En ese punto, Anna me interrumpe.
—¿No pasó nada antes de esto? ¿Ninguna señal de lo que se veía venir? —Ella también conocía a Benton. Ése no era Benton; era un extraterrestre que había invadido el cuerpo de Benton.
—No, nada —respondo. Lentamente comienzo a mecerme. Se oye el crujido de las brasas de madera.—En ese momento, él último lugar en el que deseaba estar con él era la cama. Tal vez era la estrella del FBI en cuanto a realizar perfiles psicológicos de las personas, pero por mucha habilidad que tuviera al entender a otros, podía ser tan frío y poco comunicativo como una roca. Yo no tenía ninguna intención de pasarme la noche a oscuras con los ojos abiertos mientras él estaba acostado de espaldas a mí, mudo y respirando con fuerza. Pero él no era ni violento ni cruel. Jamás me había hablado de esa manera insultante. Si algo había entre nosotros, Anna, era respeto mutuo. Siempre nos tratábamos el uno al otro con respeto.
—¿Y te dijo cuál era el problema? —Insiste Anna.
Yo sonrío con amargura.
—Cuando hizo ese comentario crudo acerca de enseñarle a mi microscopio a coger, eso me dio la pista. —Benton y yo nos sentíamos muy cómodos en mi casa, a pesar de lo cual él nunca dejó de sentirse un invitado. Es mi casa y todo lo que lo rodeaba era mío. El último año de su vida, él se sentía desilusionado con su carrera y, mirándolo ahora retrospectivamente, estaba cansado, sin un objetivo fijo y tenía miedo de envejecer. Todo eso fue erosionando nuestra intimidad. La parte sexual de nuestra relación se convirtió en un aeropuerto abandonado que parecía normal desde lejos, pero no tenía a nadie en la torre de control. No había aterrizajes ni despegues, sólo un contacto rápido y precario porque pensábamos que debíamos hacerlo y, supongo, un poco por hábito y accesibilidad.
—Cuando tenían relaciones sexuales, ¿por lo general quién las iniciaba? —Pregunta Anna.
—Bueno, él. Más por desesperación que por deseo. Quizás incluso por frustración. Sí, frustración —Decido.
Anna me observa, su cara en sombras que se hacen más profundas a medida que el fuego se extingue. Tiene los codos apoyados en los apoyabrazos, el mentón sobre su dedo índice en lo que se ha convertido en la pose que yo asocio con nuestro tiempo juntas estas últimas noches. Su living se ha transformado en un confesionario oscuro en el que yo puedo ser emocionalmente una recién nacida y estar desnuda y no sentir vergüenza. No considero a esas sesiones nuestras como psicoterapia sino, más bien, como un sacerdocio de amistad que es sagrado y seguro. Le he comenzado a contar a otro ser humano cómo es ser yo.
—Retrocedamos al momento en que él se enojó tanto —dice Anna—. ¿Puedes recordar exactamente cuándo sucedió?
—Pocas semanas antes de que lo asesinaran. —Hablo con calma, hipnotizada por las brasas que parecen la piel resplandeciente de un cocodrilo. —Benton sabía de mi necesidad de espacio. Incluso en las noches en que hacíamos el amor, no era raro que yo esperara a que él se quedara dormido para levantarme con el cuidado de una adúltera e ir a mi estudio del otro lado del hall. Y él se mostraba comprensivo con esas infidelidades mías. —Intuyo que Anna sonríe en la oscuridad. —rara vez se quejaba cuando tanteaba mi lado de la cama y se encontraba con un lugar vacío —explico—. Benton aceptaba mi necesidad de estar a solas, o eso parecía. Yo nunca supe cuánto lo herían mis hábitos nocturnos hasta esa noche en que irrumpió en mi estudio.
—¿Eran realmente hábitos nocturnos? —Pregunta Anna—. ¿O una actitud de distanciamiento?
—Yo no me considero distante.
—¿Te consideras una persona que se conecta con los otros?
Me analizo, busco en mi interior una verdad que siempre he temido.
—¿Te conectaste con Benton? —Prosigue Anna—. Empecemos con él. Benton fue tu relación más significativa. Y, por cierto, la más prolongada.
—¿Si yo me conecté con él? —Sostengo la pregunta como una pelota que estoy a punto de servir, no demasiado segura del ángulo, la rotación o la fuerza con que lo haré. —Sí y no. Benton era uno de los hombres más excelentes y bondadosos que conozco. Sensible. Profundo e inteligente. Podía hablar con él de cualquier cosa.
—¿Pero lo hacías? Tengo la impresión de que no —dice Anna.
Suspiro.
—No estoy segura de haber hablado alguna vez con alguien de cualquier cosa.
—Tal vez Benton era un interlocutor seguro, protector —Sugiere ella.
—Quizá —respondo—. Sé que había lugares profundos en mí a los que él nunca llegó. Y yo no quería que lo hiciera, no quería que nuestra relación fuera así de intensa, de íntima. Supongo que la manera en que empezó nuestra relación puede ser parte de la explicación. Él estaba casado. Siempre regresaba a casa con su esposa, a Connie. Y eso siguió durante años. Estábamos en lados opuestos de un muro, separados, y sólo nos tocábamos cuando lográbamos escabullimos. Dios, es algo que yo no volvería a hacer con nadie, no importa quién.
—¿Culpa?
—Por supuesto —contesto—. Todo buen católico siente culpa. Al principio me sentía terriblemente culpable. Nunca he sido una persona capaz de romper las reglas. Yo no soy como Lucy o, más bien debería decir que ella no es como yo: no tiene ningún problema en violarlas. Diablos, si a mí ni siquiera me hacen boletas por infracciones de tránsito, Anna.
En ese momento ella se inclina hacia adelante y levanta una mano. Es su señal que indica que acabo de decir algo importante.
—Reglas —dice—. ¿Qué son las reglas?
—¿Una definición? ¿Quieres una definición de la palabra «regla»?
—¿Qué son las reglas para ti? Sí, quiero tu definición.
—El bien y el mal —contesto—. Lo que es legal versus lo que es ilegal. Moral versus inmoral. Humano versus inhumano.
—¿Acostarse con una persona casada es inmoral, inhumano, está mal?
—Al menos es estúpido. Pero, sí, está mal. No es un error fatal o un pecado imperdonable o ilegal, pero sí deshonesto. Sí, decididamente deshonesto. Una ley violada, sí.
—Entonces reconoces que eres capaz de algo deshonesto.
—Reconozco que soy capaz de hacer algo estúpido.
—Pero, ¿deshonesto? —Anna no me permite eludir la cuestión.
—Todos son capaces de algo. Mi aventura con Benton fue deshonesta. Indirectamente yo mentí porque oculté lo que estaba haciendo. Les presenté un frente a los demás, incluyendo a Connie, que era falso. Sencillamente falso. ¿O sea que soy capaz de engaño, de mentiras? Evidentemente, sí. —La confesión me deprime muchísimo.
—¿Y qué me dices del homicidio? ¿Cuál es la regla de los homicidios? ¿Está mal? ¿Es inmoral? ¿Siempre está mal matar? Tú has matado —dice Anna.
—En defensa propia.—En este punto me siento fuerte y segura. —Sólo cuando no me quedaba más remedio porque la otra persona iba a matarme a mí o a alguien más.
—¿Cometiste un pecado? «No matarás».
—Absolutamente no. —Ahora comienzo a sentirme frustrada.—Es fácil. Es fácil abrir juicio sobre asuntos que uno ve desde el punto de vista distante de la moralidad y el idealismo. Es diferente cuando nos enfrentamos a un asesino que aprieta el cuello de otra persona con un cuchillo o que empuña una pistola para matarnos. El pecado sería no hacer nada, permitir que una persona inocente muera, que uno muera. Yo no siento ningún remordimiento —Le digo a Anna.
—¿Qué es lo que sientes?
Cierro un momento los ojos.
—Asco. No puedo pensar en esas muertes sin sentir repugnancia. Lo que hice no estaba mal. No tenía otra opción. Pero tampoco diría que estuvo bien, si entiendes la diferencia. Cuando Temple Gault se desangraba frente a mí y me suplicaba que lo ayudara, realmente no hay palabras para expresar cómo me sentía y cómo me siento ahora al recordarlo.
—Eso fue en el túnel de un subterráneo de Nueva York. ¿Hace cuatro o cinco años? —Pregunta, y yo asiento con una inclinación de cabeza—. El ex cómplice de Carrie Grethen. En cierto sentido, Gault era su mentor, ¿no es así? —Una vez más, asiento. —Interesante —dice—. Tú mataste al socio de Carrie y, después, ella mató al tuyo. ¿Existirá alguna relación?
—No tengo idea. Jamás lo pensé así. —La sola idea me estremece. Nunca se me ocurrió y ahora me resulta tan obvio.
—En tu opinión, ¿Gault merecía morir? —Pregunta entonces Anna.
—Algunas personas dirían que él perdió el derecho de habitar este mundo y todos estaremos mejor ahora que él se ha ido. Pero, por Dios, yo no habría elegido ser la que cumplía esa sentencia, Anna. Nunca, jamás. La sangre le salía a chorros por entre los dedos de la mano. Vi miedo en sus ojos, terror, pánico, toda maldad desaparecida. En ese momento era sólo un ser humano que moría. Y yo lo había causado. Y él lloraba y me suplicaba que detuviera la hemorragia. —Dejo de hamacarme. Siento que toda la atención de Anna está centrada en mí. —Sí —digo por último—. Sí, fue terrible. Realmente terrible. A veces sueño con él. Porque lo maté, él formará para siempre parte de mí. Ése es el precio que debo pagar.
—¿Y Jean-Baptiste Chandonne?
—Yo ya no quiero lastimar a nadie —digo y me quedo mirando el fuego agonizante.
—¿Él al menos está vivo?
—Eso no me consuela. ¿Cómo podría? Las personas como él nunca dejan de herir a otros, incluso después de que los encierran en un calabozo. El mal perdura. Ésa es la cuestión. Yo no quiero que los maten, pero tengo plena conciencia del daño que hacen mientras están con vida. Es algo que no tiene salida, se mire por donde se mire —Le digo a Anna.
Anna no dice nada. Su método es ofrecer silencios más que opiniones. La pena me pulsa en el pecho y el corazón me late en un
staccato
de miedo.
—Supongo que me habrían castigado si yo mataba a Chandonne —Agrego—. Y no me cabe duda de que me castigarán porque no lo hice.
—Tú no pudiste salvarle la vida a Benton. —La voz de Anna llena el espacio que hay entre las dos. Sacudo la cabeza y los ojos se me llenan de lágrimas. —¿Acaso sientes también que deberías haber podido defenderlo? —Pregunta. Yo trago y espasmos de esa tremenda pérdida me roban la capacidad de hablar. —¿Le fallaste, Kay? ¿Y, quizás, ahora tu penitencia es erradicar otros monstruos? ¿Hacerlo por Benton, porque dejaste que los monstruos lo asesinaran? ¿Y tú no lo salvaste?
Mi impotencia y mi furia estallan.
—Fue él el que no se salvó, maldito sea. Benton buscó que lo asesinaran, como un perro o un gato desaparecen para morir, porque le había llegado su hora. ¡Dios! Benton siempre se quejaba de las arrugas, la carne fláccida y los dolores, incluso durante los primeros años de nuestra relación. Como sabes, era mayor que yo. Tal vez la vejez lo amenazaba más por esa razón. No lo sé. Pero cuando llegó a los cuarenta y pico de años, no podía mirarse al espejo sin sacudir la cabeza y decir: «No quiero envejecer, Kay». Eso es lo que decía.
—Recuerdo una tarde en que nos bañábamos juntos y él se quejaba de su cuerpo.
—A nadie le gusta llegar a viejo —Le dije finalmente. —Pero yo de veras no lo quiero, hasta el punto en que no creo poder sobrevivir a eso —fue su respuesta.
—Todos tenemos que sobrevivir a eso. Es egoísta no hacerlo, Benton —Le dije.
—Y, además, hemos sobrevivido a ser jóvenes, ¿no es así?
—Ja! Él pensó que era una ironía de mi parte, y no lo era para nada. Le pregunté cuántos días de su juventud se perdieron esperando el mañana. Porque, de alguna manera, pensaba que el mañana sería mejor. Él lo pensó un momento mientras se acercaba más a mí en la bañera y comenzaba a acariciarme y a juguetear conmigo debajo de la cubierta humeante de agua caliente con olor a lavanda. Sabía exactamente qué hacer en aquella época en que nuestras células brotaban instantáneamente a la vida con el menor contacto. Por aquel entonces, cuando todo estaba bien.
—Sí —Dijo— es verdad. Siempre he esperado el mañana, pensando que sería mejor. Eso es sobrevivir, Kay. Si uno no pensara que mañana o el año próximo o el año después de ése sería mejor, ¿para qué preocuparse?
Me detengo un momento y me hamaco. Le digo a Anna:
—Bueno, él dejó de preocuparse. Benton murió porque ya no creía que lo que tenía por delante era mejor que el pasado. No importa si fue otra persona la que tomó su vida. La decisión fue de Benton. —Mis lágrimas se han secado y me siento vacía por dentro, derrotada y furiosa. Una débil luz me roza la cara cuando miro fijo el resplandor crepuscular del fuego. —Maldito seas, Benton —murmuro hacia las brasas humeantes—. Maldito seas por haberte dado por vencido.
—¿Por eso te acostaste con Jay Talley? —Pregunta Anna—. ¿Para joder a Benton? ¿Para vengarte de él por haberte dejado, por morir?
—Si fue así, no fue consciente.
—¿Qué sientes?
Trato de sentir.
—Me siento muerta. Después de que Benton fue asesinado… —Lo pienso un momento. —Sí, muerta —Decido—. Me sentí muerta. No podía sentir nada. Pienso que me acosté con Jay…
—No lo que piensas. Lo que sientes —me recuerda ella con suavidad.
—Sí. De eso se trataba. De querer sentir, querer desesperadamente sentir algo, lo que fuera —Le digo.
—¿El hecho de hacer el amor con Jay te ayudó a sentir algo, lo que fuera?
—Creo que me hizo sentirme vulgar —respondo.
—No lo que piensas —me recuerda una vez más.
—Sentí hambre, lujuria, furia, ego, libertad. Oh, sí, libertad.
—¿Libertad de la muerte de Benton o, quizá, de Benton? Él era un poco reprimido, ¿no? Era seguro. Tenía un super yó muy poderoso. Benton Wesley era un hombre que hacía las cosas como era debido. ¿Cómo era el sexo con él? ¿Era «correcto»? —quiere saber Anna.
—Era considerado —digo—. Suave y sensible.
—Ah. Considerado. Bueno, sobre eso sí se puede decir algo —dice Anna con un dejo de ironía que hace que yo preste atención a lo que acabo de revelar.
—Nunca fue suficientemente hambriento, nunca puramente erótico. —Ahora ya me muestro más abierta con el tema. —Tengo que reconocer que muchas veces yo pensaba mientras hacíamos el amor. Ya es suficientemente malo pensar mientras hablo contigo, Anna, pero no se debería pensar cuando se hace el amor. No debería haber pensamientos; sólo un placer intolerable.
—¿Te gusta tener relaciones sexuales?
Me echo a reír, sorprendida. Nadie me ha preguntado jamás eso.
—Oh, sí, pero varía. He tenido muy buen sexo, buen sexo, sexo común y corriente, sexo aburrido, mal sexo. El sexo es como una criatura rara. Ni siquiera estoy segura de lo que pienso del sexo. Pero espero no haber tenido el
premier grana
cru del sexo. —Me refiero al vino Burdeos superior. El sexo se parece bastante al vino y, si he de decir la verdad, mis encuentros con amantes por lo general terminan en la sección
village
del viñedo: bastante común y de precio modesto; nada
es
pecial, realmente. —No creo haber tenido todavía mi mejor relación sexual, la armonía sexual más profunda y erótica con otra persona. Todavía no, para nada. Divago, hablo de manera entrecortada como si tratara de entender y discutiera conmigo misma acerca de si quiero entender. —No lo sé. Bueno, supongo que me P
re
gunto qué importancia debería tener, cuál es su verdadera importancia.