—Supongo que ellos tampoco quieren que tú estés allí. —La voz de Lucy resuena a través de la línea.
Es una larga historia, pero mi sobrina es agente del Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego o ATF y, cuando la policía apareció, enseguida la sacaron de mi propiedad. Quizás un poco de conocimiento es algo peligroso y ellos tuvieron miedo de que una importante agente federal se metiera en la investigación. No lo sé, pero lo cierto es que ella se siente culpable porque no estuvo aquí anoche para mí, cuando casi me asesinaron, y ahora tampoco me acompaña. Yo le aseguro que no la culpo para nada. Tampoco puedo dejar de preguntarme lo diferente que habría sido mi vida si ella hubiera estado aquí conmigo cuando Chandonne se presentó, en lugar de ocuparse de su novia. Tal vez Chandonne se habría dado cuenta de que yo no estaba sola y se habría mantenido alejado, o lo habría sorprendido ver a otra persona en la casa y habría huido, o habría postergado su plan de asesinarme hasta el día siguiente o la noche siguiente o Navidad o el nuevo milenio.
Me paseo por el cuarto mientras escucho las jadeantes explicaciones y comentarios de Lucy por el teléfono inalámbrico y observo mi reflejo al pasar frente al espejo de cuerpo entero. Mi pelo corto y rubio está alborotado, mis ojos azules están vidriosos y fruncidos por el agotamiento y el estrés y mi frente es una mezcla de entrecejo fruncido y algo muy próximo a las lágrimas. El guardapolvo está sucio y manchado y yo estoy muy pálida. Siento la imperiosa necesidad de beber algo y de fumar y esas ganas son casi intolerables, como si el hecho de casi haber sido asesinada me transformara instantáneamente en una drogadicta. Imagino estar sola en mi propia casa. Nada ha sucedido. Disfruto del fuego en la chimenea, un cigarrillo, una copa de vino francés, tal vez un Bordeaux, porque un Bordeaux es menos complicado que un Borgoña. El Bordeaux es como un espléndido y viejo amigo al que ya no tenemos que descubrir. Rechazo la fantasía con un hecho; no importa lo que Lucy hizo o dejó de hacer. Chandonne habría venido en otro momento a matarme, y siento que un tremendo juicio me ha estado esperando durante toda la vida, marcando mi puerta como el Ángel de la Muerte. Extrañamente, todavía estoy aquí.
Por su voz, sé que Lucy está asustada. Y es muy poco frecuente que mi brillante sobrina, piloto de helicópteros, obsesionada con el estado físico y agente de un ente federal de aplicación de la ley tenga miedo.
—Me siento muy mal —sigue repitiendo por teléfono mientras Marino conserva su posición sobre mi cama y yo sigo paseándome por el cuarto.
—No deberías —le digo—. La policía no quiere que haya nadie aquí y, créeme, tampoco tú lo deseas. Supongo que estás con Jo y eso es bueno. —Le digo esto como si hiciera alguna diferencia para mí, como si no me molestara que no esté aquí y yo no la haya visto en todo el día. Sí me importa. Sí me molesta. Pero es mi viejo hábito de proporcionarles una escapatoria a las personas. No me gusta ser rechazada, en especial por Lucy Farinelli, a quien he criado como una hija.
Ella vacila un momento antes de contestar:
—En realidad, estoy en el centro, en el Jefferson.
Trato de encontrarle sentido a lo que Lucy acaba de decirme. El Jefferson es el hotel más lujoso de la ciudad y, ante todo, no entiendo por qué necesitaba ir a un hotel, y mucho menos a uno tan elegante y caro. Las lágrimas amenazan con brotar de mis ojos, pero las obligo a retroceder, carraspeo y me trago el dolor.
—Oh —es lo único que atino a decir—. Bueno, me parece bien. Supongo que Jo está contigo en el hotel.
—No, está con su familia. Mira, acabo de llegar y tengo una habitación para ti. ¿Qué te parece si paso a buscarte?
—No me parece que un hotel sea una buena idea en este preciso momento.
Ella pensó en mí y quiere tenerme cerca. Me siento un poco mejor. —Anna me pidió que me quedara en su casa. En vista de lo sucedido, creo que lo mejor será que acepte su invitación. También te invitó a ti, pero supongo que ya estás instalada en el hotel.
—¿Cómo lo supo Anna? —Pregunta Lucy—. ¿Se enteró por los informativos?
Puesto que el ataque contra mi vida se produjo bien tarde, no aparecerá en los diarios hasta mañana por la mañana. Pero supongo que ha habido una catarata de noticias por la radio y la televisión. Ahora que lo pienso, no sé cómo se enteró Anna. Lucy dice que ella necesita estar un momento tranquila, pero que tratará de ir a verme esta noche más tarde. Cortamos la comunicación.
—Lo último que necesitas es que los medios de difusión se enteren de que te alojas en un hotel. Estarían escondidos detrás de cada arbusto —dice Marino con el entrecejo fruncido y expresión torva—. ¿Dónde se aloja Lucy?
Le repito lo que Lucy me dijo y casi desearía no haber hablado con ella. En definitiva, lo que consiguió ese llamado es hacerme sentir peor. Atrapada. Es así como me siento, atrapada, como si estuviera adentro de una campana de buceo a mil metros debajo del nivel del mar, totalmente aislada, mareada, como si el mundo que me rodea de pronto me resultara irreconocible y surreal. Estoy como aturdida, pero con cada nervio hecho un fuego.
—¿El Jefferson? —dice Marino—. ¡Bromeas! ¿Acaso ganó la lotería o algo por el estilo? ¿No le preocupa la posibilidad de que los medios también la encuentren a ella? ¿Qué carajo está pensando?
Yo sigo preparando el equipaje. No puedo responder a sus preguntas. Estoy tan harta de preguntas.
—Y no está en casa de Jo. Caramba —Prosigue—, eso es muy interesante. Nunca pensé que esa relación duraría. —Bosteza ruidosamente y se frota la cara sin afeitar mientras me observa colgar trajes en el respaldo de una silla y sacar más ropa para la oficina. Para darle crédito a Marino, él ha intentado estar de un humor parejo, incluso mostrarse considerado desde que volví a casa del hospital. Una conducta decente es difícil para él incluso en las mejores circunstancias, que por cierto no son las actuales. Está agotado, privado de sueño y alimentado por cafeína y comida basura, y yo no le permito fumar dentro de casa. Era sólo cuestión de tiempo antes de que su autocontrol comenzara a desgastarse y volviera a su rudeza y su fanfarronería. Soy testigo de esa metamorfosis y, curiosamente, siento alivio. Necesito desesperadamente cosas que me resulten familiares, no importa si son desagradables. Marino se pone a hablar de lo que Lucy hizo anoche cuando detuvo el auto frente a casa y nos vio a Jean-Baptiste Chandonne y a mí en el jardín nevado del frente de casa.
—No es que yo la culpe por querer volarle los sesos a ese degenerado —dice Marino—. Pero en ese momento es cuando empieza a tallar el entrenamiento que uno ha recibido. No importa si se trata de la tía o el hijo de uno, es preciso hacer aquello para lo que ha sido entrenado, y ella no lo hizo. Ya lo creo que no. Lo que hizo fue ponerse como un basilisco.
—Yo te he visto ponerte como un basilisco bastantes veces —le recordé.
—Bueno, mi opinión personal es que ellos nunca deberían haberle encomendado esa misión encubierta en Miami. —Lucy está asignada a la oficina de campo de Miami y está aquí para las vacaciones, entre otros motivos. —A veces la gente se acerca demasiado a los tipos malos y comienza a identificarse con ellos. Lucy tiene una gran propensión a matar. Se ha convertido en una persona de gatillo fácil, Doc.
—Eso no es justo. —me doy cuenta de que he puesto demasiados zapatos en la valija. —Dime qué habrías hecho tú si hubieras sido el primero en llegar a casa en lugar de ella. —Interrumpo lo que estoy haciendo y lo miro.
—Al menos me tomaría una fracción de segundo para evaluar la situación antes de entrar allí y poner una pistola en la cabeza de ese imbécil. Mierda. El tipo estaba tan furioso que ni siquiera veía lo que estaba haciendo. Vociferaba como loco porque tenía en los ojos esa sustancia química que le arrojaste. A esa altura él no estaba armado. No iba a lastimar a nadie. Eso fue evidente enseguida. Y también era evidente que tú estabas herida. Así que, si hubiera sido yo, habría llamado una ambulancia, y a Lucy ni siquiera se le ocurrió hacer eso. Lucy es un imponderable, Doc. Y, no, yo no quería que ella estuviera en la casa, con todo lo que estaba sucediendo. Por eso la entrevistamos en la comisaría, recibimos su declaración en terreno neutral para que se calmara un poco.
—Pues una sala de interrogatorios no me parece precisamente un lugar neutral —contesto.
—Bueno, estar dentro de la casa donde a su tía Kay casi la liquidaron no es tampoco un lugar neutral.
Yo no estoy en desacuerdo con él, pero el sarcasmo le está envenenando el tono de voz. Comienza a caerme mal.
—Sea como fuere, tengo que decirte que no me parece nada bien que en este momento esté sola en un hotel —Agrega Marino, se vuelve a frotar la cara y, no importa lo que diga en sentido contrario, él quiere muchísimo a mi sobrina y haría cualquier cosa por ella. La conoce desde que ella tenía diez años, y él le presentó el mundo de los camiones y los motores grandes y las armas de fuego y una serie de cosas que son consideradas interesantes sólo para los hombres y ahora él censura el hecho de que formen parte de la vida de Lucy. —Creo que, después de dejarte en lo de Anna, iré a ver si está bien. Aunque a nadie le importen mis malos presentimientos —dice, haciendo un salto hacia atrás en el pensamiento—. Como Jay Talley. Por supuesto, no es asunto mío. Ese ególatra hijo de puta.
—Él esperó conmigo todo el tiempo en el hospital. —Defiendo a Jay una vez más y desvío los celos evidentes de Marino. Jay es el enlace entre el ATF e Interpol. No lo conozco muy bien, pero me acosté con él en París hace cuatro días. —Y estuve allí trece o catorce horas —Prosigo mientras Marino prácticamente pone los ojos en blanco. —No llamo a eso ser ególatra.
—¡Cielos! —exclama Marino—, ¿dónde escuchaste ese cuento de hadas? —En sus ojos arde el resentimiento. Desprecia a Jay desde el momento mismo en que lo vio por primera vez en Francia.
—No puedo creerlo. ¿Él te hizo creer que estuvo en el hospital todo ese tiempo? ¡Él no te esperó! Ésa es una mentira total. Te llevó allá en su maldito corcel blanco y volvió enseguida aquí. Entonces llamó para ver cuándo estarías lista para que te dieran de alta y corrió de vuelta al hospital a recogerte.
—Lo cual me parece muy sensato. —Yo no doy mi brazo a torcer. —No tenía sentido que se quedara allá sentado sin hacer nada. Y él nunca dijo que había estado allí todo el tiempo. Yo lo di por sentado.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué? ¿Porque él deja que creas algo que no es verdad y a ti eso no te molesta? Eso, para mí, es una falla caracterológica. Se llama mentira… ¿Qué? —Abruptamente cambia de tono. Alguien está junto a mi puerta.
Una policía uniformada cuya placa reza M.I. Calloway entra en mi dormitorio.
—Lo siento, capitán —le dice a Marino—. No sabía que usted había vuelto. —Bueno, ahora lo sabe —respondió él con tono severo. —¿Doctora Scarpetta? —Los ojos de la mujer, abiertos de par en par, parecen un par de pelotas de ping-pong que saltan alternativamente hacia Marino y hacia mí. —Tengo que preguntarle acerca del frasco. El frasco con una sustancia química, la formulina…
—Formalina —la corrijo.
—Correcto —dice ella—.Quiero decir, ¿exactamente dónde estaba ese frasco cuando usted lo tomó?
Marino no se mueve y parece tan cómodo allí como si se hubiera pasado la vida sentado a los pies de mi cama. Comienza a tantearse en busca de cigarrillos.—En la mesa ratona del living —le respondo a Calloway—. Ya se lo dije a todo el mundo.
—Está bien, señora, pero ¿exactamente en qué lugar? Esa mesa ratona es bastante grande. Lamento tener que molestarla con todo esto, pero estamos tratando de reconstruir cómo pasaron las cosas, porque más tarde le resultará más difícil recordarlo.
Después de sacudir el paquete, Marino lograr sacar un Lucky Strike. —¿Calloway? —dice, sin siquiera mirarla—. ¿Desde cuándo es usted detective? No creo recordar que pertenezca al Escuadrón A. —Marino es el jefe de la unidad de crímenes violentos del Departamento de Policía de Richmond, conocido como Escuadrón A.
—Pasa que no estamos seguros del lugar exacto donde estaba ese frasco, capitán. —Las mejillas de Calloway son un fuego.
Es bastante probable que los policías hayan dado por sentado que sería menos molesto para mí que quien viniera a interrogarme fuera una mujer policía. Quizá sus camaradas la hicieron venir aquí por esa razón o, tal vez, a ella le encomendaron esa misión simplemente porque ninguno de los demás quería tener nada que ver conmigo.
—Cuando se entra en el living y se enfrenta la mesa ratona, es en la esquina de la mesa que le queda más cerca —le digo. He pasado por esto muchas veces. Nada es claro. Lo que ocurrió es algo borroso, algo así como una vuelta irreal de la realidad.
—¿Y ése es aproximadamente el lugar donde usted se encontraba parada cuando le arrojó la sustancia química? —me pregunta Calloway.
—No. Yo estaba del otro lado del sofá. Cerca de la puerta corrediza de vidrio. Él me perseguía y es allí donde yo terminé —le explico.
—¿Y después de eso usted corrió directamente hacia afuera…? —Calloway escribe algo en su pequeño anotador.
—Primero pasé por el comedor —la interrumpo—. Donde estaba mi pistola, donde por causalidad la dejé más temprano, sobre la mesa del comedor Reconozco que no era un buen lugar para dejarla. —mi mente vaga sin rumbo fijo, como si sufriera de un intenso
jet lag
. —Accioné la alarma y salí por la puerta del frente. Con mi arma, la Glock. Pero me resbalé en el hielo y me fracturé el codo. No pude deslizar hacia atrás la corredera, no con una sola mano.
Ella también anota ese hecho. Mi relato es cansado y repetitivo. Si tengo que contarlo una vez más perderé los estribos, y ningún policía de este planeta me ha visto jamás perder los estribos.
—¿O sea que no la disparó? —Levanta la vista, me mira y se moja los labios.
—No, no pude amartillarla.
—¿O sea que nunca intentó dispararla?
—No sé qué quiere decir usted con eso de «intentar». No pude amartillarla.
—¿Pero trató de hacerlo?
—¿Necesita un traductor o algo por el estilo? —Salta Marino. La forma amenazadora con que mira a M.I. Calloway me recuerda a los puntos rojos que deja un arma con láser sobre una persona antes de disparar la bala.—El arma no estaba amartillada y ella no la disparó, ¿entendido? —repite con lentitud y rudeza. —¿Cuántos proyectiles tenías en el cargador? —me pregunta—. ¿Dieciocho? Es una Glock Diecisiete, lleva dieciocho balas en el cargador y una en la recámara, ¿no es así?