Último intento (18 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Último intento
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—La señora Kiffin dice que ella no lo acompañó a la habitación, pero que está segura que la cama estaba correctamente tendida porque ella misma limpió el cuarto hace varios días, cuando el huésped anterior se retiró —contesta, y está bien. Al menos se le ocurrió hacer esa pregunta.

—¿Y qué me dice de equipaje? —es mi siguiente pregunta—. ¿La víctima tenía valijas?

—No encontré ningún equipaje.

—¿Y los bomberos llegaron allá cuándo?

—Los llamaron a las cinco y veintidós de la tarde.

—¿Quién hizo el llamado? —Estoy tomando notas.

—Una persona anónima que pasaba por allí. Vio el humo y llamó desde el teléfono del auto. En esta época del año el motel no suele estar muy ocupado, según dice la señora Kiffin. Asegura que tres cuartas partes de las habitaciones estaban ayer vacías, tomando en cuenta que casi estamos en Navidad y el tiempo estaba espantoso y todo eso. Al observar la cama se ve que el fuego no iba a propagarse a ninguna parte. —Toca varias fotografías con un dedo grueso y tosco. —Prácticamente ya se había apagado cuando llegaron los bomberos. Lo único que tuvieron que utilizar son los extinguidores de fuego; no hizo falta que emplearan las mangueras, lo cual es una suerte para nosotros. En esa foto de allí se ve la ropa del hombre.

Me muestra la fotografía de una pila oscura de ropa sobre el piso, un poco más allá de la puerta abierta del baño. Veo pantalones, una camiseta, un saco y zapatos. Miro después las fotografías tomadas en el interior del cuarto de baño. Sobre el lavatorio hay un balde de plástico para hielo, vasos plásticos cubiertos con celofán y una pequeña pastilla de jabón todavía envuelta. Stanfield mete la mano en un bolsillo en busca de un pequeño cortaplumas, abre una hoja y corta la cinta adhesiva para pruebas que sella la bolsa de papel que trajo. —Su ropa —me explica—. O, al menos, supongo que es la suya.

—Aguárdeme un momento —Le digo. Me levanto y cubro una camilla con una sábana limpia, me pongo guantes nuevos y le pregunto a Stanfield si se recuperó una billetera o algún otro efecto personal. Me contesta que no. Percibo olor a orina cuando saco la ropa de la bolsa, procurando que, si llega a caer alguna microprueba, sea sobre la sábana. Examino slips negros y pantalones negros Armani de cachemira, ambas cosas saturadas de orina.

—Se mojó en los pantalones —Le digo a Stanfield.

Él sacude la cabeza, se encoge de hombros y una expresión de duda brilla en sus ojos… quizá de duda cargada de miedo. Nada de esto parece tener sentido, pero lo que estoy pensando es claro. Es posible que este hombre se haya registrado solo en el motel, pero que en determinado momento otra persona haya entrado en el cuadro, y me pregunto si la víctima perdió el control de su vejiga porque se sentía aterrorizado.

—¿La mujer de la oficina del motel, la señora Kiffin, recuerda al hombre vestido con esto cuando se registró? —Pregunto mientras doy vuelta los bolsillos para ver si hay algo en ellos. No lo hay.

—Eso no se lo pregunté —responde Stanfield—. De modo que no tiene nada en los bolsillos. Eso sí que es bastante raro.

—¿Nadie más los revisó en la escena del crimen?

—Bueno, si quiere que le diga la verdad, yo no fui la persona que guardó la ropa en bolsas. Otro policía lo hizo, pero estoy seguro de que nadie revisó los bolsillos o, al menos, no se encontraron efectos personales o yo lo sabría y los tendría conmigo —dice.

—Bien. ¿Qué tal si llama ya mismo a la señora Kiffin y le pregunta si recuerda si el hombre usaba esta ropa cuando se registró? —Cortésmente le digo a Stanfield que haga su trabajo. —¿Y qué me dice de un auto? ¿Sabemos cómo llegó al motel?

—Hasta el momento no apareció ningún automóvil.

—La forma en que estaba vestido no armoniza con un motel, detective Stanfield. —Dibujo los pantalones en un formulario con diagrama de ropa.

El saco negro y la camiseta negra, y también el cinturón, los zapatos y las medias tienen etiquetas de diseñadores caros, y esto me hace pensar en Jean-Baptiste Chandonne, cuyo pelo de bebé se encontró en todo el cuerpo en descomposición de Thomas cuando apareció en el puerto de Richmond un poco antes este mes. Le comento a Stanfield esa similitud de la ropa. A continuación le explico que la teoría prevaleciente es que Jean-Baptiste asesinó a su hermano Thomas, probablemente en Antwerp, Bélgica, y cambió de ropa con él antes de despachar el cuerpo en el interior de un contenedor de carga dirigido a Richmond.

—¿Porque usted encontró todos esos pelos acerca de los cuales leí en el periódico? —Stanfield está tratando de entender lo que le resultaría difícil incluso al investigador más experimentado que ya lo ha visto todo.

—Eso y los hallazgos microscópicos relacionados con las diatomeas —Algas— compatibles con una zona del Sena cerca de la casa de los Chandonne en la isla San Luis, en París —Continúo. Stanfield está completamente confundido.

—Mire, todo lo que puedo decirle, detective Stanfield, es que este hombre —me refiero a Jean-Baptiste Chandonne— padece un trastorno congénito muy poco frecuente y que se supone que se ha bañado en el Sena, tal vez con la esperanza de curarse. Tenemos razones para creer que la ropa que cubría el cuerpo de su hermano originalmente era de Jean-Baptiste. ¿Tiene sentido? —Ahora dibujo un cinturón y, por la perforación, me doy cuenta dónde iba la hebilla.

—Bueno, si quiere que le diga la verdad —responde Stanfield—, no oigo hablar de otra cosa que de ese caso extraño y ese tipo que es un hombre lobo. Quiero decir, señora, que realmente es de lo único de que se habla si uno enciende el televisor o lee los diarios, y supongo que eso ya lo sabe. Ah, y a propósito, realmente lamento lo que usted tuvo que pasar y, para serle franco, no imagino cómo puede estar ahora aquí y tener la cabeza despejada para pensar. ¡Dios Todopoderoso! —Sacude la cabeza. —Mi mujer dijo que si un tipo así se presentara en la puerta de casa, él no necesitaría hacerle nada porque ella moriría instantáneamente de un infarto.

Percibo un atisbo de recelo con respecto a mí. Se está preguntando si yo soy completamente racional en este momento, si no estaré proyectando. Si, de alguna manera, todo lo que experimento no estará teñido por Jean-Baptiste Chandonne. Saco el diagrama de la ropa de la tablilla con sujetador y la pongo junto con el resto de los papeles de Fulano de Tal, mientras Stanfield marca un número que lee en su anotador. Lo observo insertar un dedo en su oreja libre y entrecerrar los ojos como si el hecho de que la Turca esté abriendo otro cráneo pudiera lastimarle los ojos. No logro oír lo que Stanfield dice. Él corta la comunicación, se acerca de nuevo a mí y lee el
display
de video de su
pager
.

—Bueno, tenemos noticias buenas y noticias malas —Anuncia—. La dama, la señora Kiffin, lo recuerda muy bien vestido con un traje oscuro. Ésa es la buena noticia. La mala es que también recuerda que él tenía una llave en la mano, una de esas con control remoto que muchos automóviles nuevos y lujosos tienen.

—Pero no hay ningún auto —digo.

—No, señora, ningún auto. Tampoco ninguna llave —dice—. Da la impresión de que, para que le sucediera lo que le sucedió, tuvo que tener ayuda. ¿Le parece que quizás alguien lo drogó y después trató de quemarlo para ocultar las pruebas?

—Creo que deberíamos considerar seriamente la posibilidad de homicidio. Debemos tomarle las huellas y después ver si coinciden con las de alguien en SA1HD.

El Sistema Automatizado de Identificación de Huellas Dactilares permite escanear huellas dactilares a una computadora y compararlas con las de una base de datos que puede tener un enlace de un estado a otro. Si este hombre muerto tiene antecedentes criminales en este país, o si sus huellas están en la base de datos por alguna otra razón, lo más probable es que encontremos una coincidencia. Meto las manos en un par de guantes nuevos y hago lo posible por cubrir el yeso que tengo alrededor de la palma y el dedo pulgar de la mano izquierda. Tomarle las huellas dactilares a un cadáver requiere una herramienta sencilla llamada cuchara. No es otra cosa que un implemento metálico curvo con la forma de un tubo hueco cortado por la mitad a lo largo. Una tira de papel blanco está enhebrada por ranuras en la cuchara, para que la superficie del papel tenga la curva necesaria para recoger el contorno de dedos que ya no son flexibles ni obedecen a la voluntad de su dueño. Con cada huella, la tira se adelanta hasta el siguiente cuadrado vacío. El procedimiento no es complicado. No exige gran inteligencia. Pero cuando le digo a Stanfield dónde están las cucharas, él frunce el entrecejo como si yo le hubiera hablado en un idioma extranjero. Le pregunto si alguna vez le tomó las huellas a un cadáver. Reconoce que no.

—Aguarde un momento —Le digo, me acerco al teléfono y marco el número de la extensión para el laboratorio de huellas dactilares. Nadie contesta. Lo intento con el conmutador. Me dicen que todos se han ido por el día debido al mal tiempo. De un cajón saco una cuchara y una almohadilla entintada. La Turca limpia las manos del muerto y yo le entinto los dedos y los oprimo, de a uno, contra la tira de papel curvada. —Lo que puedo hacer, si usted no tiene objeción —Le digo a Stanfield—, es ver si la ciudad de Richmond puede ingresar estas huellas en el AFIS para hacer que las cosas comiencen a moverse. —Oprimo un pulgar dentro de la cuchara mientras Stanfield observa con una expresión desagradable en la cara. Es una de esas personas que detesta la morgue y quiere salir corriendo de ella lo antes posible.—En este momento no parece haber nadie en los laboratorios para ayudarnos, y cuanto antes podamos descubrir quién es este individuo, mejor será —explico—. Me gustaría enviar las huellas y otra información a Interpol por si este hombre tiene conexiones internacionales.

—De acuerdo —dice Stanfield, vuelve a asentir y consulta su reloj.

—¿Alguna vez tuvo contacto con Interpol? —Le pregunto.

—No, señora. Son algo así como espías, ¿no?

Marco el número del
pager
de Marino para ver si él puede ayudarme. Cae por la morgue unos cuarenta y cinco minutos más tarde. A esa altura, Stanfield ya se ha ido un buen rato antes y la Turca introduce los órganos seccionados de Fulano de Tal dentro de una bolsa de plástico grueso que pondrá dentro de la cavidad del cadáver antes de coser la incisión en Y.

—Hola, Turca —La saluda Marino cuando transpone las puertas abiertas de acero—. ¿De nuevo congelando las sobras?

Ella lo mira con una ceja levantada y una sonrisa cómplice. A Marino le gusta la Turca. Le gusta tanto que se muestra grosero con ella en cada oportunidad que tiene. La Turca no se parece nada a la imagen que uno podría tener de ella a partir de su apodo. Es pequeña, con una belleza limpia y cutis cremoso, y lleva su larga cabellera rubia peinada en una cola de caballo. Enhebra una aguja de sutura calibre doce con grueso hilo blanco encerado mientras Marino sigue fastidiándola.

—Te juro —dice él—, que si alguna vez me corto, no acudiré a ti para que me cosas, Turca.—Ella sonríe, hunde la aguja grande y angulada en los tejidos y hace pasar el hilo.

Marino parece agotado; tiene los ojos inyectados en sangre y la cara un poco hinchada. A pesar de sus pullas, está de muy mal humor.

—¿Anoche olvidaste acostarte? —Le pregunto.

—Más o menos. Es una larga historia. —Él trata de no prestarme atención, mira a la Turca y está inquieto y un poco distraído. Yo me desato la bata y me saco la capucha con visor, el barbijo y el gorro de cirugía.

—Trata de que tus hombres ingresen esto lo antes posible en la computadora —Le digo, con tono muy formal y no especialmente amistoso. Él me oculta secretos y su arrogancia y su actitud adolescente me fastidian. —Tenemos una situación difícil aquí, Marino.

Su atención se aparta de la Turca y se centra en mí. Se pone serio y abandona su pose infantil.

—¿Qué tal si me dices qué ocurre mientras yo me fumo un cigarrillo? —me dice y me mira a los ojos por primera vez en días.

El mío es un edificio en el que está prohibido fumar, lo cual no ha impedido que distintas personas encumbradas hayan encendido cigarrillos dentro de sus respectivas oficinas si están con gente que no les dirá nada al respecto. En la morgue, no importa de quién se trate, yo no permito que se fume y punto. No es que a nuestra clientela le moleste tener que inhalar humo de segunda mano, pero mi preocupación es para los vivos, quienes no deberían hacer en la morgue nada que significara tener contacto mano-boca. Nada de comer, beber ni fumar, y tampoco alenté que se usara goma de mascar o se chuparan caramelos y pastillas. El lugar especial para fumar son dos sillas junto a un cenicero de pie cerca de las máquinas expendedoras de agua, en el patio. En esta época del año no es un lugar precisamente cálido y acogedor para sentarse, pero es privado. El condado de la ciudad de James no es la jurisdicción de Marino, pero necesito hablarle de la ropa.

—Es una sensación que tengo —Termino diciéndole. Él sacude la ceniza del cigarrillo en el cenicero, las piernas extendidas en la silla plástica. Los dos podemos ver nuestro aliento.

—Sí, bueno, a mí tampoco me gusta —contesta él—. Lo cierto es que puede ser una coincidencia, Doc. Pero otro hecho es que la familia Chandonne es una mierda. Lo que no sabemos es qué demonios van a hacer ahora que el patito feo de su hijo está prisionero en los Estados Unidos por homicidio… ahora que él consiguió atraer tanta atención hacia su papá Padrino y todo lo demás. Son gente mala capaz de cualquier cosa, si me lo preguntas. Créeme, apenas comienzo a darme cuenta de lo realmente malos que son. —Y añade, crípticamente: —No me gusta la gentuza, Doc. De ninguna manera. Cuando yo venía para acá, ellos manejaban todo. —Su mirada se vuelve dura al decirlo. —Mierda, probablemente siguen haciéndolo. La única diferencia es que ya no hay reglas, ya no hay respeto. No sé qué carajo hacía este tipo cerca de Jamestown, pero una cosa es segura: no era un recorrido turístico. Y Chandonne está en el hospital, a sólo noventa y cinco kilómetros. Algo está pasando.

—Marino, informemos enseguida de esto a Interpol —digo. Le toca a la policía informar todo lo referente a individuos a Interpol y para hacerlo Marino tendrá que ponerse en contacto con el enlace en la policía estatal, quienes pasarán la información a la central de Washington. Le pediremos a la Interpol que haga circular una notificación con respecto a nuestro caso y que realice una búsqueda en su completísima base de datos de inteligencia criminal de su Secretariado General en Lyon. Estas notificaciones tienen diferentes códigos cromáticos: el código rojo es para un arresto inmediato con probable extradición; el azul es para alguien buscado pero cuya identidad no está del todo clara; el verde es una advertencia con respecto a alguien que probablemente cometa delitos como los habituales abusadores de chicos y pornógrafos; el amarillo es para las personas desaparecidas y el negro es para los cadáveres no identificados, que es bastante probable que sean fugitivos y también llevan el código rojo. Mi caso será el segundo código negro de este año, después del primero, hace pocas semanas, cuando el cuerpo en descomposición de Thomas Chandonne fue descubierto en un contenedor de carga del puerto de Richmond.

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