Todo el tiempo dimos por sentado que el viaje de Chandonne a Richmond era el primero que hacía a los Estados Unidos. No tenemos ninguna razón lógica para suponerlo, más allá de nuestra descripción de él como una suerte de Quasimodo que se pasó la vida escondido en el sótano de la casa de su poderosa familia en París. También pensamos que él navegó a Richmond desde Antwerp al mismo tiempo en que lo hacía el cuerpo de su hermano muerto. ¿También nos equivocamos en eso? Se lo pregunto a Righter.
—De todos modos, ya sabes cuál era la conjetura de Interpol —Comenta. —Que él viajó a bordo del Sirius con un alias —recuerdo—, un hombre de nombre Pascal que inmediatamente fue llevado al aeropuerto cuando el barco llegó al puerto de Richmond a principios de diciembre. Supuestamente, una emergencia familiar exigía que tomara un vuelo de regreso a Europa. —repito la información que Jay Talley me dio cuando estuve en Interpol en Lyon la semana pasada. —Pero en realidad nadie lo vio subir al avión, así que se pensó que Pascal era en realidad Chandonne y nunca voló a ninguna parte sino que se quedó aquí y comenzó a matar gente. Pero si este individuo entra y sale de los Estados Unidos muy campante, es imposible saber cuánto hace que está en el país o cuándo llegó. Al diablo con nuestras teorías.
—Bueno, supongo que muchas terminarán siendo revisadas antes de que todo esto llegue a su fin. Y con esto no quiero faltarle al respeto a Interpol o a ninguna persona. —Righter descruza las piernas y parece extrañamente complacido.
—¿Lo han localizado? Me refiero a ese tal Pascal.
Righter no lo sabe, pero conjetura que quienquiera sea el verdadero Pascal —suponiendo que exista—, lo más probable es que sea una manzana podrida más involucrada con el cartel criminal de la familia Chandonne.
—Otro tipo con un alias, hasta es posible que sea un socio del hombre muerto que había en el contenedor de carga —dice Righter—. Supongo que el hermano, Thomas Chandonne, que sabemos con seguridad que estaba involucrado con los negocios de la familia.
—Doy por sentado que Berger se enteró de que Chandonne fue detenido, supo de sus homicidios y se puso en contacto con nosotros —digo.
—Así es, reconoció el modus operandi. Dice que en ningún momento olvidó el caso de Susan Pless. Berger tiene un apuro terrible por comparar el ADN. Al parecer, obtuvo líquido espermático y tienen un perfil de él, lo tienen desde hace dos años.
—De modo que el semen del caso de Susan fue analizado. —reflexiono sobre este hecho, con cierta sorpresa, porque los laboratorios recargados de trabajo y con poco apoyo financiero no suelen realizar las pruebas de ADN hasta que existe un sospechoso con quién compararlas, en especial si no existe un banco de datos muy completo para realizar un perfil y, con suerte, encontrar una coincidencia. En 1977 todavía no existían bancos de datos en Nueva York. ¿Significa esto que originalmente tenían un sospechoso? —Pregunto.
—Creo que sí tenían un sospechoso que finalmente no llenó los requisitos —contesta Righter—. Lo único que sé es que obtuvieron un perfil y que nosotros estamos enviando el ADN de Chandonne a la oficina del forense. De hecho, la muestra ya está en camino. Tenemos que saber si existe una coincidencia antes de que Chandonne comparezca ante un juez aquí, en Richmond. La buena noticia es que nos han dado algunos días adicionales debido al estado clínico de Chandonne, por las quemaduras que tiene en los ojos por una sustancia química. —dice esto como si yo no tuviera nada que ver con el hecho.—Es algo así como la oportunidad de la que siempre hablas, ese breve período en el que es preciso salvar a alguien que ha estado en un accidente terrible o algo así. Ésta es nuestra oportunidad. Haremos que se comparen los ADN para ver si Chandonne es, en realidad, la persona que mató a esa mujer en Nueva York hace dos años.
Righter tiene la fastidiosa costumbre de repetir cosas que yo he dicho, como si ese hecho le permitiera ignorar las cosas que realmente son importantes.
—¿Y qué me dices de las marcas de mordeduras? —Pregunto—. ¿Hubo alguna información al respecto? Chandonne tiene una dentadura muy especial.
—¿Sabes una cosa, Kay? —dice—. En realidad no entré en esa clase de detalles.
Por supuesto que no lo hizo. Lo presiono para obtener la verdad, la verdadera razón por la que vino a verme esta mañana.
—¿Y qué pasa si el ADN señala a Chandonne? ¿Por qué quieres saberlo antes de que comparezca aquí frente a un juzgado? —Es una pregunta retórica, porque yo creo saber la razón—. Tú no quieres que comparezca aquí. Te propones derivarlo a Nueva York y permitir que primero lo juzguen allá.
Él evita mi mirada.
—¿Puedes decirme por qué, Buford? —Continúo y me convenzo cada vez más de que eso es exactamente lo que él ha decidido—. ¿Para poder lavarte las manos en este caso? ¿Enviarlo a la isla Riker y, así, librarte de él? ¿Y no dar justicia a los casos que hay aquí? Seamos sinceros, Buford; si ellos lo condenan por homicidio en primer grado en Manhattan, tú no te tomarás el trabajo de juzgarlo aquí, ¿no es verdad?
Me dirige una de sus miradas sinceras, y me sorprende diciendo:
—Todos en la comunidad siempre te han respetado mucho.
—¿Me han respetado? —Una señal de alarma me recorre el cuerpo como agua helada. —¿Así, en el pasado? ¿Ya no?
—Lo que quiero decir es que entiendo lo que sientes… que tú y esas pobres otras mujeres se merecen que él sea castigado con toda la fuerza de…
—De modo que supongo que el muy hijo de puta sale impune con lo que intentó hacerme a mí —Lo interrumpo con furia, debajo de lo cual hay dolor. El dolor del rechazo. El dolor del abandono. —Supongo que sale impune con lo que les hizo a esas otras pobres mujeres, como dices tú. ¿Estoy en lo cierto?
—En Nueva York tienen pena de muerte —contesta.
—¡Por el amor de Dios! —exclamo, indignada. Lo miro fijo con intensidad y vehemencia, como el foco de la lupa que yo solía usar en los experimentos infantiles para quemar papel y hojas secas. —¿Y cuándo la han aplicado? —Él sabe que la respuesta es «nunca». Nadie recibe nunca la inyección en Manhattan.
—Y tampoco hay garantías de que la apliquen en Virginia —responde Righter—. El acusado no es ciudadano norteamericano. Sufre una enfermedad rarísima o deformidad o lo que sea. Ni siquiera estamos seguros de que hable inglés.
—Ciertamente me habló en inglés cuando vino a casa.
—Por lo que sabemos, hasta es posible que salga libre por insania.
—Supongo que eso depende de la habilidad del fiscal, Buford.
Righter piensa un momento. Aprieta la mandíbula. Parece la parodia hollywoodense de un contador —Todo abotonado, con la ropa ajustada y esos anteojos diminutos—, que acaba de percibir un olor ofensivo.
—¿Hablaste con Berger? —Le pregunto—. Sin duda lo hiciste. No podrías haber venido aquí por tu cuenta. Ustedes dos han hecho un trato.
—Bueno, sí, conferenciamos. Hay mucha presión, Kay. Eso tienes que apreciarlo. En primer lugar, el tipo es francés. ¿Tienes idea de cuál sería la reacción de los franceses si tratáramos de ejecutar a uno de sus hijos nativos aquí, en Virginia?
—Cielo Santo —exclamo—. Esto no tiene que ver con la pena capital. Tiene que ver con el castigo y punto. Ya sabes qué pienso de la pena de muerte, Buford. Estoy en contra de ella. Y me opongo cada vez más a medida que pasan los años. Pero deben responsabilizarlo a él por lo que hizo aquí en Virginia, maldito sea.
Righter no dice nada y de nuevo se pone a mirar por la ventana.
—De modo que Berger y tú convinieron que, si el ADN coincide, Manhattan puede ocuparse de Chandonne —Le digo.
—Piénsalo. Es lo mejor que cabe esperar en términos de cambio de jurisdicción, por así decirlo. —Una vez más, Righter me mira. —Y sabes bien que el caso no podría juzgarse nunca aquí en Richmond con toda esa publicidad y todo eso. Lo más probable es que nos mandarían a algún juzgado rural a un millón de kilómetros de aquí. ¿Y cómo te gustaría tener que pasar por eso durante semanas, posiblemente meses?
—Es verdad. —me pongo de pie y muevo los leños de la chimenea con el atizador, el calor se aprieta contra mi cara y una serie de chispas estallan y suben por la chimenea como una bandada de estorninos fantasmales. —¡No vayan a causarnos molestias! —Lanzo un golpe con el brazo sano, como si tratara de matar el fuego. Me siento de nuevo, con la cara enrojecida y de pronto al borde de las lágrimas. Sé todo lo relativo al síndrome de estrés post-traumático y acepto el hecho de que lo estoy padeciendo. Me siento ansiosa y me sobresalto con facilidad. Hace un momento encendí la radio en una emisora de música clásica local y Pachelbel me abrumó con pena y comencé a sollozar. Conozco los síntomas. Trago fuerte y me sobrepongo. Righter me observa en silencio con una mirada cansada de pesarosa nobleza, como si fuera Robert E. Lee recordando una batalla perdida.
—¿Qué me pasará a mí? —Pregunto—. ¿O sigo adelante con mi vida como si nunca hubiera trabajado en esos homicidios espantosos, como si nunca les hubiera practicado la autopsia a sus víctimas o tratado de escapar cuando él entró en mi casa por la fuerza? ¿Cuál será mi papel, Buford, suponiendo que lo juzguen en Nueva York?
—Eso dependerá de Berger —contesta él.
—Almuerzos gratis.—Es un término que yo uso cuando me refiero a víctimas que nunca recibieron justicia. En el escenario que Righter sugiere, yo, por ejemplo, seria un almuerzo gratis porque Chandonne nunca seria juzgado en Nueva York por lo que trató de hacerme a mí en Richmond. Lo que es todavía peor, sólo recibiría una palmada en la mano por los asesinatos que cometió aquí. —Acabas de arrojar toda esta ciudad a los lobos —Le digo.
Él entiende el doble
entendre
en el mismo momento que yo. Lo veo en sus ojos. Richmond ya ha sido arrojado a un lobo, Chandonne, cuyo
modus operandi
cuando empezó a matar en Francia era dejar notas firmadas El
Hombre Lobo
. Ahora, la justicia para las víctimas de esta ciudad estará en manos de extraños o, más exactamente, no habrá justicia. Cualquier cosa puede pasar. Cualquier cosa ocurrirá.
—¿Y si Francia quiere extraditarlo? —Desafío a Righter—. ¿Y si Nueva York lo permite?
—Podríamos seguir citando indefinidamente todas las posibilidades —dice él.
Yo lo miro con evidente desprecio.
—No te tomes esto personalmente, Kay —dice Righter y me lanza de nuevo esa mirada piadosa y triste—. No conviertas esto en tu guerra personal. Sólo queremos que el hijo de puta no siga matando. No importa lo que suceda después.
Yo me levanto de la silla.
—Bueno, sí que importa. Importa muchísimo —le digo—. Eres un cobarde, Buford. —Le doy la espalda y salgo de la habitación.
Minutos después, desde el otro lado de la puerta cerrada en mi ala de la casa, oigo que Anna acompaña a Righter a la puerta de calle. Es evidente que él se quedó el tiempo suficiente para hablar con ella, y me pregunto qué habrá dicho de mí. Me siento en el borde de la cama sintiéndome completamente perdida. No puedo recordar haberme sentido nunca tan sola, tan asustada, y me alivia oír que Anna se acerca por el hall. Llama con suavidad a mi puerta.
—Pasa —digo con voz vacilante.
Ella se queda parada junto a la puerta abierta y me mira. Me siento una criatura, indefensa, tonta.
—Insulté a Righter —le digo—. No importa si lo que le dije era cierto. Lo llamé cobarde.
—Él opina que en este momento estás muy inestable —responde—. Le preocupas. También es
ein Mann ohne Rückgrat
, un hombre sin columna vertebral, como decimos en el lugar de donde vengo. —Sonríe un poco.
—Anna, yo no soy inestable.
—¿Por qué estamos aquí cuando podríamos estar disfrutando el fuego? —Pregunta.
Por lo visto, se propone hablar conmigo.—Está bien —digo—, tú ganas.
Nunca fui paciente de Anna. De hecho, nunca me he sometido a ninguna clase de psicoterapia, lo cual no quiere decir que no la haya necesitado. Sí que lo necesitaba. No sé de nadie que no pueda sacar provecho de un buen consejo. Sucede, sencillamente, que soy muy reservada y no confío con facilidad en la gente, y por muy buenos motivos. No existe tal cosa como una discreción absoluta. Soy médica y conozco a otros médicos. Los médicos hablan entre sí y con su familia y amigos. Cuentan secretos que, por el juramento hipocrático, nunca deberían revelar ni siquiera a una sola persona. Anna apaga las lámparas. La mañana está nublada y tan oscura como el anochecer, y las paredes pintadas de rosa se apoderan de la luz del fuego y convierten el living en un lugar irresistiblemente calentito y acogedor. De pronto me siento incómoda. Anna ha preparado el escenario para que yo me dé a conocer. Elijo sentarme en la mecedora y ella acerca una otomana y se sienta en el borde, frente a mí, como un enorme pajarraco instalado en su nido. —No saldrás de esto si te quedas callada.—Es brutalmente directa. La pena se me sube a la garganta y trato de tragarla.
—Estás traumatizada —Continúa Anna—. Kay, no estás hecha de acero. Ni siquiera tú eres capaz de soportar tanto y seguir adelante como si nada hubiera sucedido. Te llamé tantas veces después de la muerte de Benton y nunca encontraste tiempo para mí. ¿Por qué? Porque no querías hablar.
Esta vez no puedo esconder mis emociones. Las lágrimas ruedan por mi cara y caen sobre mis rodillas como sangre.
—Cuando mis pacientes no enfrentan sus problemas, siempre les digo que ya llegará su día del juicio final, en que tendrán que dar cuenta de sus actos. —Anna se inclina hacia adelante y pronuncia con vehemencia las palabras que dispara contra mi corazón. —Éste es ese día para ti. —me mira fijo y me señala con un dedo. —Ahora hablarás conmigo, Kay Scarpetta.
Con la vista nublada miro mis rodillas. Los pantalones están moteados con las lágrimas y enseguida pienso, tontamente, que las gotas son perfectamente redondas porque cayeron en un ángulo de noventa grados.
—Nunca podré alejarme de eso —digo en voz muy baja y con desesperación.
—¿Alejarte de qué? —Esto ha concitado el interés de Anna.
—De lo que hago. Todo me recuerda a algo de mi trabajo. Y yo no hablo de eso.
—Quiero que hables de eso ahora —me dice.
—Es una tontería.
Ella aguarda, el pescador paciente, sabiendo que yo tiro del anzuelo. De pronto lo tomo. Le doy a Anna ejemplos que me resultan vergonzosos si no ridículos. Le digo que jamás tomo jugo de tomate ni V8 ni Bloody Marys con hielo porque cuando el hielo comienza a derretirse parece sangre coagulada que se separa del suero. Dejé de comer hígado cuando estaba en la Facultad de Medicina, y la sola idea de pensar en un órgano como algo para mi paladar me resulta impensable. Recuerdo cierta mañana en la isla Hilton Head, cuando Benton y yo caminábamos por la playa y el agua, en bajamar, había dejado zonas de arena gris rizada que se parecían notablemente al revestimiento interior del estómago. Mis pensamientos se repliegan y dan vueltas a voluntad, y por primera vez en años aparece un viaje a Francia. En una de las raras ocasiones en que Benton y yo realmente nos alejamos de nuestro trabajo, hicimos una recorrida por los Grands Vins de Bourgogne y fuimos recibidos en los dominios de Drouhin y Dugat y probamos los vinos de cascos de Chambertin, Montrachet, Musigni y Vosne-Romanée.