—Lucy nunca elige nada sencillo —dice Anna, y tiene razón—. Tiroteos y más tiroteos. ¿Qué les pasa a ellos y a toda la gente que no hace más que disparar armas de fuego? Gracias a Dios que no volvió a matar a nadie.
El peso que siento en el pecho me oprime aún más y mi sangre parece haberse transformado en un metal pesado.
—¿Qué problema tiene con matar? —Insiste Anna—. Lo que pasó esta vez me preocupa, si debo creer en lo que he oído por televisión.
—Como yo no he encendido el televisor, no sé qué es lo que dicen. —Bebo mi whisky y de nuevo siento ganas de fumar. Son tantas las veces que en la vida he abandonado ese vicio.
—Ella casi mató a ese francés, Jean-Baptiste Chandonne. Lo apuntaba con su arma, pero tú se lo impediste. —La mirada de Anna me perfora el cráneo y sondea mis secretos. —Dímelo tú.
Le describo entonces lo que sucedió. Lucy había ido a la Facultad de Medicina de Virginia para traer a Jo a casa del hospital, y cuando después de la medianoche detuvieron el auto Frente a casa, Chandonne y yo estábamos en el jardín del frente. La Lucy que evoco en mi memoria me parece una persona extraña y violenta que no conozco, y su rostro me resulta irreconocible, distorsionado por la furia cuando apuntó a ese hombre con su pistola, el dedo en el gatillo, y yo le rogué que no disparara. Ella le gritaba, le lanzaba imprecaciones cuando yo le grité: «¡No, no, Lucy, no!» Chandonne sufría un dolor espantoso, estaba ciego y se frotaba nieve en sus ojos quemados con una sustancia química, aullaba y suplicaba que alguien lo ayudara. En ese momento, Anna interrumpe mi relato.
—¿Él hablaba en francés? —Pregunta.
Esa pregunta me toma desprevenida. Trato de recordar.
—Creo que sí.
—Entonces tú entiendes francés.
De nuevo me quedo un momento callada.
—Bueno, lo estudié en la secundaria. Sólo sé que eso creí cuando me gritaba que lo ayudara. Yo parecía entender lo que él decía.
—¿Trataste de ayudarlo?
—Traté de salvarle la vida al tratar de impedir que Lucy lo matara. —Pero eso lo hiciste por Lucy, no por él. En realidad no tratabas de salvarle la vida. Lo que querías era impedir que Lucy se arruinara la suya.
Los pensamientos chocan entre sí y se neutralizan mutuamente. Yo no contesto.
—Ella quería matarlo —Continúa Anna—. Ésa era claramente su intención. Yo asiento, aparto la vista y revivo ese momento.
Lucy, Lucy
. Repetidamente grité su nombre para tratar de quebrar el ataque homicida que ella sufría.
Lucy
. Me arrastré hacia ella en ese jardín cubierto de nieve.
Lucy, baja el arma. Lucy, tú no quieres hacer eso. Por favor. Baja el arma
. Chandonne rodaba y se retorcía, emitiendo los horribles sonidos de un animal herido, y Lucy estaba de rodillas, en posición de combate, la pistola sacudiéndose en sus dos manos cuando ella le apuntó a la cabeza. Entonces una serie de pies y de piernas aparecieron alrededor de nosotros. Agentes del ATF y policías con uniforme oscuro de combate empuñando rifles y pistolas llenaron mi jardín. Ninguno de ellos sabía qué hacer mientras yo le suplicaba a mi sobrina que no matara a Chandonne a sangre fría. Ya hubo
demasiadas
muertes, le rogué a Lucy y logré acercarme a centímetros de ella, con mi brazo derecho fracturado e inservible. No hagas eso.
Por favor, no lo
hagas. Te amamos.
—¿Estás completamente segura de que la intención de Lucy era matarlo, aun cuando no era en defensa propia? —Pregunta de nuevo Anna. —Sí —respondo—. Estoy segura.—Entonces ¿podría pensarse que, quizá, no era necesario que ella matara a esos hombres en Miami?
—Eso fue algo totalmente diferente, Anna —contesto—. Y tampoco puedo culpar a Lucy por la forma en que reaccionó cuando lo vio frente a mi casa… cuando nos vio a él y a mí tirados sobre la nieve, a menos de tres metros el uno del otro. Ella estaba enterada de los otros casos ocurridos aquí, de los asesinatos de Kim Luong y de Diane Bray. Sabía perfectamente bien por qué él había venido a casa, qué tenía planeado para mí. ¿Cómo te habrías sentido tú en el lugar de Lucy?
—No puedo imaginármelo.
—Es así —respondo—. No creo que nadie pueda imaginar una cosa así hasta que sucede. Sé que si yo hubiera sido la que llegó allá en auto y Lucy fuera la que estaba en el jardín, y él hubiera tratado de matarla, entonces… —Callo, analizo la situación y no logro completar el pensamiento.
—Tú lo habrías matado —Termina de decir Anna lo que sin duda sospechaba que iba a decir yo.
—Bueno, es posible que sí.
—¿Aunque él no fuera en ese momento una amenaza? Sentía unos dolores terribles, estaba ciego e indefenso.
—Es difícil saber si la otra persona está indefensa, Anna. ¿Qué podía saber yo, allá afuera en la nieve y en la oscuridad, con un brazo roto y aterrorizada?
—Ah. Pero sabías lo suficiente como para convencer a Lucy de que no lo matara. —Anna se levanta y la observo tomar un cucharón de un soporte de hierro negro para cacerolas y sartenes suspendido en lo alto y con él llena enormes
bowls
de cerámica, y el vapor se eleva en una serie de nubes aromáticas. Pone la sopa sobre la mesa y me da tiempo para pensar en lo que ella acaba de decirme. —¿Alguna vez pensaste que tu vida se parece mucho a uno de tus certificados de defunción más complicados? —dice entonces Anna. —«Debido a, debido a, debido a.» —Hace movimientos con las manos, como dirigiendo su propia orquesta de énfasis. —Donde ahora te encuentras «se debe» a esto y aquello, que a su vez «se debe» a lo de más allá, y así sucesivamente, y todo se remonta a la herida original: la muerte de tu padre.
Trato de recordar qué cosas le conté a ella de mi pasado.—Eres quien eres en la vida porque desde muy joven te convertiste en estudiosa de la muerte —Continúa—. Viviste la mayor parte de tu infancia con un padre que se moría.
La sopa es de pollo y de verduras y detecto también hojas de laurel y jerez. No estoy segura de poder comer. Anna se pone manoplas y saca panecillos del horno. Sirve ese pan caliente en platos pequeños, junto con manteca y miel.
—Tu
karma
parece ser volver a la escena, por así decirlo, una y otra vez —Analiza—. La escena de la muerte de tu padre, de esa pérdida original. Como si, de alguna manera, pudieras deshacerla. Pero lo único que consigues es repetirla. Es el patrón más antiguo de la naturaleza humana. Yo lo veo a diario.
—Esto no tiene que ver con mi padre —digo y tomo la cuchara—. Tampoco tiene que ver con mi infancia y, si quieres que te diga la verdad, lo último que me importa en este momento es mi infancia.
—Es acerca de no sentir. —Aparta la silla de la mesa y vuelve a sentarse. —Acerca de aprender a no sentir porque sentir era insoportablemente doloroso. —La sopa está demasiado caliente y ella la revuelve con una cuchara pesada de plata grabada. —Cuando eras chica, no podías vivir con esa amenaza permanente de muerte en tu casa, con todo ese miedo, esa pena, esa furia. Así que te cerraste.
—A veces es preciso hacerlo.
—Nunca es bueno cerrarse —dice ella y sacude la cabeza. —A veces es la única manera de sobrevivir. —Discrepo con ella. —Cerrarse representa una negación. Cuando se niega el pasado, seguramente se lo repite. Tú eres una prueba viviente de ello. Tu vida ha sido una pérdida tras otra desde aquella pérdida original. Irónicamente, convertiste la pérdida en una profesión: eres la médica que escucha a los muertos, la médica que se sienta junto a la cabecera del muerto. Tu divorcio de Tony. La muerte de Mark. Después, el año pasado, el asesinato de Benton. Luego Lucy participa en un tiroteo y casi la pierdes. Y ahora, finalmente, tú. Ese hombre terrible se aparece en tu casa y casi te perdiste a ti misma. Pérdidas y más pérdidas.
El dolor por el asesinato de Benton lo siento como sorprendentemente reciente. Temo que siempre será así, que nunca podré escapar de ese vacío, del eco de los cuartos vacíos en mi alma y la angustia en mi corazón. De nuevo siento furia al pensar en los policías que invaden mi casa y, sin proponérselo, tocan cosas que pertenecían a Benton, pasan rozando sus pinturas, dejan huellas barrosas sobre la fina alfombra del comedor que un año él me regaló para Navidad. Nadie lo sabe. A nadie le importa.
—Si un patrón como éste no se detiene —Comenta Anna—, adquiere una energía increíble y lo absorbe todo hacia su agujero negro.
Le digo que mi vida no es un agujero negro. No niego que existe un patrón; tendría que ser muy densa para no verlo. Pero en un punto discrepo absolutamente.
—Me molesta muchísimo que des a entender que yo lo atraje a mi puerta —le digo, refiriéndome de nuevo a Chandonne, cuyo nombre casi no tolero pronunciar—. Que, de alguna manera, yo puse todo en movimiento para traer a un asesino a mi casa. Si eso es lo que te oigo decir. Si eso es lo que estás diciendo.—Es lo que quiero saber —dice ella y le pone manteca a un panecillo— Es lo que te estoy preguntando, Kay.
—Anna, ¿cómo se te ocurre pensar siquiera que yo buscaba mi propio asesinato?
—Porque no serías la primera ni la última persona que hace una cosa así. Es algo no consciente.
—No yo. Ni subconsciente ni inconscientemente —Afirmo. —Hay en esto mucho de autorrealización de deseos. Tú. Luego Lucy. Ella casi se convirtió en lo que trata de erradicar. Ten cuidado con respecto a quién eliges como enemigo, porque lo más probable es que te conviertas en esa persona. —Anna arroja al aire esa cita de Nietzsche. Saca a relucir palabras que me ha oído decir a mí en el pasado.
—Yo no lo hice venir a mi casa —repito lentamente y con vehemencia. Sigo evitando pronunciar el nombre de Chandonne porque no quiero darle a él el poder de ser para mí una persona real.
—¿Cómo supo él dónde vives? —Anna continúa con su interrogatorio.
—Por desgracia, ha salido en las noticias muchas veces a lo largo de los años —Conjeturo—. Ignoro cómo lo supo.
—¿Qué? ¿Piensas que él fue a la biblioteca y buscó tu dirección en un microfilm? ¿Este ser tan espantosamente deformado que rara vez se mostraba a la luz del día? ¿Esa criatura anómala, con la cara y todo el cuerpo cubierto de pelos fue a una biblioteca pública? —Deja que ese absurdo flote un momento sobre nosotros.
—Ignoro cómo lo supo —repito—. El lugar donde se escondía no queda lejos de mi casa. —Comienzo a fastidiarme. —No me culpes a mí. Nadie tiene derecho de culparme a mí por lo que él hizo. ¿Por qué me culpas tú?
—Nosotros creamos nuestros mundos. Destruimos nuestros mundos. Es así de simple, Kay —me responde.
—No puedo creer que por un minuto hayas pensado que yo quería que él me persiguiera. Justamente yo. —Por mi mente aparece fugazmente la imagen de Kim Luong. Recuerdo cómo sus huesos faciales fracturados crujían debajo de mis dedos cubiertos con guantes de látex. Recuerdo el fuerte olor dulzón de sangre coagulada en esa tienda caliente y encerrada en la que Chandonne arrastró su cuerpo agonizante para poder dar rienda suelta a su lujuria desatada, y golpearla, morderla y untar todo con su sangre.—Esas mujeres tampoco hicieron nada para que él les hiciera eso —digo, con emoción.
—Yo no conocí a esas mujeres —dice Anna—. Así que no puedo hablar de lo que hicieron o no hicieron.
Por mi mente aparece fugazmente la imagen de Diane Bray, con su belleza arrogante herida, destruida y crudamente exhibida sobre el colchón desnudo del interior de su dormitorio. Cuando terminamos con ella estaba completamente irreconocible: él parecía haberla odiado incluso más que a Kim Luong; más que a las mujeres que creemos él asesinó en París antes de venir a Richmond. Le pregunto a Anna en voz alta si Chandonne se reconoció en Bray y si eso habrá excitado al nivel más alto su odio hacia sí mismo. Diane Bray era astuta y helada. Era una mujer cruel y abusaba del poder en la misma medida en que respiraba el aire.
—Tú tenías toda la razón del mundo para odiarla —es la respuesta de Anna. Eso frena mi actividad mental. No contesto enseguida. Trato de recordar si alguna vez dije que odiaba a alguien o, peor aún, si de hecho realmente me he sentido culpable por ello. Odiar a otra persona está mal. El odio es un crimen del espíritu que conduce a los crímenes de la carne. El odio es lo que trae tantos pacientes a mi puerta. Le digo a Anna que yo no odiaba a Diane Bray, aunque ella haya convertido en su misión dominarme y casi tuvo éxito en lograr que me echaran de mi trabajo. Bray era una mujer patológicamente celosa y ambiciosa. —Pero no —le digo a Anna—, yo no odié a Diane Bray. Termino diciendo que ella era una mala persona, pero que no se merecía lo que él le hizo. Y, por cierto, ella no se lo buscó.
—¿No lo crees? —Anna pone todo en tela de juicio. —¿No crees que él le hizo, simbólicamente, lo que ella te estaba haciendo a ti? Obsesión. Meterse con violencia en tu vida cuando tú eras vulnerable. Atacar, degradar, destruir: una propensión a dominar que la excitaba, quizás incluso sexualmente. ¿Qué es lo que me has dicho tantas veces? Que las personas mueren de la manera en que han vivido.
—Es cierto en muchas personas. —¿Y ella?
—¿Simbólicamente, como tú dices? —contesto—. Tal vez. —¿Y tú, Kay? ¿Casi moriste de la forma en que viviste? —Yo no morí, Anna.
—Pero estuviste a punto de hacerlo —repite ella—. Y antes de que él se presentara a tu puerta, casi te habías dado por vencida. Casi dejaste de vivir cuando Benton murió.
Los ojos se me llenan de lágrimas.
—¿Qué crees que te podría haber pasado a ti si Diane Bray no hubiera muerto? —Pregunta entonces Anna.
Bray dirigía el departamento de policía de Richmond y tenía engañadas a las personas importantes. En muy poco tiempo se había forjado un nombre en toda Virginia e, irónicamente, al parecer, su narcisismo y su hambre de poder y reconocimiento puede haber sido lo que atrajo a Chandonne hacia ella. Me pregunto si él la habrá estado acechando primero. Me pregunto si me acechó a mí, y supongo que la respuesta a las dos preguntas es que sin duda lo hizo.
—¿Te parece que seguirías siendo jefa de médicos forenses si Diane Bray estuviera viva? —Anna me mira fijo.
—Yo no le habría permitido ganar. —Pruebo la sopa y mi estómago se agita. —Por diabólica que ella haya sido, yo no se lo permitiría. Mi vida depende de mí. Jamás dependió de ella. Mi vida es mía para ser feliz o para arruinarla. —Quizá te alegra que esté muerta —dice Anna.
—El mundo está mejor sin ella. —Aparto de mí el individual y todo lo que tiene encima. —Ésa es la verdad. El mundo está mejor sin personas como ella. El mundo estaría mejor sin él.