—Tú conocías tan bien a Benton —dice Anna—. Conocías a sus asesinos o, al menos, conocías a Carrie Grethen. Tuviste algunas experiencias con ella en el pasado. ¿Qué crees que dijo Benton y a quién se lo dijo? ¿Quién le disparó? —Yo no puedo… —Sí que puedes. La miro.
—¿Quién perdió el control?
Me presiona mucho más de lo que yo siempre creí poder soportar.—Ella lo hizo.—Extraigo esto desde el fondo de mi ser. —Carrie lo hizo. Porque era algo personal. Carrie había estado rondando a Benton desde hacía mucho, desde el principio, cuando ella estaba en Quantico, en el Centro de Investigaciones en Informática o CU.
—Donde ella también conoció a Lucy hace años, quizá tantos como diez. —Sí, Benton la conocía, conocía a Carrie, posiblemente la conocía tan bien como es posible conocer a alguien con una mente tan viperina como la de ella.
—Agrego.
—¿Qué fue lo que él le dijo? —Anna tiene los ojos fijos en mí.
—Probablemente algo acerca de Lucy —digo—. Algo acerca de Lucy que seria un insulto para Carrie. Él insultó a Carrie, se mofó de ella con algo relativo a Lucy, eso es lo que creo.—Existe una conexión directa entre mi subconsciente y mi lengua. Ni siquiera necesito pensar.
—Carrie y Lucy eran amantes en Quantico. —Anna añade otra pieza al rompecabezas.
—Las dos trabajaban en la computadora de inteligencia artificial del CIL.
—Lucy era una interna, apenas una adolescente, una criatura, y Carrie la sedujo. Trabajaban juntas en el sistema de computación. Yo le conseguí a Lucy ese empleo —Agrego con amargura—. Yo lo hice. Yo, su tía poderosa y llena de influencias.
—No era precisamente lo que tú quenas que sucediera, ¿no? —sugiere Anna.
—Carrie la usó…
—¿Convirtió a Lucy en homosexual?
—No, yo no diría tanto —digo—. No se hace homosexual a nadie. —¿Hizo que Benton muriera? ¿Eso sí podrías decirlo? —No lo sé, Anna.
—Un pasado explosivo, una historia personal. Sí. Benton dijo algo sobre Lucy y Carrie perdió el control y le disparó así como así —resume Anna—. Él no murió como ellos tenían planeado —dice con voz triunfal—. Nada de eso.
Me hamaco suavemente y observo la mañana gris que se ha puesto muy ventosa. Las ráfagas azotan las ramas rotas y las enredaderas del jardín de atrás de Anna, y me recuerda el árbol enojado que arroja manzanas a Dorothy en
El mago de Oz
. Entonces Anna se pone de pie sin aviso previo, como si tuviera un compromiso. Me deja para ocuparse de otros asuntos en el interior de su casa. Ya hablamos suficiente por el momento. Decido retirarme a la cocina, y es allí donde Lucy me encuentra alrededor del mediodía, después de su sesión de gimnasia. Yo estaba abriendo una lata de tomates cuando ella entró, y sobre el fuego hervía lo que eran los primeros pasos de una salsa marinara.
—¿Necesitas ayuda? —Mira las cebollas, los pimientos y los champiñones que hay sobre la tabla de picar. —No es nada fácil manejarse con una mano sola. —Acerca un taburete —le digo—. Supongo que te impresiona lo bien que me las arreglo sola —digo mientras termino de abrir la lata sin ayuda, y ella sonríe al desplazar un taburete del bar del otro lado de la mesada y se sienta. Todavía lleva puesta la ropa de gimnasia y tiene una luz especial en los ojos que me recuerda al río que se apodera del sol muy temprano por la mañana. Sostengo una cebolla con dos dedos de mi inmovilizada mano izquierda y comienzo a cortarla.
—¿Recuerdas nuestro juego? —Acomodo las rodajas de cebolla y empiezo a picarlas. —Cuando tenías diez años. ¿O ha pasado demasiado tiempo como para que lo recuerdes? Yo no lo olvidaré nunca —digo, con un tono que tiene como finalidad recordarle a Lucy la mocosa insoportable que era de chiquita. —Apuesto a que no tienes idea de cuántas veces yo debería haberte puesto en licencia administrativa si hubiera tenido oportunidad de hacerlo. —Me atrevo a presionarla con esa verdad dolorosa. Tal vez me siento audaz por haber hablado con Anna a calzón quitado, lo cual me dejó nerviosa y, al mismo tiempo, estimulada.
—No fue tan espantoso. —Los ojos de Lucy bailotean porque a ella le encanta oír que era un pequeño demonio cuando era chica y venía a quedarse conmigo.
Dejo caer varios puñados de cebollas picadas en la salsa y la revuelvo.
—El suero de la verdad. ¿Recuerdas ese juego? —Le pregunto—. Yo llegaba a casa, por lo general del trabajo, y por la expresión de tu cara me daba cuenta de que habías estado en algo. Así que te sentaba en esa silla roja y grande del living, ¿recuerdas? Estaba junto a la chimenea de mi vieja casa en Windsor Farms. Te llevaba un vaso de jugo de frutas y te decía que era el suero de la verdad. Y entonces tú lo bebías y confesabas.
—Como la vez que formateé tu computadora cuando estabas ausente —dice.
Lucy y ríe a carcajadas.
—Tenías diez años y formateaste el disco rígido de mi computadora. Casi me da un infarto —recuerdo.
—Bueno, pero primero hice un backup de todos tus archivos. Lo único que quería era hacerte pasar un mal rato.
—Estuve a punto de mandarte de vuelta a tu casa. —Me seco las yemas de los dedos de la mano izquierda con un repasador de toalla, cuidando que el yeso no quede con olor a cebollas y, de pronto, siento una oleada de tristeza. Realmente no recuerdo por qué Lucy vino a quedarse en casa en su primera visita a Richmond, pero yo no era precisamente una maravilla en cuanto a educar a criaturas, era nueva en mi trabajo y estaba sometida a una gran presión. Había cierto estado de crisis con Dorothy. Tal vez era que se había hecho humo para casarse una vez más o quizá yo era muy incauta. Lucy me adoraba y yo no estaba acostumbrada a ser objeto de tanta veneración. Cada vez que la visitaba en Miami, ella me seguía por toda la casa, adonde yo fuera, y tenazmente se movía con mis pies como una pelota de fútbol.
—No ibas a enviarme de vuelta a casa. —Lucy me desafía, pero yo percibo duda en sus ojos. El miedo de no ser querida es un hecho en su vida.
—Sólo porque no me sentía adecuada para cuidarte —respondo y me recuesto contra la pileta—. No porque no quisiera a la ratita traviesa que eras en aquel momento. —De nuevo se echa a reír. —Pero no, no te habría mandado a tu casa. Las dos habríamos quedado destruidas. Yo no podía hacerlo. —Sacudo la cabeza. —Gracias a Dios por nuestro pequeño juego. Era la única manera que tenía de descubrir qué te rondaba por la cabeza o qué travesura habías hecho mientras yo estaba en el trabajo o en alguna otra parte. De modo que, ¿necesito servirte un vaso de jugo o una copa de vino, o seguirás así y me contarás qué te ocurre? Yo no nací ayer, Lucy. Tú no te alojas en un hotel porque sí. Te sucede algo. —Yo no sería la primera mujer a la que abandonan —dice. —Serias la mejor mujer abandonada —respondo. —¿Recuerdas a Teun McGovern?
—La recordaré durante el resto de mi vida. —Teun McGovern era la supervisora ATF de Lucy en Filadelfia, una mujer extraordinaria que se portó maravillosamente bien conmigo cuando mataron a Benton. —Por favor, no me digas que algo le ocurrió a Teun —digo, preocupada.
—Ella renunció hace unos seis meses —dice Lucy—. Parece que el ATF quería que se mudara a Los Ángeles y fuera la AEC de esa división de campo. El peor puesto del mundo. Nadie quiere ir a Los Ángeles.
Un AEC es un agente especial a cargo, y en los organismos federales de aplicación de la ley son pocas las mujeres que terminan dirigiendo la totalidad de las divisiones de campo. Lucy pasa a decirme que la respuesta de McGovern fue renunciar y abrir algo así como una agencia privada de investigaciones.
—Último Intento, se llama —dice ella y comienza a animarse cada vez más—. Un nombre perfecto, ¿no te parece? Con base en Nueva York. Teun recluta a investigadores de incendios intencionales, desactivadores de bombas, policías, abogados, toda clase de gente y, en menos de seis meses, ya tiene clientes. Un poco se ha transformado en una suerte de sociedad secreta. Y comienza a hacerse conocida. Cuando hay un verdadero problema, llame a Último Intento, un lugar al que se acude cuando ya no queda a quién recurrir.
Revuelvo la salsa de tomate que está sobre el fuego.
—Es evidente que te has mantenido en contacto con Teun desde que abandonaste Filadelfia. —Agrego algunas cucharaditas de té de aceite de oliva. —Maldición. Supongo que esto estará bien, pero no para el aderezo de la ensalada. —Levanto la botella y frunzo el entrecejo. —Si se presiona el aceite de oliva sin sacarle los carozos, es como exprimir naranjas con la corteza puesta, y entonces recibimos lo que nos merecemos.
—¿Por qué no creo que a Anna le fascine lo italiano? —Comenta Lucy.
—Tendremos que educarla. Toma la lista de almacén. —Inclino la cabeza hacia un anotador y una lapicera que están junto al teléfono. —Primero que nada, aceite de oliva extra virgen al estilo italiano: con las aceitunas descarozadas antes de someterlas a presión. Mission Olives Supremo es una buena marca, si se la consigue. No es para nada amargo.
Lucy toma nota.
—Teun y yo nos hemos mantenido en contacto —me informa.
—¿Tienes algo que ver con lo que ella está haciendo? —Sé que es hacia allí donde se encamina la conversación.
—Podría decirse que sí.
—Ajo aplastado. En el sector refrigerado, en pequeños frascos. Voy a ser perezosa. —Tomo un
bowl
de carne magra picada a la que le he quitado la grasa y he cocinado. —No es buen momento para que yo me ponga a aplastar ajo. —Pongo la carne en la cacerola con la salsa. —¿Hasta qué punto estás involucrada? —Me acerco a la heladera y abro algunos cajones. Tal como lo imaginaba, Anna no tiene hierbas frescas.
Lucy suspira.
—Por Dios, tía Kay. No estoy segura de que quieras saberlo.
Hasta hace poco, mi sobrina y yo no hemos hablado mucho y nunca en profundidad. A lo largo del último año es poco lo que nos hemos visto. Ella se mudó a Miami y las dos nos recluimos después de la muerte de Benton. Yo trato de leer las historias que se ocultan en los ojos de Lucy y enseguida empiezo a barajar posibilidades. Siento recelo con respecto a su relación con McGovern y lo mismo me ocurrió el año pasado, cuando a todos nos llamaron a acudir a una catastrófica escena de incendio intencional en Warrenton, Virginia, un homicidio disfrazado de incendio, que resultó ser el primero de varios manipulados por Carne Grethen.
—Orégano, albahaca y perejil frescos —sigo dictando la lista de almacén—. Y un trozo pequeño de Parmesano Reggiano. Lucy, dime la verdad. —Busco especias. McGovern tiene más o menos mi edad y es soliera; o al menos lo era la última vez que la vi. Cierro la puerta de una alacena y enfrento a mi sobrina. —¿Tú y Teun están en pareja?
—No lo estábamos.
—¿No lo estaban?
—¿Qué me dices de ti y de Jay? —dice Lucy sin rencor.
—Él no trabaja para mí —contesto—. Y yo, por cierto no trabajo para él. Tampoco quiero hablar de Jay. Hablábamos de ti.
—Detesto que me desestimes, tía Kay —dice en voz baja.
—Yo no te desestimo —digo en son de disculpa—. Sólo me preocupo cuando la relación que tienes con las personas con que trabajas se vuelve demasiado personal. Soy una convencida de que deben existir límites.
—Tú trabajaste con Benton. —Señala una de mis excepciones a las reglas.
Pongo la cuchara a un costado de la cacerola.
—En la vida he hecho muchas cosas que no te aconsejo que hagas. Y, precisamente, te aconsejo que no las hagas porque yo fui la primera en cometer esa equivocación.
—¿Alguna vez tuviste un segundo empleo? —Lucy estira la parte inferior de la espalda y gira los hombros. Yo frunzo el entrecejo.
—¿Dos empleos al mismo tiempo? No que recuerde.
—Está bien. Llegó el momento del suero de la verdad. Yo he cometido ese delito y soy la mayor patrocinadora y accionista de Último Intento. Ahí la tienes. Toda la verdad. Y vas a escucharla.
—Vayamos a sentarnos —digo, me acerco a la mesa y apartamos las sillas.
—Todo empezó por accidente —dice Lucy—. Hace un par de años yo inventé un buscador para mi propio uso. Mientras tanto, no hacía más que oír hablar de la fortuna que la gente amasaba en tecnología de Internet. Así que me dije, qué demonios, y lo vendí por tres cuartos de un millón de dólares.
No fue ninguna sorpresa para mí. Las posibilidades de Lucy de ganar dinero sólo estaban limitadas por la profesión que eligió.
—Después tuve otra idea cuando decomisamos una serie de computadoras durante una redada —Continúa—. Yo estaba ayudando a recuperar e-mails borrados y eso me hizo pensar en lo vulnerables que somos todos al tener los fantasmas de nuestras comunicaciones electrónicas conjuradas para acosarnos. Así que encontré una manera de desmodular los e-mail. De triturarlos, figurativamente hablando. Ahora hay una serie de paquetes de software que lo hacen. Lo cierto es que yo gané muchísimo dinero con esa idea.
Mi siguiente pregunta no tienen nada de diplomática. ¿Está enterado el ATF de que Lucy inventó tecnología que podría frustrar los intentos de los organismos de aplicación de la ley por recuperar los e-mails de los tipos malos? Lucy contesta que alguien iba a aparecerse con esa tecnología y que también era importante proteger la privacidad de las personas respetuosas de la ley. El ATF no sabe nada de sus actividades empresariales ni de que ella ha estado invirtiendo en invenciones y acciones de Internet. Hasta este momento, sólo su asesor financiero y Teun McGovern conocen el hecho de que Lucy es una multimillonaria que posee su propio helicóptero.
—De modo que es así como Teun pudo empezar su propio negocio en una ciudad tan prohibitivamente cara como Nueva York.
—Exactamente —dice Lucy—. Y ésa es la razón por la que no voy a pelear contra el ATF o, al menos, una de las buenas razones. Si yo presentara pelea, entonces lo más probable es que saldría a relucir la verdad acerca de lo que he estado haciendo en mi tiempo libre. Asuntos Internos, la Oficina del Inspector General, todos se pondrían a investigar. Y encontrarían más clavos para meter en mi reputación mientras me cuelgan en su cruz burocrática. ¿Por qué demonios habría de hacerme eso a mí misma?
—Si no luchas contra la injusticia, entonces otros la padecerán, Lucy. Y es posible que esas personas no tengan millones de dólares, un helicóptero y una compañía en Nueva York como respaldo cuando tratan de empezar una nueva vida.
—Exactamente ése es el objetivo de Último Intento —contesta ella—. Luchar contra la injusticia. Yo lucharé a mi manera.