—Bueno, no planeaba hacerlo, pero puedo ir si es preciso —digo sin entusiasmo. Ella quiere hablar de los homicidios de Kim Luong y Diane Bray. Por supuesto, también le interesa el cadáver no identificado del puerto, el que todos suponemos es de Thomas, el hermano de Chandonne. Pero si esa causa llega alguna vez a los tribunales, agrega, no será a los de este país. Ésa es su manera de decirme que Thomas Chandonne es otro almuerzo gratis. Jean-Baptiste asesinó a su hermano y salió impune. Subo al asiento del conductor del Navigator.
—¿Le gusta mucho su automóvil? —dice y me parece una pregunta absurda e inapropiada en un momento como éste. Ya me siento investigada. Enseguida me doy cuenta de que Berger no hace nada, no pregunta nada sin una razón. Observa con atención el lujoso auto sport que Anna me presta mientras me sigue estando prohibido usar mi sedan.
—Es prestado. Tal vez será mejor que me siga, señora Berger —digo—. Hay algunas zonas de la ciudad en las que no le gustaría perderse cuando oscurece.
—Me preguntaba si usted no podría localizar a Pete Marino. —Señala la llave con control remoto de su propio vehículo, un Mercedes ML430 blanco, con chapas de Nueva York y con los faros que se encienden cuando las cerraduras de las puertas se abren. —Creo que sería bueno que los tres habláramos un poco.
Enciendo el motor y me estremezco en la oscuridad. La noche está húmeda y de los árboles caen gotas de agua heladas. El frío se cuela dentro de mi yeso, encuentra su camino hacia las hendiduras de mi codo fracturado, se apodera de lugares muy sensibles donde viven las terminaciones nerviosas y la médula, que empiezan a quejarse con profundas punzadas. Marco el número del
pager
de Marino y me doy cuenta de que no conozco el número del teléfono del automóvil de Anna. Trato de encontrar el teléfono celular en mi bolso mientras conduzco el volante con las yemas de los dedos de mi brazo fracturado y mantengo la vista fija en los faros de Berger por el espejo retrovisor. Marino me llama bastantes dice y se pone a mirar a las minutos más tarde. Le cuento lo sucedido y él reacciona con su típica actitud cínica, debajo de la cual detecto excitación, quizá furia, tal vez otra cosa.
—Sí, bueno, yo no creo en coincidencias —dice—. ¿Tú fuiste por casualidad al servicio religioso de Bray y Berger por casualidad estaba allí? ¿Por qué demonios asistió ella, en primer lugar?
—No tengo idea de por qué —respondo—. Pero si yo fuera nueva en la ciudad y no conociera a los personajes involucrados, querría ver a quiénes Bray les importaba lo suficiente como para presentarse. Y, también, quiénes no lo hicieron. —Trato de mostrarme lógica. —¿Ella no te dijo que iría? ¿Qué pasó cuando anoche te encontraste con ella? —Pregunto sin disimulo. Quiero saber qué ocurrió en ese encuentro.
—No dijo nada en ese sentido —responde él—. Tenía otras cosas en mente.
—¿Como por ejemplo, cuáles? ¿O hay secretos que me ocultas? —Añado con tono significativo.
Él se queda callado un buen rato.
—Mira, Doc —dice por último—, éste no es mi caso. Es un caso que pertenece a Nueva York y yo sólo hago lo que se me dice. Si tú quieres saber algo, pregúntaselo a ella, porque es así como ella lo quiere.—El resentimiento endurece su tono. —Y yo estoy en el medio de Mosby Court y tengo otras cosas que hacer además de pegar un salto cada vez que ella chasquea los dedos.
Mosby Court no es el vecindario residencial principesco que su nombre sugiere sino uno de los siete proyectos de alojamientos de bajo alquiler de la ciudad. Todos se llaman
courts
y cuatro llevan el nombre de virginianos famosos: un actor, un educador, el próspero dueño de una tabaquería, un héroe de la Guerra Civil. Espero que Marino no esté en Mosby Court porque se ha producido allí otro tiroteo.
—No me estarás trayendo más trabajo, ¿no? —Le pregunto.
—Otro homicidio de poca importancia.
No me río al oír ese código prejuiciado: esa etiqueta cínica para un joven negro muerto por muchos disparos, probablemente en la calle, probablemente por drogas, probablemente vestido con ropa deportiva cara y zapatillas de básquet, y nadie vio nada.
—Me reuniré contigo en el patio —dice Marino, malhumorado—. Dentro de cinco a diez minutos.
La nieve ha cesado por completo y la temperatura permanece lo suficientemente cálida como para impedir que la ciudad vuelva a quedar bloqueada por el aguanieve congelada. El centro está adornado para las fiestas, la línea de edificación se encuentra bordeada por luces blancas, algunas de las cuales están quemadas. Frente al James Center, muchas personas se han detenido para contemplar un reno esculpido con luz y, en la calle Nueve, el capitolio resplandece como un huevo por entre las ramas desnudas de añosos árboles, y la mansión amarillo pálido que tiene al lado está iluminada con velas en todas las ventanas. Alcanzo a divisar parejas con ropa de etiqueta que bajan de automóviles en el estacionamiento y recuerdo, con pánico, que esta noche es la fiesta de Navidad que el gobernador ofrece a las autoridades estatales. Yo envié mi RSVP hace más de un mes, confirmando mi asistencia. Dios mío. El gobernador Mike Mitchell y su esposa Edith se darán cuenta de que no estoy allí, y el impulso de virar hacia los terrenos del capitolio es tan intenso que pongo la señal de giro. Y, con la misma rapidez, la saco. No puedo ir, ni siquiera por quince minutos. ¿Qué haría con Jaime Berger? ¿Llevarla conmigo? ¿Presentársela a todos? Sonrío y sacudo la cabeza en la oscuridad mientras imagino las miradas con las que me toparía, y fantaseo con lo que sucedería si la prensa se enterara.
Después de trabajar para el gobierno durante toda mi carrera, nunca subestimo el potencial para lo mundano. El número de teléfono de la mansión del gobernador figura en guía, y el servicio de informes se puede marcar en forma automática por cincuenta centavos adicionales. Por el momento, tengo en línea a un funcionario de la unidad ejecutiva de protección y, antes de tener tiempo de explicarle que sencillamente quiero dejar un mensaje, me dice que aguarde un momento. Se oye una señal de tono a intervalos regulares, y me pregunto si los llamados a la mansión están siendo grabados. Del otro lado de la calle Broad, una parte más vieja y deprimente de la ciudad cede lugar al nuevo imperio de ladrillo y cristales de Biotech, donde está mi oficina. Miro por el espejo retrovisor en busca del SUV de Berger. Ella me sigue y sus labios se mueven. Está hablando por teléfono y eso me produce una sensación inquietante al verla pronunciar palabras que yo no puedo oír.
—¿Kay? —La voz del gobernador Mitchell suena de pronto por el teléfono manos libres del auto de Anna.
Mi propia voz suena sorprendida cuando me apresuro a decirle que no era mi intención molestarlo y que lamento terriblemente no poder asistir esta noche a su fiesta. Él no me contesta enseguida y su vacilación es su manera de hacerme saber que cometo una equivocación al no ir a su fiesta. Mitchell es un hombre que entiende las oportunidades y sabe cómo sacarles partido. Para él, que yo desperdicie una posibilidad de pasar, aunque sólo sea un momento, con él y otros líderes poderosos del estado es una verdadera tontería, en especial ahora. Sí, precisamente ahora.
—La fiscal de Nueva York está en la ciudad —digo, aunque sin necesidad—. En este momento voy a reunirme con ella, gobernador. Confío en que entenderá.
—Creo que también seria una buena idea que usted y yo nos reuniéramos. —Se muestra firme. —Pensaba hacer un aparte con usted.
Tengo la sensación de pisar sobre vidrios rotos y me da miedo mirar y descubrir que mis pies sangran.
—Cuando a usted le parezca conveniente, gobernador Mitchell —es mi respuesta respetuosa.
—¿Por qué no pasa por la mansión camino de regreso a casa?
—Lo más probable es que esté libre dentro de alrededor de dos horas —Le digo.
—La veré entonces, Kay. Salude de mi parte a la señora Berger —Continúa—. Cuando yo era procurador general, tuvimos una causa que involucraba a la oficina de ella. Ya se lo contaré en algún momento.
Cerca de la calle Cuatro, el patio cerrado donde los cuerpos son recibidos Parece un iglú gris y cuadrado anexado a un costado de mi edificio. Subo por la rampa, freno junto a la inmensa puerta del garaje y, con gran frustración, me doy cuenta de que no tengo cómo entrar en él. El control remoto está en mi auto, el cual está en el interior de mi garaje en la casa de la que me han exiliado. Marco el número del asistente de la morgue que se encuentra allí fuera del horario de trabajo.
—¿Arnold? —Pregunto cuando él contesta después del sexto llamado—. ¿Podrías abrirme la puerta que da al patio?
—Sí, claro, señora. —Por la voz, parece atontado y confuso, como si yo acabara de despertarlo. —Lo haré enseguida, señora. ¿Su control remoto no funciona?
Trato de ser paciente con él. Arnold es una de esas personas abrumadas por la inercia. Él lucha contra la gravedad, y la gravedad triunfa. Constantemente tengo que recordarme que no tiene sentido enojarme con él. Personas muy motivadas no luchan por su empleo. Berger ha detenido su auto detrás de mí y Marino detrás de ella, y todos aguardamos a que la puerta se abra y nos permita entrar en el reino de los muertos. Suena mi teléfono celular.
—Bueno, esto sí que no es nada acogedor —me dice al oído la voz de Marino.
—Al parecer, ella y el gobernador se conocen. —Veo que una furgoneta oscura gira hacia la rampa detrás del Crown Victoria azul medianoche de Marino. La puerta del patio comienza a elevarse en medio de quejosos crujidos.
—Bueno, bueno. ¿No creerás que él tiene algo que ver con el hecho de que el Hombre Lobo nos abandone y se vaya a la Gran Manzana, no?
—Ya no sé qué pensar —Confieso. El patio es lo suficientemente grande como para recibirnos a todos; los tres nos apeamos al mismo tiempo y el zumbido de los motores y el ruido de las puertas que se cierran es amplificado por el concreto. El aire helado sacude de nuevo mi codo fracturado y me sorprende Ver a Marino de traje y corbata.—Estás muy lindo —Comento secamente. Él enciende un cigarrillo, su mirada fija en la figura cubierta de visón de Berger cuando ella se inclina dentro de su Mercedes para recoger sus pertenencias del asiento de atrás. Dos hombres de abrigos oscuros y largos abren la compuerta de cola de la furgoneta, revelando así la camilla que hay en su interior y su ominosa carga.
—Créase o no —me dice Marino—, yo iba a pasar por el servicio de Bray, sólo porque sí, hasta que ese tipo decide ser asesinado. —Indica el cadáver que está en la parle de atrás de la furgoneta. —resulta ser un caso un poco más complicado de lo que pensamos al principio. —Berger enfila hacia nosotros, las roanos llenas de libros, de archivos acordeón y de un portafolios de cuero.
—Parece que vino preparada. —Marino la mira fijo con cara inexpresiva. El aluminio cruje cuando las patas de la camilla se abren. La compuerta de cola de la furgoneta se cierra con un golpe.
—Realmente aprecio mucho que los dos se reúnan conmigo con tan poco tiempo de anticipación —dice Berger.
En el resplandor del patio iluminado, noto las líneas finas en su cara y cuello, los leves huecos en sus mejillas que traicionan su edad. A primera vista o cuando está maquillada para la cámara, podría pasar por treinta y cinco, pero sospecho que es algunos años mayor que yo, más cerca de los cincuenta. Sus facciones angulares, su pelo oscuro corto y su dentadura perfecta se unen en un retrato familiar, y yo la relaciono con el experto que he visto en un programa de televisión sobre temas jurídicos. Empieza a parecerse a las fotografías que encontré en Internet cuando utilicé un buscador para encontrarla a ella en el ciberespacio para poder prepararme para esta invasión de lo que parece una galaxia extraterrestre.
Marino no se ofrece a llevarle nada. No le presta atención, lo mismo que hace conmigo cuando se siente resentido o celoso. Abro la puerta que conduce al interior mientras los asistentes empujan la camilla hacia nosotros, y reconozco a los dos hombres, pero no recuerdo sus nombres. Uno de ellos mira fijo a Berger con expresión de asombro.
—Usted es la señora que aparece por televisión —dice—. Por Dios. La señora jueza.
—Me temo que no. Yo no soy juez —dice Berger, los mira a los ojos y sonríe.
—¿Usted no es la señora jueza? ¿Me lo jura? —La camilla transpone la puerta—. Supongo que lo quiere en la cámara refrigeradora —me dice uno de los hombres.
—Sí —contesto—. Ya saben dónde entregarlo. Arnold está adentro, en alguna parte.
—Sí, señora, ya sé qué hacer. —Ninguno de los asistentes hace indicación alguna de que yo podría haber terminado la semana pasada en su furgoneta como otra entrega, si mi destino no hubiera sido diferente. Por lo que he observado, la gente que trabaja para las funerarias o para los servicios de traslado de cadáveres no se impresionan ni estremecen por casi nada. Me doy cuenta de que a estos tipos les impresiona más la fama de Berger que el hecho de que su jefa local de médicos forenses tenga suerte de estar viva y en estos días no tiene muy buena imagen a los ojos del público. —¿Está preparada para la Navidad? —Me pregunta uno de ellos.
—Nunca lo estoy —contesto—. Espero que ustedes lo pasen muy bien. —Sí, mucho mejor de lo que lo pasará él —responde señalando el cuerpo que está dentro de la bolsa, que ellos llevan hacia la oficina de la morgue, donde deben escribir una etiqueta que el cadáver llevará atada a un dedo del pie y firmar la entrada del nuevo paciente. Empujo los botones que abren varios juegos de puertas de acero inoxidable mientras caminamos por pisos desinfectados, pasamos por refrigeradoras y por las salas donde se practican las autopsias. Los aparatos desodorantes de tamaño industrial resultan imponentes y Marino habla acerca del caso de Mosby Court. Berger no le pregunta nada al respecto, pero él parece pensar que ella desea conocer todos los detalles. O quizás ahora él lo hace para lucirse.
—Estaba tirado en la calle y tenía sangre en la cabeza. Me pregunto si tal vez no habrá sido atropellado por un auto —Nos informa. Yo abro las puertas que conducen al silencio del ala administrativa mientras él sigue dándole a Berger todos los detalles de un caso que ni siquiera ha conversado conmigo todavía. Los hago pasar a mi sala privada de reuniones y nos quitamos los abrigos. Berger usa pantalones oscuros de lana y un suéter grueso negro que no acentúa sus amplios pechos pero que tampoco los oculta. Tiene el cuerpo esbelto y firme de una atleta y sus botas Vibram gastadas me sugieren que está dispuesta a ir a cualquier parte y a hacer cualquier cosa que su trabajo le exija. Aparta una silla y comienza a disponer sobre la mesa de madera el portafolios, las carpetas y los libros.