Último intento (15 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Último intento
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—Considerando la manera en que te ganas la vida, Kay, deberías conocer la importancia del sexo. Representa poder. Es la vida y la muerte —dice Anna.

—Desde luego, en lo que ves, hablamos sobre todo del poder que se ha abusado terriblemente. Chandonne es un buen ejemplo de ello. Obtiene gratificación sexual del hecho de dominar, de causar sufrimiento, de jugar a ser Dios y decidir quién vive, quién muere y de qué manera. —Desde luego.

—El poder sexual lo excita. Como a la mayoría de las personas —dice Anna.—Es el mayor afrodisíaco —Coincido con ella—. Si las personas son sinceras en ese sentido.

—Diane Bray es otro ejemplo. Una mujer hermosa y provocativa que usaba su atractivo sexual para dominar y controlar a otros. Al menos, ésa es la impresión que tengo —dice Anna.

—Es la impresión que daba —respondo.

—¿Crees que se sentía sexualmente atraída hacia ti? —me pregunta Anna. Lo evalúo clínicamente. Incómoda con la idea, la aparto de mí y la estudio como si fuera un órgano que estoy disecando.

—Eso en ningún momento se me cruzó por la cabeza —Decido—. Así que probablemente no estaba allí, porque de lo contrario yo habría recibido las señales. —Anna no me contesta. —Posiblemente —digo con ambigüedad. Anna no se traga el anzuelo.

—¿No me dijiste que ella había intentado usar a Marino para conocerte? —me recuerda—. ¿Que quería almorzar contigo, alternar socialmente contigo, conocerte, y trató de arreglar eso por intermedio de Marino?

—Eso fue lo que Marino me dijo —contesto.

—¿Porque posiblemente se sentía sexualmente atraída hacia ti? Ésa habría sido la manera más flagrante de dominarte, ¿no es así? Sí, no sólo arruinaba tu carrera sino que en el proceso usaba tu cuerpo y, por consiguiente, se apropiaba de todos los aspectos de tu existencia. ¿No es eso lo que Chandonne y los de su calaña hacen? También ellos tienen que sentir atracción. Sucede sólo que ellos lo actúan de manera diferente que el resto de nosotros. Y sabemos lo que le hiciste cuando él trató de actuar su atracción hacia ti. Ése fue su gran error, ¿no? Él te miró con lujuria y tú lo cegaste. Al menos temporalmente. —Anna hace una pausa, el mentón apoyado en un dedo, la mirada fija en mí.

Ahora yo la miro a los ojos. De nuevo tengo esa sensación. Casi la describiría como una advertencia, pero me resulta imposible ponerle un nombre.

—¿Qué habrías hecho si Diane Bray hubiera tratado de expresar abiertamente la atracción sexual que sentía hacia ti, si te lo confesara? ¿Si ella se te hubiera insinuado? —Anna sigue hurgando.

—Tengo maneras de desviar avances no deseados —respondo. —¿También por parte de mujeres? —De cualquiera.

—Éso quiere decir que algunas mujeres sí se te han insinuado. —Sí, cada tanto, a lo largo de los años.—Es una pregunta obvia con una respuesta obvia. Yo no vivo en una cueva. —Sí, he estado cerca de personas que mostraron un interés en mí que yo no podía corresponder —digo.

—¿No podías o no querías?

—Ninguna de las dos cosas.

—¿Y qué sientes cuando la persona que te desea es una mujer? ¿
ES
diferente de cuando es un hombre?

—¿Estás tratando de averiguar si soy homofóbica, Anna?

—¿Lo eres?

Lo pienso. Llego hasta lo más profundo que puedo para ver si me siento incómoda con la homosexualidad. Siempre me he apresurado a asegurarle a Lucy que yo no tengo ningún problema con las relaciones entre personas del mismo sexo, más allá de los problemas que traen.

—Estoy bien con ese tema —Le contesto a Anna—. De veras. Sencillamente no es mi preferencia. No es mi elección.

—¿La gente elige?

—En cierto sentido. —De esto estoy segura. —Y lo digo porque soy una convencida de que la gente siente muchas atracciones que no son aquellas con las que se sentiría más cómoda, de modo que no las llevan a la práctica. Puedo entender a Lucy. La he visto con sus amantes y, de alguna manera, envidio la relación cercana que tiene con ellas, porque aunque les resulta difícil ir contra la mayoría, también tienen la ventaja de las amistades especiales que las mujeres son capaces de mantener.
ES
más difícil que hombres y mujeres sean amigos del alma, amigo íntimos. Hasta allí lo admito. Pero creo que la diferencia significativa entre Lucy y yo es que yo no espero ser la amiga del alma de un hombre y a ella, en cambio, los hombres la intimidan. Y una intimidad auténtica no puede darse sin un equilibrio de poder entre los individuos. Así que, puesto que no me siento intimidada ni dominada por los hombres, los elijo en un sentido físico. —Anna no dice nada. —Hasta allí entiendo el tema —Agrego—. No todo se puede explicar. Lucy y sus atracciones y necesidades es algo que no es posible explicar de manera completa. Tampoco las mías.

—¿Realmente no crees que puedas ser amiga del alma de un hombre? ¿Será posible, entonces, que tus expectativas sean demasiado bajas?

—E
S
muy posible. —Casi me echo a reír. —Si alguien tiene expectativas bajas merezco ser yo, después de todas las relaciones que he arruinado —Agrego.

—¿Nunca te sentiste atraída hacia una mujer? —Anna llega finalmente adonde quería.

—Algunas mujeres son muy convincentes —reconozco—. Recuerdo haberme enamorado de mis maestras cuando era chica y adolescente.

—¿Por «enamorado» te refieres a sentimientos de orden sexual?

—Esos «enamoramientos» incluyen sentimientos sexuales, por inocentes e ingenuos que sean. Muchas mujeres se enamoran de sus maestras, en especial si asisten a un colegio parroquial y sus enseñantes son exclusivamente del sexo femenino.

—Monjas.

Sonrío.

—Sí. Imagínate enamorarse de una monja.

—También imagino que las monjas se enamoran unas de otras —Comenta Anna.

Una nube oscura de incertidumbre y zozobra me invade y una advertencia llama desde el fondo de mi conciencia. No sé por qué Anna se centra tanto en el sexo, en particular en las relaciones homosexuales, y de pronto se me ocurre que a lo mejor ella es lesbiana y ésa es la razón por la que nunca se casó; o quizá me está probando para ver cómo reaccionaría yo si, después de todos estos años, ella me contara la verdad sobre sí misma. Me duele pensar que, por miedo, tal vez me haya ocultado ese detalle de tanta importancia.

—Me dijiste que te mudaste a Richmond por amor. —Ahora me toca a mí indagar. —Y que esa persona resultó ser un perdedero de tiempo. ¿Por qué no volviste a Alemania? ¿Por qué te quedaste en Richmond, Anna?

—Estudié en la Facultad de Medicina de Viena y soy austríaca, no alemana —me dice—. Pasé mi infancia en Schloss, un castillo, que perteneció a la familia desde hace cientos de años. Está ubicado cerca de Linz, sobre el río Danubio, y durante la guerra, los nazis vivieron en la casa con nosotros. Mi madre, mi padre, dos hermanas mayores y un hermano menor. Y, desde las ventanas, yo podía ver el humo del crematorio de Mauthausen, a dieciséis kilómetros de distancia, un famoso campo de concentración, una enorme cantera en la que a los prisioneros los obligaban a extraer granito y a transportar enormes bloques cien escalones más arriba. Y si vacilaban, eran castigados o arrojados al abismo. Judíos, republicanos españoles, rusos, homosexuales.

Día tras día, nubes oscuras de muerte manchaban el horizonte y yo pescaba a mi padre con la mirada perdida en la distancia y suspirando cuando creía que nadie lo miraba. Sentí su vergüenza y su profundo dolor. Porque no podíamos hacer nada con respecto a lo que estaba ocurriendo, era fácil caer en la negación. La mayoría de los austríacos negaban lo que estaba sucediendo en nuestro precioso país. Para mí, eso era imperdonable pero no podía remediarse. Mi padre tenía mucho dinero e influencias, pero ir en contra de los nazis era terminar en un campo de concentración o ser ejecutado en el lugar. Todavía puedo oír las risas y el entrechocar de copas en mi casa, como si esos monstruos fueran nuestros mejores amigos. Uno de ellos comenzó a venir a mi dormitorio por las noches. Yo tenía diecisiete años. Esto siguió durante dos años. Yo nunca dije una palabra porque sabía que mi padre no podía hacer nada, y sospecho que él sabía lo que estaba pasando. Sí, de eso estoy segura. Me preocupaba la posibilidad de que lo mismo les estuviera sucediendo a mis hermanas, y creo que así era. Después de la guerra terminé mi educación y conocí a un norteamericano que estudiaba música en Viena. Era un excelente violinista, muy gallardo e ingenioso, y vine con él a los Estados Unidos. Sobre todo, porque ya no podía seguir viviendo en Austria. No podía vivir con aquello que mi familia había elegido pasar por alto. Incluso ahora, cuando veo la campiña de mi patria, esa imagen está manchada con aquel humo oscuro y ominoso. Lo veo siempre en mi mente. Siempre.

El living de Anna está helado y las escasas brasas que quedan en la chimenea parecen docenas de ojos irregulares que brillan en la oscuridad.

—¿Qué fue del músico norteamericano? —Le pregunto.

—Supongo que la realidad se impuso. —Su voz tiene un dejo de tristeza. —Una cosa era que se enamorara de una joven psiquiatra austríaca en una de las ciudades más hermosas y románticas del mundo, y otra muy distinta era traerla de vuelta a Virginia, la antigua capital de la Confederación, donde por todas partes la gente sigue teniendo banderas confederadas. Yo inicié mi residencia en el hospital de la Facultad de Medicina de Virginia y James tocó durante varios años en la sinfónica de Richmond. Después se mudó a Washington y nos separamos. Agradezco que no nos hayamos casado. Al menos no tuve esa complicación; ni ésa ni la de hijos.

—¿Y tu familia? —Pregunto.

—Mis hermanas están muertas. Tengo un hermano en Viena. Al igual que mi padre, él se dedica a las actividades bancarias. Deberíamos ir a dormir un poco, Kay —dice Anna.

Me estremezco cuando me deslizo entre las sábanas; doblo las piernas y pongo una almohada debajo de mi brazo roto. Hablar con Anna ha logrado inquietarme un poco. Percibo sensaciones fantasmas en partes mías hace mucho desaparecidas, y tengo el alma pesada por el peso adicional de la historia que ella ha contado acerca de su propia vida. Desde luego, Anna no le contaría su pasado a muchas personas. Una asociación con los nazis es un estigma terrible, incluso ahora, y pensar en ese hecho me lleva a pintar su comportamiento y su estilo de vida en una tela muy diferente. No importa que Anna no haya tenido elección acerca de quién vivía en la casa de su familia, como tampoco la tuvo con respecto a con quién tenía relaciones sexuales a los diecisiete años. Nadie la perdonaría si se supiera.

—Dios mío —murmuro, la vista fija en el cielo raso del cuarto de huéspedes de Anna—. Dios mío.

Me levanto, avanzo por el pasillo oscuro, paso de nuevo por el living y entro en el ala este de la casa. El dormitorio principal está al fondo del pasillo, la puerta de Anna está abierta, y un rayo de luz de luna se cuela por las ventanas y delinea con suavidad su forma debajo de las cobijas.

—¿Anna? —Pregunto en voz baja—. ¿Estás despierta?

Ella se mueve y después se sienta. Casi no puedo verle la cara a medida que me le acerco. Su pelo blanco le llega a los hombros. Parece de cien años de edad.

—¿Está todo bien? —Pregunta medio dormida y con un dejo de alarma.

—Lo siento —le digo—. No sabes cuánto lo siento. Anna, he sido una pésima amiga.

—Has sido la amiga en la que más confié. —Busca mi mano, me la oprime y siento sus huesos pequeños y frágiles debajo de su piel suave y suelta, como si de pronto se hubiera transformado en anciana y vulnerable, no en el titán que siempre imaginé. Tal vez se debe a que ahora conozco su historia.

—Has sufrido tanto, y llevado ese peso tan sola —Le susurro—. Lamento no haber estado allí para ti. Lo siento muchísimo —Le repito. Me agacho y la abrazo ton torpeza, con el yeso y todo, y la beso en la mejilla.

Capítulo 8

Incluso en mis momentos de más agobio y distracción, aprecio mucho el lugar donde trabajo. Siempre tengo conciencia de que el sistema de médicos forenses que encabezo es, probablemente, el mejor del país, si no del mundo, y que el Instituto de Ciencia y Medicina Forense que codirijo es la academia más completa de su tema. Y yo puedo hacer todo esto en uno de los establecimientos forenses más avanzados que conozco.

Nuestro nuevo edificio de cuarenta mil metros cuadrados y un valor de treinta millones de dólares se llama Biotech II y es el centro del Parque de Investigación en Biotecnología, que ha transformado el centro de Richmond al reemplazar tiendas y departamentos abandonados y otros edificios clausurados con elegantes construcciones de ladrillo y vidrio. Biotech ha reclamado una ciudad que siguió siendo atacada mucho después de que los agresores del norte hicieron el último disparo.

Cuando me mudé allí a fines de los ochenta, Richmond estaba ubicada al tope de la lista de ciudades con la tasa de homicidios más alta
per cápita
de los Estados Unidos. Los comercios se trasladaron a los condados cercanos. Virtualmente nadie iba al centro cuando oscurecía. Eso ya no sucede. Notablemente, Richmond va camino de convertirse en una ciudad de ciencia y cultura, y confieso que nunca creí que eso fuera posible. También confieso que cuando recién me mudé detestaba Richmond, por razones más profundas que la actitud desagradable de Marino hacia mí o lo mucho que extrañaba Miami.

Creo que las ciudades tienen personalidades; adquieren la energía de las personas que las ocupan y las dirigen. Durante su peor época, Richmond era pertinaz e intolerante, y se comportaba con la arrogancia herida de una persona venida a menos que tiene que recibir órdenes de boca de las mismas personas a las que antes dominaba o, en algunos casos, poseía. Existía una enloquecida exclusividad que hacía que la gente como yo se sintiera sola y menospreciada. En todo esto detecté rastros de viejas heridas e indignidades, tal como las encuentro en los cuerpos. Descubrí una tristeza espiritual en la niebla luctuosa que, durante los meses de verano, flota como humo de batalla sobre los pantanos y los interminables conjuntos de pinos y se desplaza sobre el río cubriendo las heridas de pilas de ladrillos y fundiciones y campos de prisioneros que quedaron de esa espantosa guerra. Sentí compasión. No renuncié a Richmond. Esta mañana lucho con la creciente sensación de que Richmond ha renunciado a mí.

Las partes superiores de los edificios de la línea de edificación del centro de la ciudad han desaparecido entre las nubes y el aire está preñado de nieve. Miro por la ventana de mi oficina, entretenida con los grandes copos que pasan mientras los teléfonos suenan y la gente camina por el corredor. Me preocupa la posibilidad de que el estado y el gobierno de la ciudad cierren sus puertas. Esto no puede suceder en el primer día de mi regreso.

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