He desarrollado un ritual en la casa de Anna: cada mañana voy a la cocina y me sirvo un café que estaba programado para empezar a filtrarse exactamente a las cinco y media de la mañana. Vuelvo a mi cuarto, cierro la puerta, me siento junto a la ventana y me pongo a escribir frente a un cuadrado de vidrio de total oscuridad. La primera mañana que pasé aquí yo bosquejaba clases que tengo que dar en la escuela de investigación de muertes del Instituto. Pero las fatalidades del transporte, la asfixia y la radiología forense abandonaron mi mente por completo cuando la vida en el río se vio tocada por la primera luz.
Esta mañana contemplé una vez más ese espectáculo. A las seis y media la oscuridad se fue aclarando hasta volverse de color gris carbón y minutos después yo alcanzaba a distinguir las siluetas de los sicómoros y los robles desnudos; luego las llanuras oscuras se transformaron en agua y tierra. La mayoría de las mañanas el río está más caliente que el aire y la bruma cubre la superficie del James. En este momento se parece al río Styx y casi aguardo que un hombre macilento y fantasmal cubierto de harapos pase remando por él a través de velos de bruma. No espero ver animales hasta más cerca de las ocho, y confieso que se han convertido en un gran consuelo para mí. Me he enamorado de los gansos canadienses que se congregan junto al muelle de Auna en medio de un coro de graznidos. Las ardillas se lo pasan subiendo y bajando de los árboles, sus colas curvadas como penachos de humo. Los pájaros revolotean cerca de mi ventana y me miran a los ojos como para averiguar qué estoy espiando. Los ciervos corren por entre bosques invernales desnudos en la otra margen del río y halcones de cola roja descienden en picada.
En raros y privilegiados momentos soy bendecida por águilas calvas. La envergadura de sus alas es enorme, sus cascos y pantalones blancos las hacen inconfundibles, y siento un gran consuelo porque las águilas vuelan bien alto y en soledad y no parecen tener las mismas agendas que otras aves. Las observo volar en círculos o posarse por un momento en un árbol, no quedarse en un lugar mucho tiempo y desaparecer, dejando que yo me pregunte, al igual que Emerson, si me acaban de enviar una señal. He descubierto que la naturaleza es bondadosa. El resto de las cosas con las que vivo en la actualidad no lo es.
Hoy es lunes 17 de enero y sigo exiliada en casa de Anna, o al menos es eso lo que siento. El tiempo pasa con lentitud, casi parece estancado, como el agua más allá de mi ventana. Las corrientes de mi vida se mueven en una dirección casi imperceptible, y no existe ninguna posibilidad de desviar su inevitable avance. Las fiestas llegaron y se fueron, y me reemplazaron el yeso con vendajes y un entablillado. Conduzco un auto alquilado porque tienen retenido mi Mercedes para futuras investigaciones, en el parque ubicado en la calle Hull y Commerce Road, que no está atendido por la policía veinticuatro horas por día y donde no hay ningún perro guardián. En la víspera de Año Nuevo, alguien rompió el cristal de una ventanilla y robó mi radiotransmisor, la radio AM-FM, el reproductor de CD y sólo Dios sabe qué más. Adiós a la cadena de pruebas, le dije a Marino.
Se han producido novedades en el caso Chandonne. Tal como yo lo sospechaba, cuando el líquido espermático del caso de Susan Pless se testeó originalmente en 1997, sólo se usaron cuatro sondas. La oficina de médicos forenses de Nueva York sigue utilizando todavía cuatro sondas para el primer screening porque se lleva a cabo allí mismo y, por lo tanto, resulta más económico recurrir primero a ellas. La extracción congelada se volvió a testear utilizando quince loci, y el resultado es una no coincidencia. Jean-Baptiste Chandonne no era el donante del líquido espermático, y tampoco lo fue su hermano Thomas. Pero tienen tantos alelos en común, y los perfiles de ADN son tan increíblemente parecidos, que sólo podemos suponer que existe un tercer hermano, y es este tercer hermano el que tuvo relaciones sexuales con Susan. Quedamos estupefactos. Berger no lo puede creer.
—El ADN ha dicho la verdad y nos ha jodido a todos —me dijo Berger por teléfono. Las marcas de mordeduras coinciden con la dentadura de Chandonne, y su saliva y su pelo estaban sobre el cadáver ensangrentado, pero él no tuvo sexo vaginal con Susan Pless justo antes de que ella muriera. Es posible que eso no sea suficiente para un jurado en esta época del ADN. Un gran jurado de Nueva York tendrá que decidir si es suficiente para un auto de acusación, y me sonó increíblemente irónico cuando Berger lo dijo. No parece requerir mucho acusarme a mí de homicidio: solamente un rumor y un supuesto intento y el hecho de que yo realicé algunos experimentos con un martillo cincelador y salsa para parrillada.
Durante semanas esperé la citación. Ayer llegó, y el asistente del sheriff se mostró tan jovial como siempre cuando se presentó en mi oficina, supongo que sin darse cuenta de que, esta vez, el caso me involucra a mí como acusada y no como testigo experto. Se me pide que me presente en la sala 302 del Edificio de Tribunales John Marshall para testificar frente a un jurado especial de acusación. La audiencia se fija para el martes 1° de febrero a las dos de la tarde.
Algunos minutos después de las siete estoy de pie dentro del vestidor, abriéndome camino entre trajes y blusas para ver qué necesitaré este día. Por Jack Fielding ya sé que tenemos seis casos y dos de los médicos están en tribunales. A las diez tengo una conferencia telefónica con el gobernador Mitchell. Elijo un traje negro de saco y pantalón con pequeñas rayas azules y una blusa azul con puños franceses. Voy a la cocina en busca de otra taza de café y un
bowl
con cereales con un alto nivel proteico que Lucy trajo. No pude menos que reírme cuando prácticamente me rompí los dientes al masticar su regalo sanísimo y crocante. Mi sobrina está decidida a hacer que yo emerja de mi vida malsana como un ave fénix. Enjuago platos, termino de vestirme y voy camino a la puerta de calle cuando empieza a vibrar mi
pager
. El número de Marino aparece en el
display
y es seguido por el 911.
Estacionado en el camino de entrada de Anna está el más reciente cambio en mi vida: el auto alquilado. Es un Ford Explorer azul medianoche que tiene olor a cigarrillos viejos y siempre olerá a cigarrillos viejos a menos que yo haga lo que Marino sugirió y ponga un desodorante de ambientes en el tablero. Enchufo el teléfono celular en el encendedor de cigarrillos y lo llamo.
—¿Dónde estás? —Pregunta enseguida.
—Camino a la autopista.—Enciendo la calefacción y los portones de Anna se abren para permitirme salir. Ni siquiera me detengo a tomar el periódico, que Marino me dice después que debo ver, porque es evidente que todavía no lo he leído ya que de lo contrario me habría apresurado a llamarlo.
—Demasiado tarde —le digo—. Ya estoy en Cherokee.—Endurezco mis músculos como una criatura que flexiona los músculos del estómago cuando desafía a alguien a darle un puñetazo en la barriga. —Así que, cuéntamelo. ¿Qué hay en el periódico? —Supongo que lo de la investigación del jurado especial de acusación ya se ha filtrado a la prensa, y tengo razón. Conduzco el auto a lo largo de Cherokee y el nuevo clima invernal sigue disolviéndose en gotitas y charcos y la nieve fangosa resbala con pereza de los techos.
—«Jefa de médicos forenses sospechosa en homicidio macabro» —Marino me lee los titulares de primera plana. —Hay también un retrato tuyo —Agrega—. Parece ser una de las fotos que esa hija de puta te tomó frente a tu casa. La mujer que resbaló en el hielo, ¿recuerdas? Te muestra subiendo a mi pickup. El vehículo salió muy bien, no así tú…
—Sólo cuéntame qué dice —Lo interrumpo.
Él lee el artículo mientras yo abrazo las curvas cerradas de Cherokee Road. «Un jurado especial de acusación de Richmond me está investigando en el homicidio de la subjefa de policía Diane Bray», dice el periódico. La noticia se describe como escandalosa y bizarra y tiene furiosos a los integrantes de las fuerzas del orden. Aunque el abogado del estado de Virginia, Buford Righter, se negó a hacer comentarios, fuentes anónimas aseguran que Righter instigó dicha investigación con gran dolor, después de que se presentaron testigos con declaraciones y la policía encontró pruebas que era imposible pasar por alto. Fuentes anónimas adicionales alegan que yo sostuve una acalorada discusión con Bray, quien me consideraba incompetente e indigna de seguir siendo la jefa de médicos forenses de Virginia. Bray trataba de hacerme echar de mi cargo y le confió a gente, antes de su asesinato, que yo la había enfrentado en varias ocasiones y la había intimidado y amenazado. Las fuentes aseguran que existen indicadores que apuntan a la posibilidad de que yo haya hecho las cosas de modo que pareciera que el asesinato de Bray se pareciera al homicidio brutal de Kim Luong, etcétera, etcétera.
Ahora estoy en Huguenot Road, en medio del tráfico de las horas pico. Le digo a Marino que se calle, que ya he oído suficiente.
—Pero todavía sigue bastante —dice.
—De eso estoy segura.
—Deben de haber estado trabajando en esa noticia durante las fiestas porque tienen toda clase de material acerca de ti y de tu pasado. —Oigo el ruido que hace Marino al pasar de página. —Incluso material acerca de Benton y su muerte, y de Lucy. Incluso hay un enorme cuadro con tus datos personales: adonde estudiaste, Cornell, Georgetown, Hopkins. Las fotos de las páginas de adentro son buenas. Hay también una de ti y de mí juntos en una escena del crimen. Oh, mierda, es la escena del crimen de Bray.
—¿Qué dice de Lucy? —Pregunto.
Pero Marino está fascinado con la publicidad, por lo que deben de ser grandes fotografías que nos muestran a él y a mí trabajando juntos.
—Nunca vi nada igual. —Más ruido de páginas. —Y esto sigue y sigue, Doc. Hasta el momento he contado cinco artículos firmados. Deben de haber puesto a trabajar a todo el equipo periodístico sin que nosotros lo supiéramos. Incluso una fotografía aérea de tu casa…
—¿Qué pasa con Lucy? —Pregunto con más fuerza—. ¿Qué dice de Lucy?
—Bueno, maldición, hasta hay una foto tuya con Bray en el estacionamiento de la escena de Luong, en el minimercado. Y por la cara de las dos, parece que cada una quisiera comerse a la otra…
—¡Marino! —Levanto la voz. Es todo lo que puedo hacer para concentrarme en la conducción del auto. —¡Suficiente!
Pausa. Después:
—Lo siento, Doc. Por Dios, sé que esto es espantoso, pero sólo había tenido tiempo de ver la primera plana antes de conseguirte por teléfono. No tenía idea. Lo siento. Nunca vi nada así, a menos que se trate de la muerte de alguien muy, muy famoso.
Los ojos se me llenan de lágrimas. No le señalo la ironía de lo que acaba de decir. Tengo la sensación de haber muerto.
—Permíteme que vea lo de Lucy —dice Marino—. Es más o menos lo que cabía esperar. Dice que es tu sobrina pero que siempre fuiste más su madre, que se graduó
cum laude
en la Universidad de Virginia, habla de su accidente automovilístico, dice que es gay, que pilotea helicópteros, habla del FBI, del ATF, bla, bla, bla. Y que casi le disparó a Chandonne en el jardín del frente de tu casa. Supongo que ése es el punto más importante. —Marino vuelve a convertirse en una persona irritada. Por mucho que él se muestre hostil con Lucy, no le gusta nada que los demás la censuren. —No dice que ella está de licencia administrativa ni que tú te ocultas en casa de Anna. Al menos hay algo que esos imbéciles no descubrieron.
Me acerco a la calle Cary Oeste.
—¿Dónde estás tú? —Le pregunto.
—En las oficinas centrales. A punto de enfilar hacia ti —contesta—. Porque tendrás una recepción muy especial. —Se refiere a la prensa. —Pensé que te vendría bien que alguien te acompañara. Además, hay algo que quiero repasar contigo. Y pensé, además, que podríamos intentar un pequeño truco, Doc. Iré primero a tu oficina y dejaré mi pickup. Quiero que tú detengas el auto al frente, en la calle Jackson, en lugar de pegar la vuelta hasta el estacionamiento de atrás, que entres y yo te estacionaré el auto. Hay como treinta reporteros, fotógrafos y gente de televisión acampando en tu estacionamiento, esperando que te presentes.
Al principio estoy de acuerdo con él, pero después lo pienso mejor.
—No —digo—. No estoy dispuesta a entrar en el juego de esconderme o levantar las carpetas o el saco para ocultar mi cara de las cámaras, como si fuera una delincuente o una mañosa. Absolutamente no.
Le digo a Marino que lo veré en mi oficina, pero que estacionaré en el lugar de costumbre y me enfrentaré a los medios. Por lo visto, mi tozudez salió a relucir. Y, además, no veo qué puedo perder haciendo lo de siempre y diciendo la verdad. Y la verdad es que yo no maté a Diane Bray. Jamás se me cruzó por la cabeza hacerlo, aunque confieso que le tenía más antipatía que a nadie que haya conocido en toda mi vida.
En la calle Nueve freno delante de la luz roja de un semáforo y me pongo el saco del traje. Me miro en el espejo retrovisor para comprobar si sigo razonablemente entera. Me retoco un poco los labios y me paso los dedos por el pelo. Enciendo la radio y me preparo a oír el primer flash informativo. Supongo que las emisoras de radio interrumpirán sus programas con frecuencia para recordarle a todo el mundo que yo represento el primer escándalo del nuevo milenio.
—«… Tengo que decir esto, Jim. Quiero decir, es alguien que podría cometer el crimen perfecto y salir indemne…»
—«Bromeas. Como sabes, yo la entrevisté una vez y…»
Cambio de emisora y después a otra al oír que se burlan de mí y me degradan o me acusan porque alguien filtró a los medios lo que se supone es el procedimiento legal más secreto y sagrado. Me pregunto quién violó su código de silencio y, lo que es aún más triste, varios nombres desfilan por mi mente. No confío en Righter. Pero tengo también otro sospechoso: Jay Talley, y apuesto a que también él fue citado. Trato de calmarme, me dirijo a mi estacionamiento y veo las furgonetas de emisoras de radio y canales de televisión que festonean la calle Cuatro y la cantidad de gente que me espera con cámaras, micrófonos y anotadores.
Ni uno de los reporteros advierte mi Explorer azul oscuro porque no lo esperaban, y en ese momento yo me doy cuenta de que he cometido un grave error táctico. Hace días que manejo un auto alquilado y hasta este momento no se me ocurrió que podrían preguntarme la razón. Giro hacia mi espacio reservado junto a la puerta principal y entonces me ven. La multitud avanza hacia mí como cazadores detrás de una presa grande y yo me obligo a interpretar mi papel. Soy la jefa. Me muestro reservada, aplomada y sin miedo. No he hecho nada malo. Me bajo del auto y me tomo tiempo para recoger mi maletín y una pila de carpetas del asiento de atrás. Me duele el codo debajo de capas y capas de vendas elastizadas y se oye el clic de las cámaras y los micrófonos me apuntan como pistolas que se amartillan y se preparan a disparar.