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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

Ulises (100 page)

BOOK: Ulises
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—Los sonidos son imposturas —dijo Stephen tras un rato de pausa—. Como los nombres, Cicerón, Podmore, Napoleón, Mr Goodbody, Jesús, Mr Doyle. Los Shakespeares eran tan corrientes como los Murphy. ¿Qué hay en un nombre?

—Sí, claro —asintió el señor Bloom sin afectación—. Por supuesto. Nuestro nombre también se cambió —añadió, empujando al otro lado el llamado panecillo.

El marinero de barba roja, que tenía fijo en los recién llegados su ojo de vigía, abordó a Stephen, a quien había elegido para su particular atención, y le preguntó por las buenas:

—¿Y su nombre cuál podría ser?

Antes que fuera tarde el señor Bloom le tocó la bota a su compañero, pero Stephen, al parecer sin hacer caso de la tibia presión desde un lado inesperado, contestó:

—Dedalus.

El marinero le miraba fijamente con unos ojos turbios con bolsas, más bien hinchados del excesivo uso del trago, con preferencia el buen viejo Hollands con agua.

—¿Conoce usted a Simon Dedalus? —preguntó por fin.

—He oído hablar de él —dijo Stephen.

El señor Bloom se sintió por un momento azorado, al ver que los demás evidentemente también tendían la oreja.

—Es irlandés —afirmó decididamente el marinero, mirando fijo del mismo modo y asintiendo con la cabeza—. Irlandés del todo.

—Demasiado irlandés —confirmó Stephen.

En cuanto al señor Bloom, no entendía ni pizca del asunto y se empezaba a preguntar qué posible conexión habría, cuando el marinero, por su propia iniciativa, se volvió a los demás ocupantes del refugio con la observación:

—Le he visto romper dos huevos en dos botellas disparando por encima del hombro a cincuenta yardas. No falla con la mano izquierda.

Aunque ligeramente estorbado por un tartamudeo ocasional y aun siendo sus gestos tan torpes como eran sin embargo hacía lo mejor que podía por explicarse.

—Una botella ahí, digamos. Cincuenta yardas medidas. Huevos en las botellas. Echa la escopeta sobre el hombro. Apunta.

Se volvió a medias, cerró el ojo derecho completamente, luego retorció sus facciones levantándolas de cierto modo de lado y miró fulgurantemente hacia la noche, afuera, con una desagradable actitud en el rostro.

—Pom —gritó luego una vez.

El público entero aguardó, esperando una detonación adicional, ya que había aún otro huevo.

—Pom —gritó por segunda vez.

Evidentemente demolidos los dos huevos, asintió con la cabeza y guiñó el ojo, añadiendo sanguinariamente:

—Buffalo Bill tira a matar,
nunca erró y nunca ha de errar.

Siguió un silencio hasta que el señor Bloom en obsequio a la amabilidad se sintió inclinado a preguntarle si era en una competición de tiro al blanco como la de Bisley.

—¿Cómo dice? —dijo el marinero.

—¿Hace mucho? —prosiguió el señor Bloom, sin desviarse ni un pelo.

—Bueno —contestó el marinero, ablandándose hasta cierto punto bajo la mágica influencia de que «diamante corta diamante»—, podría ser hace cosa de diez años. Daba la vuelta al mundo con el Circo Real de Hengler. Se lo vi hacer en Estocolmo.

—Curiosa coincidencia —confió el señor Bloom a Stephen, marginalmente.

—Me llamo Murphy —continuó el marinero—, D. B. Murphy, de Carrigaloe. ¿Saben dónde es?

—En Queenstown Harbour —contestó Stephen.

—Eso es —dijo el marinero—. Fort Camden y Fort Carlisle. De allí es de donde soy. Mi mujercita está allí. Me espera, lo sé.
Por Inglaterra, el hogar y la belleza
. Es mi legítima esposa, a la que hace diecisiete años que no veo, navegando por ahí.

El señor Bloom podía representarse fácilmente su llegada a esa escena —el retorno del marinero a su hogar junto al camino después de haber dejado con un palmo de narices a papá Neptuno— una noche lluviosa con la luna cubierta. A través del mundo en busca de esposa. Había muchos relatos sobre ese tema particular, sobre Alice Ben Bolt, Enoch Arden y Rip van Winkle, y ¿no se acuerda nadie por aquí de Caoc O’Leary, una pieza favorita de declamación, sumamente difícil, por cierto, del pobre John Casey, y, aun en su estilo menor, un ejemplo de poesía perfecta? Nunca es sobre una esposa escapada que regresa, por más que encariñada con el querido ausente. ¡El rostro en la ventana! Júzguese su asombro cuando por fin llegó a la meta y se empezó a hacer luz en él sobre la terrible verdad referente a su media naranja, naufragada en su afecto. Bien poco que me esperabas pero he venido para quedarme y para empezar desde el principio. Ahí está sentada, viuda postiza, en el mismísimo hogar. Me cree muerto. Mecido en la cuna del abismo. Y ahí está sentado el tío Chubb o Tomkin, según sea el caso, el tabernero de La Corona y el Ancla, en mangas de camisa, comiendo filete con cebollas. No hay silla para el padre. ¡Buu! ¡El viento! El último llegado está en sus rodillas, hijo
post mortem
. ¡Con el tra, con el la, y con el tralaralaralá, oh! Inclinarse ante lo inevitable. Sonreír y aguantarlo. Con sincero afecto quedo de ti tu consternado esposo, D. B. Murphy.

El marinero, que no parecía apenas ser residente de Dublín, se volvió a uno de los cocheros con la petición:

—¿No tendría por casualidad algo así como una mascada de sobra, eh?

El cochero interpelado, según resultó, no la tenía pero el encargado sacó un dado de tabaco prensado de su buen chaquetón colgado de un clavo y el objeto deseado pasó de mano en mano.

—Gracias —dijo el marinero.

Depósito la mascada en su jeta y, mascando, y con algunos lentos tartamudeos, continuó:

—Llegamos esta mañana a las once. El
Rosevean
, de tres palos, con una carga de ladrillos, de Bridgewater. Me embarqué para pasar al otro lado. Me han pagado esta tarde. Aquí está mi hoja de licencia. ¿Ven? W. B. Murphy, marinero registrado.

En confirmación de la cual afirmación extricó de un bolsillo interior y alargó a sus vecinos un documento doblado de aspecto no muy limpio.

—Debe usted haber visto una buena porción del mundo —observó el encargado, apoyándose en el mostrador.

—Vaya —respondió el marinero, después de reflexionar sobre ello—, he circunnavegado un poco desde la primera vez que me enrolé. Estuve en el Mar Rojo. Estuve en China y en Norteamérica y en Sudamérica. He visto muchos icebergs, de los que hacen ruido. Estuve en Estocolmo y en el Mar Negro, en los Dardanelos, a las órdenes del Capitán Dalton, el cabrón más valiente que ha mandado nunca a pique su barco. He visto Rusia.
Gospodi pomilyou
. Así es como rezan los rusos.

—Habrá visto cosas raras, no diga que no—interpuso un cochero.

—Vaya —dijo el marinero, desplazando el tabaco parcialmente mascado—. He visto cosas raras, buenas y malas. He visto a un cocodrilo morder la punta de un ancla igual que yo masco este tabaco.

Se sacó de la boca la pulposa mascada y, poniéndosela entre los dientes, mordió ferozmente.

—¡Jaam! Así. Y he visto caníbales en el Perú que se comen los cadáveres y los hígados de los caballos. Miren aquí. Aquí están. Me lo mandó un amigo.

Tras de palparse, sacó una postal ilustrada del bolsillo interior, que parecía ser a su manera una especie de trastero, y la empujó a lo largo de la mesa. Lo impreso en ella afirmaba:
Choza de Indios. Beni, Bolivia
.

Todos concentraron su atención sobre la escena exhibida, un grupo de mujeres salvajes en taparrabos rayados, en cuclillas, haciendo guiños, amamantando, frunciendo el ceño, durmiendo, entre un enjambre de niñitos (debía haber una veintena de ellos) delante de unas primitivas cabañas de ramas de sauce.

—Mascan coca todo el santo día —añadió el comunicativo lobo de mar—. Tienen los estómagos como ralladores de pan. Se cortan las tetitas cuando ya no pueden tener más hijos. Ahí las ven en pelota comiéndose crudo el hígado de un caballo muerto.

La postal resultó ser un centro de atracción para los inexpertos caballeros durante varios minutos, si no más.

—¿Saben cómo se les tiene a distancia? —preguntó con simpatía.

No arriesgándose nadie a una afirmación, hizo un guiño y dijo:

—Con cristal. Eso les atonta. Cristal.

El señor Bloom, sin evidenciar sorpresa, dio la vuelta a la postal con disimulo para leer la dirección parcialmente borrada y el matasellos. Decían como sigue:
Tarjeta Postal. Señor A. Boudin, Galería Becche, Santiago, Chile
. No había mensaje, evidentemente, según observó de modo particular.

Aunque sin ser implícito creyente en el atroz relato narrado (ni, puestos a hablar de eso, en la cuestión de los huevos como blanco, a pesar de Guillermo Tell y del incidente Lazarillo y Don César de Bazán descrito en
Maritana
en cuya ocasión la bala del primero atravesó el sombrero de este último), habiendo detectado una discrepancia entre su nombre (suponiendo que fuera la persona que afirmaba ser y no navegara bajo falsa bandera después de haber chaqueteado a escondidas en algún sitio) y el ficticio destinatario de la misiva que le hizo abrigar algunas: sospechas sobre la
bona fides
de nuestro amigo, sin embargo ello le recordó sin saber cómo un plan largamente acariciado que pensaba realizar algún día, algún miércoles o sábado, de ir a Londres por vía marítima lo que no es decir que hubiera viajado nunca por extenso pero sí era en su corazón un aventurero de nacimiento aunque por crueldad del destino no había dejado nunca de ser un lobo de tierra salvo lo que se llama ir a Holyhead que fue su viaje más largo. Martin Cunningham decía frecuentemente que le conseguiría un pase por medio de Egan pero eternamente surgía algún endemoniado inconveniente con el resultado práctico de que se malograban los planes. Pero aun en el caso de tener que llegar a aflojar la mosca destrozándole el corazón a Boyd, no era tan caro, si la bolsa lo permitía, unas pocas guineas como mucho considerando el trayecto a Mullingar a donde calculaba que salía por cinco con seis ida y vuelta. El viaje le beneficiaría en su salud teniendo en cuenta el ozono que fortalece y sería placentero en todos los aspectos, especialmente para uno que tenía el hígado averiado, el ver los diferentes sitios a lo largo de la ruta, Plymouth, Falmouth, Southampton y demás, culminando en una gira instructiva de los puntos más espectaculares de la gran metrópoli, el espectáculo de nuestra moderna Babilonia, donde sin duda vería las mayores mejoras, renovando su conocimiento con la torre, la abadía y toda la riqueza de Park Lane. Otra cosa que se le ocurrió como una idea nada mala era que podría echar una mirada alrededor para ver si intentaba hacer arreglos para una gira de conciertos estivales comprendiendo los lugares de veraneo más sobresalientes, Margate con sus baños mixtos y sus termas y balnearios de primera, Eastbourne, Scarborough, Margate y demás, la hermosa Bournemouth, las Islas del Canal y semejantes joyas de lugares, que podría resultar altamente remunerativo. No, claro, con una compañía rebañada de cualquier manera y con señoras aficionadas locales, por ejemplo tipo señora C. P. M’Coy —présteme su maleta y le mandaré por correo la entrada. No, algo de postín, una compañía de grandes estrellas de Irlanda, la gran compañía de ópera Tweedy-Flower con su propia consorte legítima como primera dama a modo de réplica a los Elster Grimes y Moody-Manners, un asunto perfectamente sencillo y él era muy optimista sobre el éxito con tal que el darle bombo en los periódicos locales lo pudiera arreglar algún tío con un poco de empuje que tirara de los hilos indispensables combinando así el negocio con el placer. Pero ¿quién? Ahí estaba el problema.

También, sin estar de hecho seguro, se le ocurrió que se iba a ofrecer un vasto campo por lo que toca a abrir nuevas rutas para mantenerse a la altura de los tiempos en relación con la ruta Fishguard-Rosslare que, según se corría por ahí, estaba una vez más sobre el tapete en los departamentos de circunlocución con la acostumbrada dosis de papeleo y de dilaciones por parte de los eunucos de la burocracia y demás necios en general. Cierto que había una gran oportunidad para promotores y emprendedores que saliesen al encuentro de las necesidades viajeras del público en general, el hombre medio, esto es, Brown, Robinson y Cía.

Era tema de lamentación y no menos absurdo a simple vista y no pequeña culpa de nuestra alabada sociedad que el hombre de la calle, cuando el organismo realmente necesitaba tonificarse, por cuestión de asunto de un par de miserables libras, quedara privado de ver algo más del mundo en que se vivía en vez de estar siempre en el gallinero desde que mi viejo tarugo me tomó por mujer. Después de todo, al demonio con ello, habían tenido más de once meses de monotonía y merecían un cambio radical de
venue
después de la agitación de la vida ciudadana en verano, de preferencia cuando la Madre Naturaleza está en su momento más espectacular, lo que constituye nada menos que un nuevo suplemento de vida. Había oportunidades igualmente excelentes para veraneantes en la isla patria, deliciosos lugares silvanos para rejuvenecimiento, ofreciendo una plétora de atracciones así como un tónico fortalecedor para el organismo en y en torno a Dublín y sus pintorescos alrededores, incluso, Poulaphouca, a donde había un tranvía de vapor, pero también más allá, lejos de la enloquecida multitud, en Wicklow, justamente denominada el jardín de Irlanda, un ambiente ideal para velocipedistas maduros, en tanto que no se eche a perder, y en las soledades de Donegal, donde si decía verdad la fama, el
coup d’oeil
era realmente grandioso, por más que la recién nombrada localidad no fuera fácilmente accesible de modo que el aflujo de visitantes no era todavía todo lo que podía ser considerando los señalados beneficios a obtener de ello, mientras que Howth con sus recuerdos históricos y de otro tipo, Thomas el Sedoso, Grace O’Malley, Jorge IV, los rododendros a varios centenares de pies sobre el nivel del mar era lugar favorito para todas clases y especies de hombres, especialmente en primavera cuando la fantasía de la juventud, aunque ya había obtenido su tributo de muertes por caída desde escolleras, intencional o accidental, habitualmente, por cierto, sobre la pierna izquierda, a sólo tres cuartos de hora de la columna. Porque por supuesto el viaje de turismo en su sentido actual estaba todavía meramente en pañales, por decirlo así, y el acomodo dejaba mucho que desear. Interesante de sondear, le parecía, por motivos de pura y simple curiosidad, si era el tráfico el que creaba la ruta o viceversa o las dos cosas en realidad. Volvió la postal del otro lado y se la pasó a Stephen.

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