. C., agradablemente sorprendido, se apresuró a responder. En la esquina de Ponsonby, se detuvo un exhausto frasco blanco H., y cuatro frascos blancos enchisterados se detuvieron detrás de él, E. L. Y. ’S., mientras los gastadores caracoleaban y pasaban las carrozas. Enfrente de la tienda de música de Pigott, el señor Denis J. Maginni, profesor de danza etc., con gaya vestimenta, caminaba gravemente, adelantado por un virrey y sin ser observado. Junto al muro del Provost, llegó animadamente Blazes Boylan, caminando con zapatos claros y calcetines de fantasía azul celeste al son de
Mi chiquilla es de Yorkshire.
Blazes Boylan presentó a las pecheras azul celeste y al animado brincar de los caballos delanteros, una corbata azul celeste, un sombrero de paja de ala ancha picarescamente ladeado y un traje de sarga añil. Las manos en los bolsillos de la chaqueta se olvidaron de saludar pero ofreció a las tres señoras la atrevida admiración de sus ojos y la flor roja entre sus labios. Mientras las carrozas seguían por la calle Nassau, Su Excelencia llamó la atención de su inclinada cónyuge sobre el programa de música que se ejecutaba en College Park. Fieros muchachotes invisibles de los Highlands estrepitaban y aporreaban tras el cortejo:

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