Creo, Señor, ayuda mi incredulidad. Esto es, ¿ayúdame a creer o ayúdame a descreer? ¿Quién ayuda a creer?
Egomen
. ¿Quién a descreer? El otro tío.
—Usted es el único colaborador de
Dana
que pide piezas de plata. Además no sé nada del próximo número. Fred Ryan quiere espacio para un artículo sobre economía.
Tururú. Dos piezas de plata me prestó. Para sacarte adelante. Economía.
—Por una guinea —dijo Stephen— puede publicar esta entrevista.
Buck Mulligan se incorporó de su reír garrapatear reír; y entonces dijo gravemente, melificando malicia:
—Visité al bardo Kinch en su residencia estival de la calle Upper Mecklenburgh y le encontré sumergido en el estudio de la
Summa contra gentiles
en compañía de dos damas gonorreicas, Nelly la Fresca y Rosalie, la puta del muelle del carbón.
Se dispuso a marcharse.
—Ven, Kinch. Ven, errante Ængus de las aves.
Ven, Kinch, ya te has comido todo lo que dejamos. Sí, te serviré tus sobras y residuos.
Stephen se levantó.
La vida es muchos días. Éste se va a acabar.
—Nos vemos esta noche —dijo John Eglinton—.
Notre ami
Moore dice que Malachi Mulligan debe ir.
Buck Mulligan blandió su papelito y su jipijapa.
—Monsieur Moore —dijo—, conferenciante sobre letras francesas para la juventud de Irlanda. Allí estaré. Ven Kinch, los bardos deben beber. ¿Puedes andar derecho?
Riendo, él…
Empinar el codo hasta las once. Diversión de las Mil y Una Noches irlandesas.
Imbécil…
Stephen siguió a un imbécil…
Un día en la Biblioteca Nacional tuvimos una discusión. Shakes. Después. Su espalda de imbé: le seguí. Le piso los talones.
Stephen, saludando, luego todo mortecino, siguió a un bufón imbécil, una cabeza bien peinada, recién afeitada, saliendo de la celda en bóveda, a una abrumadora luz diurna sin pensamientos.
¿Qué he aprendido? ¿De ellos? ¿De mí? Andar como Haines ahora.
La sala de los lectores constantes. En el registro de lectores Cashel Boyle O’Connor Fitzmaurice Tisdall Farrell parrafea sus polisílabos. Ítem: ¿estaba loco Hamlet? La cholla del cuáquero con un curapio en charla de libros.
—Sí, por favor… Tendré muchísimo gusto…
Divertido Buck Mulligan revirtió a sí mismo un murmullo gustoso, asintiéndose:
—Un trasero con gusto.
El torniquete.
¿Es ése?… ¿Sombrero con cinta azul…? ¿Escribiendo perezosamente…? ¿Qué? ¿Miró?
La balaustrada curva, Mincio deslizándose suave.
Puck Mulligan, con casco de jipi, bajó escalón tras escalón, canturreando yámbicamente:
John Eglinton, mi Jo, John, cásate por compasión. |
Esputó al aire:
—¡Ah el chino sin mentón! Chin Chong Eg Lin Ton. Fuimos por ese teatrillo que tienen, Haines y yo, en el local de los fontaneros. Nuestros actores están creando un nuevo arte para Europa, como los griegos o
Monsieur
Maeterlinck. ¡Teatro Abbey! Huelo el sudor público de los monjes.
Escupió de fogueo.
Olvidado: no más de lo que él olvidó los latigazos que le dio la piojosa Lucy. Y dejó a
la femme de trente ans
. ¿Y por qué no nacieron más hijos? ¿Y el primer hijo una hija?
Esprit de l’escalier
. Vuelve atrás.
El agrio recluso sigue ahí (tiene su porción) y el dulce mozalbete, mancebito de placer, claro pelo acariciable de Fedón.
Ah… nada más… quería… se me olvidó… este…
—Longworth y Mac Curdy Atkinson estaban ahí…
Puck Mulligan zapateó cuidadosamente, trinando:
Si escucho que me llaman por ahí o que al pasar un quinto habla de mí, mis pensamientos van en procesión hacia el gran F. Mac Curdy Atkinson, famoso por su pata artificial, y hacia el filibustero en delantal cuya sed nunca halló satisfacción, Magee, el hombre de cara sin mentón: porque tenían de casarse horror, se masturbaban a más y mejor. |
Sigue con las burlas. Conócete a ti mismo.
Detenido debajo de mí, me mira, inquisitivo. Me detengo.
—Fúnebre farsante —gimió Buck Mulligan—. Synge ha dejado de vestirse de luto para estar como la naturaleza. Sólo los cuervos, los curas y el carbón inglés son negros.
Una risa le danzó por los labios.
—Longworth tiene ganas de vomitar —dijo— después de lo que escribiste sobre esa vieja bruja Gregory. ¡Ah, tú, borracho judijesuita inquisicional! Ella te consigue un empleo en el periódico y entonces allá que vas y le echas abajo sus beaterías. ¿No lo podrías hacer con un toque a lo Yeats?
Siguió adelante, bajando, haciendo muecas, salmodiando con graciosa agitación de brazos:
—El libro más hermoso que ha salido de nuestro país en mi tiempo. Uno piensa en Homero.
Se detuvo al pie de la escalera.
—He concebido una comedia para los farsantes —dijo solemnemente.
El vestíbulo con columnas moriscas, sombras entrelazadas. Se acabó la danza morisca de las nueve con gorros de exponentes.
Con voces dulcemente variables Buck Mulligan leyó su tablilla:
Cada Cual Su Propia Mujer
o
Una Luna de Miel en la Mano
(una inmoralidad nacional en tres orgasmos)
Por
Pelotías Mulligan
Volvió a Stephen un hocico feliz de bufón, diciendo:
—El disfraz, me temo, es transparente. Pero escucha.
Leyó,
marcato
:
—Personajes:
TOBY ALLAVÁ (un polaco muy corrido)
LADILLO (un guardabosques)
DICK, ESTUDIANTE DE MEDICINA
y
(dos pájaros de un tiro)
DAVY, ESTUDIANTE DE MEDICINA
ABUELA GROGAN (una aguadora)
NELLY LA FRESCA
y
ROSALIE (la puta del muelle del carbón).
Se rió, balanceando una cabeza balanceante, siguiendo adelante, seguido por Stephen: y jubilosamente dijo a las sombras, almas de hombres:
—¡Oh, aquella noche en Camden Hall cuando las hijas de Erín tuvieron que levantarse las faldas para pasar por encima de ti, que estabas tumbado en tu vómito color morera, multicolor, multitudinario!
—El más inocente hijo de Erín —dijo Stephen— por quien jamás se las levantaron.
A punto de salir por la puerta, notando alguien detrás, se echó a un lado.
Separarse. Ahora es el momento. ¿Dónde luego? Si Sócrates se marcha hoy de casa, si Judas sale esta noche. ¿Por qué? Eso está en el espacio a que debo llegar con el tiempo, ineluctablemente.
Mi voluntad: su voluntad que se me pone delante. Mares entre medio.
Un hombre salió entre ellos, inclinándose, saludando.
—Buenos días otra vez —dijo Buck Mulligan.
El pórtico.
Aquí observé las aves en busca de augurios. Ængus de las aves. Van y vienen. Anoche volé. Volé fácilmente. Los hombres se extrañaban. Calle de las putas después. Un melón cremoso me alargó. Dentro. Ya verá.
—El judío errante —susurró Buck Mulligan con respeto de payaso—. ¿Viste sus ojos? Te miró con lujuria por ti. Por vos temo, oh viejo marinero. Ah, Kinch, vos estáis en peligro. Buscaos un refuerzo para los calzones.
Modales de Oxenford.
Día. Sol carretilla sobre arco de puente.
Una espalda oscura andaba delante de ellos. Paso de leopardo, bajando, saliendo por la verja, bajo dardos de las rejas.
Ellos siguieron.
Oféndeme todavía. Sigue hablando.
Un aire benévolo definía los ángulos de las casas en la calle Kildare. Nada de pájaros. Frágiles, desde lo alto de las casas, dos penachos de humo subían, despenachándose, y eran barridos suavemente en un soplo de suavidad.
Cesa de esforzarte. Paz de los sacerdotes druídicos de Cimbelino; hierofánticos; desde la ancha tierra un altar.
Loemos a los dioses y que nuestros humos en volutas suban hasta sus narices desde nuestros sagrados altares. |
El superior, el Muy Reverendo John Conmee, S. J., volvió a meterse el liso reloj en el bolsillo interior mientras bajaba los escalones del presbiterio. Las tres menos cinco. Justo el tiempo para ir andando a Artane. Por cierto, ¿cómo se llamaba ese muchacho? Dignam, sí.
Vere dignum et justum est
. El Hermano Swan era la persona que ver. La carta del señor Cunningham. Sí. Hacerle quedar contento, si es posible. Buen católico practicante: útil en la época de las misiones.
Un marinero con una pierna de menos, balanceándose hacia adelante en perezosas sacudidas de sus muletas, gruñía unas notas. Se paró en una sacudida ante el convento de las Hermanas de la Caridad y extendió una gorra de visera puntiaguda pidiendo limosna al Muy Reverendo John Conmee, S. J. El Padre Conmee le bendijo dejándole plantado al sol, pues su bolsa contenía, bien lo sabía él, una sola corona de plata.
El Padre Conmee cruzó a Mountjoy Square. Pensó, pero no por mucho tiempo, en soldados y marineros, cuyas piernas habían sido cortadas por balas de cañón, yendo a acabar sus días en algún asilo de mendigos, y en las palabras del Cardenal Wolsey:
Si hubiera servido yo a mi Dios como he servido a mi rey no me habría abandonado en los días de mi vejez
. Caminaba a la sombra arborescente de hojas que guiñaban sol: hacia él se acercó la esposa del señor David Sheehy, Miembro del Parlamento.
—Muy bien, de veras, Padre. ¿Y usted, Padre?
El Padre Conmee estaba maravillosamente bien, de veras. Iría probablemente a Buxton a tomar las aguas. Y los chicos, ¿les iba bien en Belvedere? ¿Ah, sí? El Padre Conmee se alegraba muchísimo de saberlo. ¿Y el propio señor Sheehy? Todavía en Londres. El Parlamento seguía todavía en sesión, claro que sí. Un tiempo estupendo que hacía, realmente delicioso. Sí, era muy probable que viniera otra vez a predicar el Padre Bernard Vaughan. Ah sí, un éxito enorme. Un hombre extraordinario, realmente.
El Padre Conmee estaba muy contento de ver que la esposa del señor David Sheehy, Miembro del Parlamento, tenía tan buen aspecto y rogaba que le enviara recuerdos al señor David Sheehy, Miembro del Parlamento. Sí, claro que haría una visita.
—Adiós, señora Sheehy.
El Padre Conmee, al despedirse, inclinó su sombrero de seda hacia las cuentas de azabache de la mantilla de ella brillando en tinta al sol. Y volvió a sonreír al marcharse. Se había limpiado los dientes, lo sabía, con pasta de nuez de palma.
El Padre Conmee siguió andando y, mientras andaba, sonreía, pues pensaba en el Padre Bernard Vaughan con sus ojos cómicos y su acento
cockney
.
—¡Pilatos! ¿Por qué no echa atrás a esa turba aullante?
Hombre con mucho celo, sin embargo. De veras que sí. Y realmente hacía mucho bien a su manera. Sin duda ninguna. Amaba a Irlanda, decía, y amaba a los irlandeses. De buena familia también, ¿quién lo diría? Eran de Gales, ¿no?
Ah, no se fuera a olvidar. Esa carta al Padre Provincial.
El Padre Conmee detuvo a tres pequeños colegiales en la esquina de Mountjoy Square. Sí: eran de Belvedere. La casita: ah. ¿Y eran buenos chicos en la escuela? Oh. Eso estaba muy bien. ¿Y él cómo se llamaba? Jack Sohan. ¿Y el otro? Gah. Gallaher. ¿Y el otro hombrecito? Se llamaba Brunny Lynam. Ah, un nombre muy bonito.
El Padre Conmee se sacó una carta del pecho y se la dio al señorito Brunny Lynam, señalando el buzón rojo en la esquina de la calle Fitzgibbon.
—Pero ten cuidado no te vayas a echar dentro del buzón, gran hombre —dijo.
Los chicos seisojearon al Padre Conmee y se rieron.
—Ah, Padre.
—Bueno, vamos a ver si sabes echar una carta —dijo el Padre Conmee.
El señorito Brunny Lynam cruzó corriendo la calle y echó la carta del Padre Conmee al Padre Provincial en la boca del buzón rojo, el Padre Conmee sonrió y asintió y sonrió y siguió andando por el lado este de Mountjoy Square.
El señor Denis J. Maginni, profesor de danza, etc., con chistera, levita color pizarra con vueltas de seda, plastrón blanco, pantalones ajustados color lavanda, guantes canario y botas puntiagudas de charol, caminando con grave porte, se desvió muy respetuosamente hacia el bordillo cediendo el paso a Lady Maxwell en la esquina de Dignam’s Court.
¿No era aquella la señora MacGuinness?
La señora MacGuinness, solemne, de pelo plateado, se inclinó hacia el Padre Conmee desde la acera de enfrente por donde navegaba. Y el Padre Conmee sonrió y saludó. ¿Cómo estaba?
Un hermoso porte tenía. Como María, reina de Escocia, algo así. Y pensar que era una prestamista. ¡Vaya, vaya! Con ese… ¿cómo lo diría él?… con ese aire de reina.
El Padre Conmee bajó por la calle Great Charles y lanzó una ojeada a la iglesia protestante, toda cerrada, a su izquierda. Hablará (D. V.) el Reverendo T. R. Green, B. A. El incumbente, le llamaban. Entendía que le incumbía decir unas pocas palabras. Pero había que tener caridad. Ignorancia invencible. Actuaban conforme a sus luces.
El Padre Conmee dobló la esquina y caminó por la Circunvalación Norte. Era sorprendente que no hubiera una línea de tranvía en una arteria tan importante. Claro que tendría que haberla.
Una bandada de escolares con carteras cruzó desde la calle Richmond. Todos se levantaron las gorras arrugadas. El Padre Conmee les saludó repetidamente con benignidad. Chicos de los Hermanos Cristianos.
El Padre Conmee olió incienso a mano derecha mientras andaba. La iglesia de San José, Portland Row. Para ancianas virtuosas. El Padre Conmee se levantó el sombrero hacia el Santísimo Sacramento. Virtuosas: pero algunas veces también eran de mal carácter.
Cerca del palacio Aldborough, el Padre Conmee pensó en aquel noble derrochón. Y ahora era una oficina o algo así. El Padre Conmee empezó a andar por North Strand Road y fue saludado por el señor William Gallagher, que estaba en la entrada de su tienda. El Padre Conmee saludó al señor William Gallagher y percibió los olores que lanzaban hojas de tocino y amplias bolas de manteca. Pasó por delante del estanco de Grogan, en que se apoyaban tablones de noticias diciendo de una terrible catástrofe en Nueva York. En América siempre estaban pasando esas cosas. Gente con mala suerte, morir así, sin preparación. Sin embargo, un acto de contrición perfecta.
El Padre Conmee pasó delante de la taberna de Daniel Bergin, ante cuyos cristales vagueaban dos desocupados. Le saludaron y fueron saludados.