Todos asienten.
—Sí, un verdadero infierno —me dice la jurado del vestido floreado, como si yo no lo supiera—. Ya lo creo que pasó por un infierno. ¿Puedo hacerle una pregunta? Podemos preguntar, ¿no es así?
—Por favor, adelante —contesta Berger.
—Sé lo que yo pienso —dice la jurado del vestido floreado, siempre dirigiéndose a mí—. Pero, ¿sabe una cosa? Se lo diré. Por la forma en que me criaron, si una no decía la verdad le daban una buena paliza en el trasero, y bien fuerte por cierto.—Echa hacia adelante el mentón como muestra de una indignación virtuosa. —Nunca oí hablar de gente que hiciera las cosas de las que se habló aquí. Me parece que nunca voy a poder volver a dormir por las noches. Y lo digo en serio.
—Sí, me doy cuenta —contesto.
—De modo que no me voy a andar con rodeos. —Me mira fijo y con los brazos rodea con fuerza su enorme cartera gris. —¿Lo hizo usted? ¿Mató a esa mujer policía?
—No, señora —respondo con mayor firmeza de la que recuerdo—. No lo hice.
Aguardamos una reacción. Todos están muy callados, nadie habla, no hay más preguntas. Los jurados ya están convencidos. Berger se acerca a su mesa y recoge sus papeles. Los endereza y empareja los bordes golpeándolos contra la superficie de la mesa. Deja que el ambiente se serene antes de levantar la vista. Mira a cada uno de los jurados y después me mira a mí.
—No tengo más preguntas —dice—, señoras y señores. —Se acerca al palco de los jurados y se apoya en la barandilla como si espiara el interior de una enorme embarcación, y lo es, realmente. La señora del vestido floreado y sus colegas son mi pasaje para salir de aguas peligrosas.
—Soy una profesional que siempre busca la verdad. —Berger se describe con palabras que jamás oí que un fiscal utilizara. —Mi misión es buscar la verdad y respetarla. Por eso se me pidió que viniera aquí a Richmond: para poner de manifiesto la verdad absoluta y cierta. Ahora bien, todos ustedes han oído decir que la justicia es ciega. —Aguarda un momento y acusa recibo de los movimientos de cabeza afirmativos. —Pues bien, la justicia es ciega en el sentido de que siempre debe ser independiente, imparcial y equitativa para con todas las personas. Pero —dice y hace un recorrido visual por las caras de todos los jurados—, no somos ciegos frente a la verdad, ¿no? Hemos visto lo que ha sucedido en esta sala. Me doy cuenta de que ustedes entienden lo que ha ocurrido en esta sala y no son ciegos. Habría que ser ciego para no ver lo que es tan obvio. Esta mujer —Vuelve a mirarme y me señala—, la doctora Scarpetta, no se merece más preguntas nuestras, dudas, sondeos dolorosos. En conciencia, yo no puedo permitirlo.
Berger hace una pausa. Los jurados están como petrificados y casi no parpadean cuando la miran.
—Señoras y señores, gracias por brindarnos su decencia, su tiempo, su deseo de hacer lo correcto. Ahora pueden regresar a su trabajo, a su hogar, a su familia. Ahora quedan en libertad. La causa queda desestimada. Tengan ustedes buenos días.
La señora del vestido floreado sonríe y suspira. Los jurados comienzan a aplaudir. Buford Righter se mira las manos, que tiene entrelazadas debajo de la mesa. Yo me pongo de pie y la sala gira frente a mis ojos cuando abro la puerta vaivén y abandono la barra de los testigos.
Minutos después.
Tengo la sensación de estar emergiendo de un apagón parcial y evito el contacto visual con los reporteros y otras personas que aguardan del otro lado de la puerta de vidrio cubierta con papel marrón >que me ocultó del mundo exterior y ahora me devuelve a él.
Berger me acompaña a la sala cercana y pequeña para testigos, y Marino, Lucy y Anna se ponen enseguida de pie, después de estar aguardando con una mezcla de susto y excitación. Intuyen lo que ha sucedido y yo sencillamente asiento y logro decir:
—Bueno, está todo bien. Lo de Berger fue magistral. —Finalmente decido llamar a Berger por su primer nombre y tutearla, mientras vagamente mi mente registra el hecho de que, aunque he estado infinidad de veces en esta salita para testigos a lo largo de la última década, esperando para explicarles una muerte a los jurados, jamás imaginé que algún día estaría en este juzgado para explicarme a mí misma.
Lucy me abraza, me alza y yo hago una mueca por mi brazo herido y, al mismo tiempo, me echo a reír. Abrazo a Anna. Abrazo a Marino. Berger aguarda junto a la puerta y, por una vez, no se inmiscuye. La abrazo también a ella, quien comienza a meter carpetas y anotadores en su maletín y se pone el abrigo.
—Me voy —Anuncia, de nuevo muy formal, pero yo detecto su alegría. Maldición, está orgullosa de sí misma y tiene por qué estarlo.
—No sé cómo agradecerte —Le digo, con el corazón rebosante de gratitud y respeto—. Ni siquiera sé qué decir, Jaime.
—Amén —exclama Lucy. Mi sobrina usa un traje negro y tiene el aspecto de una atractiva abogada o médica o lo que sea que quiere parecer. Por la forma en que mira a Berger comprendo que Lucy reconoce lo atractiva e imponente que es esa mujer. Lucy no deja de mirarla y de felicitarla. Mi sobrina es una persona muy efusiva. De hecho, le está coqueteando. Lucy trata de seducir a mi fiscal especial.
—Tengo que volver a Nueva York —me dice Berger—. ¿Recuerdas la causa importante que tengo allá? —Me recuerda secamente el caso de Susan Pless. —Bueno, ahora, a trabajar. ¿Cuándo podrías estar allá para que podamos repasar juntas la causa de Susan? —Y Berger lo dice muy en serio, creo.
—Ve —dice Marino en su traje arrugado color azul Marino, con el que usa una corbata roja que es demasiado corta. En su cara noto tristeza. —Ve a Nueva York, Doc. Ve ahora. Sin duda no querrás quedarte aquí por un tiempo. Aguarda a que el revuelo se serene.
Yo no contesto, pero él tiene razón. Por el momento estoy casi sin habla.
—¿Le gustan los helicópteros? —Le pregunta Lucy a Berger.
—Nadie podrá nunca meterme en esa cosa —Acota Anna—. No existe ninguna ley de la física que justifique que una de esas cosas sea capaz de volar. Ni una.
—Sí, claro. Y tampoco hay ninguna ley de la física que explique por qué los abejorros vuelan —contesta Lucy de buen humor—. Esos bichos gordos con alas minúsculas.
Brrrrrrr
: Imita el vuelo de un abejorro moviendo como loca los dos brazos.
—Mierda. ¿De nuevo estás tomando drogas? —Marino pone los ojos en blanco.
Lucy me rodea con un brazo y juntas salimos de la sala para testigos. A esta altura ya Berger está junto a la puerta del ascensor, sola, con el maletín debajo del brazo. La flecha hacia abajo está encendida junto al botón de llamada y las puertas se abren. Mira casi con lástima a la gente que baja del ascensor y llega para su día del juicio o para mirar cómo alguien pasa por ese infierno. Berger sostiene la puerta abierta para Marino, Lucy, Anna y yo. Los reporteros están al acecho, pero ni se molestan en tratar de acercarse a mí porque con movimientos de la cabeza dejo bien en claro que no tengo nada que comentar y que por favor me dejen en paz. La prensa no sabe lo que acaba de suceder en el procedimiento del jurado de acusación. El mundo no lo sabe. A los periodistas no les estaba permitido entrar en la sala del juzgado, aunque es evidente que saben que yo debía comparecer hoy. La noticia se había filtrado. Habrá más indiscreciones, de eso estoy segura. No me importa, pero me doy cuenta de que Marino tiene el buen tino de sugerirme que salga de la ciudad, al menos por un tiempo. Mi estado de ánimo decae lentamente mientras el ascensor desciende. Con una sacudida nos detenemos en la planta baja. Enfrento la realidad y tomo una decisión.
—Iré —Le digo a Jaime Berger en voz baja cuando salimos del ascensor—. Tomemos el helicóptero y vayamos a Nueva York. Para mí será un honor ayudarte en lo que esté a mi alcance. Ahora me toca a mí, señora Berger.
Berger se detiene un momento en ese lobby ruidoso y lleno de gente y se pasa el maletín gordo y zaparrastroso al otro brazo. Una de las manijas de cuero se ha desprendido. Se topa con mi mirada.
—Jaime —me recuerda—. Te veré en tribunales, Kay —dice.