¿Os proponéis devolverla?
Oh, sí.
¿Cuándo? ¿Ahora?
Pues… no.
¿Cuándo, entonces?
He pagado siempre. He pagado siempre.
Pasito. Él es de la otra orilla del Boyne. El rincón del nordeste. Lo tienes a deber.
Espera. Cinco meses. Todas las moléculas cambian. Soy otro ahora. Otro recibió la libra.
Zumba. Zumba.
Pero yo, entelequia, forma de formas, soy yo por la memoria porque bajo formas siempre cambiantes.
Yo que pequé y recé y ayuné.
Un niño que salvó Conmee de los correazos.
Yo, yo y yo. Yo.
A. E. I. O. U.
I owe you
, le debo.
—¿Pretende enfrentarse con la tradición de tres siglos? —preguntó la voz capciosa de John Eglinton—. Por lo menos el fantasma de ella reposa en paz para siempre. Ella murió, al menos para la literatura, antes de haber nacido.
—Murió —replicó Stephen— sesenta y siete años después de nacer. Ella le vio entrar y salir del mundo. Ella recibió sus primeros abrazos. Ella concibió sus hijos y le puso a él peniques en los ojos para sujetarle cerrados los párpados cuando yacía en su lecho de muerte.
Lecho de muerte de madre. Vela. El espejo cubierto. Quien me trajo a este mundo yace ahí, bajo tapa de bronce, bajo unas pocas flores baratas.
Liliata rutilantium
.
Lloré solo.
John Eglinton miró el retorcido gusano de luz de su lámpara.
—El mundo cree que Shakespeare cometió un error —dijo— y salió de él lo antes y lo mejor que pudo.
—¡Bah! —dijo Stephen groseramente—. Un hombre de genio no comete errores. Sus errores son voluntarios y son los pórticos del descubrimiento.
Pórticos del descubrimiento se abrieron para dejar paso al bibliotecario cuáquero, pies suavemente crujientes, calvo, orejudo y asiduo.
—Una furia —dijo astutamente John Eglinton— no es un pórtico de descubrimiento muy útil, uno imaginaría. ¿Qué descubrimiento útil aprendió Sócrates de Xantipa?
—La dialéctica —contestó Stephen—, y de su madre, cómo traer al mundo pensamientos. Lo que aprendió de su otra esposa Myrto (
absit nomen!
), el Epipsychidion de Socratididion, ni hombre ni mujer lo sabrán jamás. Pero ni el saber tradicional de la comadrona ni lo que ella le hizo tragar le salvaron de los arcontes del Sinn Fein y de su cáliz de cicuta.
—Pero ¿y Ann Hathaway? —dijo con olvido la tranquila voz del señor Best—. Sí, parece que la olvidamos, como la olvidó el propio Shakespeare.
Su mirada pasó de la barba del cavilador al cráneo del capcioso, para recordar, para regañarles no sin benevolencia, luego a la calvarrosa mollera del Lollardo, inocente aunque calumniado.
—Tenía su buen maravedí de ingenio —dijo Stephen—, y una memoria nada infiel. Llevaba un recuerdo en la bolsa cuando marchó a la capital silbando
La moza que dejé atrás.
Aunque el terremoto no lo situara en el tiempo, sabríamos dónde poner al pobre Wat, gazapo acurrucado en su madriguera, con el aullar de las jaurías, las bridas con tachuelas y las ventanas azules de ella. Esa memoria,
Venus y Adonis
, estaba en la alcoba de todas las frescas de Londres. ¿Es poco agraciada Catalina la furia? Hortensia la llama joven y bella. ¿Creen que el autor de
Antonio y Cleopatra
, apasionado peregrino, tenía los ojos en la nuca para elegir a la putilla más fea de todo Warwickshire y acostarse con ella? Bueno: la dejó y ganó el mundo de los hombres. Pero sus mujeres-muchachos son las mujeres de un muchacho. Sus vidas, pensamientos y habla se los prestan los varones. ¿Eligió mal? Fue elegido, me parece. Si otros se salen con la suya, Ann
hath a way
, se las arregla. Qué demonios, ella tuvo la culpa. Ella le metió la sonda, dulce y de veintiséis años. La diosa de ojos grises que se inclina sobre el mozo Adonis, humillándose para conquistar, como prólogo a la hinchazón del acto, es una descarada moza de Stratford que revuelca en un trigal a un amante más joven que ella.
¿Y mi turno? ¿Cuándo?
¡Vamos!
—Campo de centeno —dijo el señor Best, claro, alegre, levantando su cuaderno nuevo, con clara alegría.
Murmuró luego con rubio placer para todos:
Por entre aquellos campos de centeno los campesinos prueban qué es lo bueno. |
Paris: el complacido complacedor.
Una alta figura vestida de peludo
homespun
se elevó de la sombra y desveló su cooperativo reloj.
—Me temo que es hora de que vaya al
Homestead
.
¿A dónde se marcha? Terreno explotable.
—¿Se va? —preguntaron las activas cejas de John Eglinton—. ¿Le veremos esta noche en Moore? Viene Piper.
—¡Piper! —pió el señor Best—. ¿Ha vuelto Piper?
Peter Piper picó una pizca de pico de pizca de picante picadillo.
—No sé si podré. El jueves. Tenemos nuestra reunión. Si me puedo escapar a tiempo.
Caja de coco yogui en las habitaciones de Dawson.
Isis desvelada
. Su libro Pali que intentamos empeñar. Cruzado de piernas bajo un árbol-quitasol está entronizado, un Logos azteca, funcionando en niveles astrales, la superalma de ellos, mahamahatma. Los fieles hermetistas aguardan la luz, maduros para el noviciado búdico, en anillo alrededor de él. Louis H. Victory. T. Caulfield Irwin. Damas del loto se ofrecen a sus ojos, con las glándulas pineales encendidas. Lleno de su dios está entronizado, Buda bajo el llantén. Engullidor de almas, engolfador. Ánimos, ánimas, manadas de almas. Engullidas con aullantes chillidos llorones, en torbellino, torbellineando, se quejan.
En quintaesencial trivialidad durante años un alma hembra residió en esta |
[envoltura de carne. |
—Dicen que vamos a tener una sorpresa literaria —dijo el bibliotecario cuáquero, amigable y serio—. El señor Russell, según se rumorea, está reuniendo un manojo de versos de nuestros poetas jóvenes. Todos aguardamos ansiosamente.
Ansiosamente lanzó una ojeada al cono de luz de lámpara donde brillaban tres caras, iluminadas.
Mira esto. Recuerda.
Stephen bajó los ojos hacia un ancho chambergo acéfalo, colgado del puño de su bastón sobre la rodilla. Mi casco y mi espada. Toca ligeramente con dos dedos índices. El experimento de Aristóteles. ¿Uno o dos? Necesidad es lo que en virtud de lo cual es imposible que una cosa pueda ser de otra manera.
Ergo
, un sombrero es un sombrero.
Escucha.
El joven Colum y Starkey. George Roberts se ocupa de la parte comercial. Longworth le dará bombo en el
Express
. ¿Ah, de veras? Me gustó el
Drover
de Colum. Sí, creo que tiene esa cosa rara, genio. ¿Crees realmente que tiene genio? Yeats admiraba ese verso suyo:
Como en tierra salvaje un vaso griego
. ¿Lo admiraba? Espero que pueda venir esta noche. Malachi Mulligan viene también. Moore le pidió que trajera a Haines. ¿Habéis oído el chiste de la señorita Mitchell sobre Moore y Martyn? ¿Que Moore es la locura juvenil de Martyn? Muy ingenioso, ¿verdad? Le recuerdan a uno a Don Quijote y Sancho Panza. Nuestra epopeya nacional está todavía por escribir, dice el doctor Sigerson. Moore es el hombre para eso. Un caballero de la triste figura aquí en Dublín. ¿Con una falda escocesa azafrán? ¿O’Neill Russell? Ah sí, debe hablar la grandiosa lengua antigua. ¿Y su Dulcinea? James Stephens está haciendo algunos esbozos muy agudos. Nos volvemos importantes, parece.
Cordelia.
Cordoglio
. La más solitaria hija de Lir.
Acorralado. Ahora vuestro mejor barniz francés.
—Muchas gracias, señor Russell —dijo Stephen, levantándose—. Si tiene la bondad de darle la carta al señor Norman…
—Ah, sí. Si la considera importante, se publicará. Tenemos tanta correspondencia.
—Ya comprendo —dijo Stephen—. Gracias.
Dios se lo pague. El periódico de los cerdos. Benefactor del buey.
—Synge me ha prometido un artículo para el
Dana
, también. ¿Vamos a ser leídos? Tengo la impresión de que sí. La Liga Gaélica quiere algo en irlandés. Espero que se dé una vuelta por allí esta noche. Traiga a Starkey.
Stephen se sentó.
El bibliotecario cuáquero se acercó desde los que se despedían. Ruborizándose, su máscara dijo en voz baja:
—Señor Dedalus, sus opiniones son muy iluminadoras.
Crujió de acá para allá, de puntillas, más cercano al cielo en la altura de un chapín, y cubierto por el ruido de los que salían, dijo en voz baja:
—¿Su opinión es, entonces, que ella no le fue fiel al poeta?
Una cara alarmada me pregunta. ¿Por qué ha venido? ¿Cortesía o luz interior?
—Donde hay una reconciliación —dijo Stephen— debe haber primero una separación.
—Sí.
Zorro-cristo John Fox con calzón de cuero, escondido, fugitivo entre ramajes de árboles asolados, huyendo del griterío de persecución. Sin conocer zorras, caminando solitario en la persecución. Mujeres que ganó para él, gente tierna, una puta de Babilonia, esposas de jueces, mujeres de taberneros chulos. Zorro y gansos. Y en New Place un flojo cuerpo deshonrado que en otro tiempo fue hermoso, en otro tiempo tan dulce, tan fresco como canela, ahora todas sus hojas cayendo, despojado, asustado de la estrecha tumba y sin perdonar.
—Sí. Así que usted cree…
La puerta se cerró detrás del que salía.
La calma repentinamente tomó posesión de la discreta celda abovedada, calma de aire tibio y meditativo.
Una lámpara de vestal.
Aquí pondera él cosas que no fueron: lo que César habría vivido para hacer si hubiera creído al adivino; lo que podría haber sido; posibilidades de lo posible en cuanto posible; cosas no conocidas; qué nombre tomó Aquiles cuando vivía entre mujeres. Pensamientos en ataúd alrededor de mí, en cajas de momia, embalsamados en especias de palabras. Toth, dios de las bibliotecas, un dios-pájaro, coronado de luna. Y oí la voz de ese sumo sacerdote egipcio.
En pintadas cámaras cargadas de libros de ladrillería
.
Están quietos. En otro tiempo vivos en cerebros de hombres. Quietos: pero hay en ellos una picazón de muerte, por contarme al oído una historia llorona, por apremiarme a cumplir su voluntad.
—Ciertamente —meditó John Eglinton—, de todos los grandes hombres, él es el más enigmático. No sabemos nada más sino que vivió y sufrió. Ni aun eso. Otros admiten nuestra pregunta. Una sombra se cierne sobre todo lo demás.
—Pero Hamlet es tan personal, ¿verdad? —arguyó el señor Best—. Quiero decir, una especie de documento privado, sabe, de su vida privada. Quiero decir, me importa un pito, sabe, a quién le matan o quién es culpable…
Apoyó un inocente libro en el borde de la mesa, sonriendo su desafío. Sus documentos privados en el original.
Ta an bad ar an tir. Taim in mo shagart
. Métele un poco de inglés, mi pequeño John Bull.
E dixo John Bull Eglinton:
—Estaba preparado para cualquier paradoja por lo que nos dijo Malachi Mulligan pero me permito advertirle también que si quiere destruir mi creencia de que Shakespeare es Hamlet, tiene por delante una tarea difícil.
Tengan paciencia conmigo.
Stephen resistió el veneno de los ojos incrédulos, refulgiendo severos bajo cejas fruncidas. Un basilisco.
E quando vede l’uomo l’attosca
. Messer Brunetto, os doy gracias por esta palabra.
—Tal como nosotros, o la madre Dana, tejemos y destejemos nuestros cuerpos —dijo Stephen—, con sus moléculas de acá para allá en lanzadera, así el artista teje y desteje su imagen. Y tal como la verruga en mi tetilla izquierda está donde estaba cuando nací, aunque todo mi cuerpo se ha tejido de nuevo material una vez y otra, así a través del padre inquieto resplandece la imagen del hijo que no vive. En el intenso instante de la imaginación, cuando la mente, dice Shelley, es un ascua que se extingue, eso que era yo es lo que soy y lo que en posibilidad puedo llegar a ser. Así en el futuro, el hermano del pasado, me puedo ver a mí mismo tal como estoy sentado aquí pero por reflejo desde eso que seré entonces.
Drummond de Hawthornden te ha ayudado a pasar esa valla.
—Sí —dijo juvenilmente el señor Best—, noto que Hamlet es muy joven. La amargura podría venirle del padre pero los pasajes con Ofelia son sin duda del hijo.
De medio a medio. Está en mi padre. Yo estoy en su hijo.
—Esa verruga es lo último en irse —dijo Stephen, riéndose.
John Eglinton hizo una mueca nada agradable.
—Si eso fuera la señal de nacimiento del genio —dijo—, el genio se vendería en el mercado. Las obras de los últimos años de Shakespeare, que tanto admiraba Renan, alientan otro espíritu.
—El espíritu de reconciliación —alentó el bibliotecario cuáquero.
—No puede haber reconciliación —dijo Stephen— si no ha habido separación.
Ya está dicho eso.
—Si quiere saber cuáles son los acontecimientos que proyectan su sombra sobre el infierno del tiempo del
Rey Lear
,
Otelo
,
Hamlet
,
Troilo y Crésida
, mire a ver cuándo y cómo se levanta la sombra. ¿Qué ablanda el corazón de un hombre, naufragado en crueles tormentas, puesto a prueba, como otro Ulises, Pericles, príncipe de Tiro?
Cabeza, cubierta de cono rojo, zarandeada, cegada de agua salada.
—Una criatura, una niña puesta en sus brazos, Marina.
—La inclinación de los sofistas hacia los vericuetos de los apócrifos es una cantidad constante —descubrió John Eglinton—. Los caminos principales son aburridos pero llevan a la ciudad.
Buen Bacon: enmohecido. Shakespeare, la locura juvenil de Bacon. Juglares de enigmas yendo por los caminos principales. Buscadores en la gran búsqueda. ¿Qué ciudad, buenos señores? Enmascarados en nombres: A. E., eon: Magee, John Eglinton. Al este del sol, al oeste de la luna:
Tir na n-og
. Con botas ambos y bordón.
¿Cuántas millas hasta Dublín? Cinco docenas y diez, señor. ¿Llegaremos al oscurecer? |
—El señor Brandes lo acepta —dijo Stephen— como la primera obra del período final.
—¿Ah sí? ¿Y qué dice de eso el señor Sidney Lee, o el señor Simon Lazarus, como algunos aseveran que se llama?
—Marina —dijo Stephen—, una hija de la tormenta, Miranda, un admirable prodigio, Perdita, la que estaba perdida. Lo que se había perdido le es devuelto: la niña de su hija.
Mi queridísima esposa
, dice Pericles,
era como esta doncella
. ¿Habrá algún hombre que ame a la hija si no ha amado a la madre?