Es Navidad, y la forense Kay Scarpetta acaba de perder a su amante, Benton Wesley. El último caso de la detective sigue abierto, pues no se ha conseguido esclarecer la autoría de una serie de asesinatos, achacados al mafioso Chandonne. Una conspiración lleva la situación a límites insospechados, hasta el punto de que Scarpetta puede ser procesada por asesinato. Por otra parte, los indicios apuntan a una posible relación entre los crímenes y la muerte de Benton.
Patricia Cornwell
Último intento
ePUB v1.0
NitoStrad10.05.13
Título original:
The Last Precinct
Autor: Patricia Cornwell
Fecha de publicación del original: octubre 2000
Traducción: Nora Watson
Diseño/retoque portada: Peter Tjebbes
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
Para Linda Fairstein,
abogada, novelista, mentora,
mejor amiga.
(Esta novela es para ti.)
DESPUÉS DEL HECHO
El frío anochecer entrega sus pálidos colores a una oscuridad completa, y agradezco que los cortinados de mi dormitorio sean lo suficientemente gruesos como para absorber hasta la menor insinuación de mi silueta mientras yo me muevo de aquí para allá poniendo la ropa en las valijas. La vida no podría ser más anormal de lo que es en este momento.
—Quiero un trago —Anuncio al abrir un cajón de la cómoda—. Quiero encender el fuego, beber una copa y preparar una pasta. Fideos anchos verdes y amarillos, marrones, salchichas. Le
pappardelle del cantunzein
. Siempre he querido tomarme un año sabático, viajar a Italia, aprender italiano en serio. Hablarlo. No saber solamente los nombres de los alimentos y de los platos de comida. O quizás, a Francia. Iré a Francia. Tal vez iré ahora mismo —Agrego con una mezcla de furia y de impotencia—. Podría vivir en París. Fácilmente.—Es mi manera de rechazar Virginia y a todos los que viven en ella.
El capitán de la Policía de Richmond Pete Marino domina mi dormitorio como un grueso faro, sus manos gigantescas metidas en los bolsillos del jean. No se ofrece a ayudarme a poner la ropa en el portatrajes y los bolsos de lona que están abiertos sobre la cama, pues me conoce lo suficientemente bien como para ni siquiera pensarlo. Puede que Marino tenga el aspecto de un campesino ignorante, que hable como un campesino inculto y actúe como un campesino ignorante, pero en realidad es un hombre inteligente, sensible y muy perspicaz. En este preciso instante, por ejemplo, él evalúa un hecho sencillo: menos de veinticuatro horas antes, un hombre llamado Jean-Baptiste Chandonne avanzó por entre la nieve, debajo de una luna llena, y entró en mi casa. Yo ya conocía bien el modus operandi de Chandonne, así que puedo imaginar perfectamente lo que él me habría hecho si hubiera tenido oportunidad. Pero no he podido someterme a imágenes anatómicamente correctas de mi propio cuerpo magullado y muerto y nadie está en mejores condiciones que yo de describir una cosa así. Soy patóloga forense recibida además de abogada, y jefa de médicos forenses de Virginia. Practiqué la autopsia de dos mujeres que Chandonne recientemente mató aquí, en Virginia, y revisé los casos de otras siete personas que él asesinó en París.
Baste con recordar lo que les hizo a esas víctimas: golpearlas salvajemente, morderles los pechos, las manos y los pies y jugar con su sangre. No siempre utiliza la misma arma. Anoche, lo que empuñaba era un martillo cincelador, una herramienta especial usada en albañilería y que se parece mucho a un zapapico. Sé muy bien lo que esa herramienta puede hacerle a un cuerpo humano porque Chandonne usó una —supongo que la misma— con Diane Bray, su segunda víctima de Richmond, la mujer policía que él asesinó hace dos días, el jueves.
—¿Qué día es hoy? —le pregunto al capitán Marino—. ¿Es sábado?
—Sí, sábado.
—Dieciocho de diciembre. Falta una semana para Navidad. Felices vacaciones. —Abro el cierre de un bolsillo lateral del portatrajes.
—Sí, dieciocho de diciembre.
El me observa como si yo fuera alguien capaz de entrar en cualquier momento en la irracionalidad, y sus ojos inyectados en sangre reflejan un tedio que invade mi casa. La desconfianza es palpable en el aire y yo la siento en la boca como polvo. La huelo como si fuera ozono. Percibo su humedad. El ruido de los neumáticos sobre la calle mojada, los pasos, las voces y la conversación de la radio son sonidos tremendamente disonantes para mí mientras las fuerzas del orden siguen ocupando mi propiedad. Me siento violada. Cada centímetro de mi casa ha sido expuesto, cada faceta de mi vida ha quedado desnuda. Es como si yo fuera un cuerpo desnudo sobre una de mis mesas de acero de la morgue. De modo que Marino sabe que no debe ofrecerse a ayudarme a empacar las valijas. Sí, sabe perfectamente que es mejor que ni siquiera se le cruce por la cabeza la idea de tocar nada: ni un zapato, una media, un cepillo para pelo, un frasco de champú, ni el objeto más pequeño. La policía me pidió que abandonara esta casa sólida de piedra soñada por mí, que hice edificar en un tranquilo y vigilado vecindario del West End. Estoy segura de que Jean-Baptiste Chandonne —Le Loup-Garou o el Hombre Lobo, como a él le gusta llamarse— recibe un tratamiento mucho mejor que yo. La ley provee a las personas como él de todos los derechos humanos imaginables: comodidad, confidencialidad, vivienda, comida, bebida y asistencia médica gratuita en el pabellón forense del hospital de la Facultad de Medicina de Virginia, al que yo pertenezco.
Hace por lo menos veinticuatro horas que Marino no se baña ni se acuesta y, cuando paso junto a él, percibo el desagradable olor corporal de Chandonne y siento náuseas, un ardor quemante en el estómago que me bloquea el cerebro y me cubre con un sudor frío. Me enderezo y hago una inspiración profunda para eliminar esa alucinación olfatoria y de pronto, más allá de las ventanas, me llama la atención un automóvil que reduce la marcha. He llegado a reconocer la más sutil pausa en el tráfico y sé cuándo se transformará en un auto que estaciona frente a casa. Es un ritmo que he escuchado durante horas. La gente mira hacia casa como papando moscas. Los vecinos estiran el cuello para curiosear y se detienen en medio de la calle. Yo me aturdo con una extraña mezcla de emociones; de pronto me siento confundida y al momento siguiente me lleno de miedo. Paso del agotamiento a la manía, de la depresión a la tranquilidad y, debajo de todo eso, a una gran excitación, como si mi sangre estuviera repleta de gas.
La puerta de un auto se cierra frente a casa.
—¿Y ahora, qué? —me quejo—. ¿Quién es esta vez? ¿El FBI? —Abro otro cajón. —Marino, estoy harta —digo y le hago un gesto con la mano. —Sácalos de mi casa, a todos. Ahora. —La furia resplandece como un espejismo sobre una superficie de alquitrán caliente. —Ya es bastante que estén en mi jardín. —Arrojo un par de medias en el bolso de lona. —Ya es bastante que estén aquí. —Otro par de medias. —Pueden volver cuando yo me haya ido. —Arrojo otro par, que se desvía y me agacho para recogerlo. —Al menos pueden permitirme caminar por mi propia casa. —Otro par. —Y dejar que me vaya en paz y sin violar mi intimidad. —Vuelvo a poner un par en el cajón. —¿Por qué demonios están en la cocina? —Cambio de idea y saco las medias que acabo de guardar. —¿Por qué están en mi estudio? Les dije que él no entró allí.
—Tenemos que echar un vistazo a todo, Doc —es lo único que se le ocurre decir a Marino.
Se sienta a los pies de mi cama, y eso también está mal. Quiero decirle que salga de mi cama y de mi cuarto. Es todo lo que puedo hacer para no ordenarle que salga de mi casa y, posiblemente, de mi vida. No importa cuánto tiempo hace que lo conozco o cuánto hemos trabajado juntos.
—¿Cómo está tu codo, Doc? —Pregunta e indica el yeso que inmoviliza mi brazo izquierdo como el caño de una cocina.
—Está fracturado y me duele como el demonio —respondo y cierro el cajón demasiado fuerte.
—¿Estás tomando tu medicina?
—Sobreviviré.
Él observa cada uno de mis movimientos.
—Tienes que tomar eso que te dieron.
De pronto, nuestros roles se han invertido. Yo actúo como un policía rudo y él se muestra lógico y calmo como la médica-abogada que se supone que soy yo. Me acerco de nuevo al placard revestido en madera de cedro y comienzo a sacar blusas y a extenderlas sobre el portatrajes, asegurándome de que los botones superiores están cerrados y alisando la seda y el algodón con la mano derecha. El codo izquierdo me late y me duele como un dolor de muelas y siento que la piel transpira y me pica adentro del yeso. Pasé casi todo el día en el hospital, no porque el hecho de enyesar un miembro fracturado sea un procedimiento muy largo sino porque los médicos insistieron en revisarme con mucha atención para estar seguros de que no tenía otras lesiones. Yo me cansé de explicarles que, cuando salí corriendo de casa, me caí en los escalones del frente y me fracturé el codo y nada más. Jean-Baptiste Chandonne nunca tuvo oportunidad de tocarme siquiera. Yo me alejé y estoy bien. Se los repetí durante cada radiografía. Los médicos del hospital me tuvieron en observación hasta última hora de la tarde, mientras los detectives no hacían más que entrar en la sala de examen y salir de ella. Se llevaron mi ropa. Mi sobrina Lucy tuvo que traerme algo para ponerme encima. Y no he dormido nada.
La campanilla del teléfono horada el aire. Levanto la extensión que tengo junto a la cama.
—Doctora Scarpetta —Anuncio en el teléfono y mi propia voz que pronuncia mi nombre me recuerda los llamados en mitad de la noche cuando contesto el teléfono y algún detective me da una muy mala noticia acerca de una escena del crimen que hay en alguna parte. El hecho de escuchar mis palabras formales hace que
aparezca
en mi memoria la imagen que hasta ese momento he eludido: mi cuerpo destrozado tendido sobre mi cama, sangre por toda la habitación, y mi médico forense asistente que recibe el llamado y la expresión de su cara cuando la policía —Probablemente Marino— le informa que he sido asesinada y que alguien, sólo Dios sabe quién, debe acudir a la escena del crimen. Se me ocurre que nadie de mi oficina es capaz de responder a ese llamado. Yo he contribuido a que en Virginia se diseñe el mejor plan para casos de desastre que en cualquier otro estado del país. Podemos manejar un importante accidente aéreo o una bomba que explota en el coliseo o una inundación, pero, ¿qué haríamos si algo me sucediera a mí? Supongo que traer un patólogo forense de una jurisdicción cercana, quizá Washington. El problema es que conozco a casi todos los patólogos forenses de la Costa Este y me daría mucha pena que cualquiera de ellos tuviera que lidiar con mi cadáver. Es muy difícil trabajar en un caso cuando se conoce bien a la víctima. Estos pensamientos revolotean por mi cabeza como pájaros asustados mientras Lucy me pregunta por teléfono si necesito algo y yo le aseguro que estoy muy bien, lo cual es perfectamente ridículo.
—Bueno, no puedes estar bien —contesta ella.
—Estoy empacando —le digo—. Marino está conmigo y estoy empacando —repito y mis ojos se fijan en Marino. Su atención se va centrando en distintas partes del cuarto y de pronto caigo en la cuenta de que él nunca había estado en mi dormitorio. No quiero ni imaginar sus fantasías. Lo conozco desde hace muchos años y siempre supe que su respeto hacia mí está fuertemente entretejido con inseguridad y atracción sexual. Es un hombre corpulento con barriga de bebedor de cerveza, tiene una cara grande de expresión malhumorada y su pelo carece de color y poco a poco ha ido emigrando de su cabeza a otras partes de su cuerpo. Escucho a mi sobrina por teléfono mientras la mirada de Marino recorre mis espacios privados: mi cómoda, mi placard, los cajones abiertos, lo que estoy poniendo en mi equipaje y mis pechos. Cuando Lucy llevó al hospital zapatillas, medias y un conjunto deportivo, no se acordó de incluir un corpiño, y lo más que pude hacer cuando llegué a casa fue cubrirme con un viejo y voluminoso guardapolvo que suelo usar cuando realizo algunas tareas hogareñas.