—Lo único que hace es ir repasando la lista —Le contesto—. Cualquier persona conectada con nosotros o con Benton que podría estar relacionada con el crimen organizado. Y Rocky es en uno de los que enseguida se piensa. —Paso entonces a contarle lo que Berger me reveló acerca de Benton y el caso de Susan Pless.
—Pero Benton estaba recibiendo todas esas amenazas de porquería antes de que Susan fuera asesinada —dice—. Así que, ¿por qué habría alguien de hacerle la vida imposible si él todavía no se había puesto a husmear por todas partes? ¿Por qué habría Rocky de hacerlo, por ejemplo? Supongo que eso es lo que estás pensando, ¿no? Que tal vez era Rocky el que le mandaba esas cosas.
No tengo respuesta. No lo sé.
—Bueno, supongo que vas a tener que conseguir el ADN de Doris y de mí, porque yo no tengo nada de Rocky. Ni siquiera un pelo. Podrías hacer eso, ¿no? ¿Si tuvieras el ADN de la madre y del padre, entonces podrías compararlos con algo como saliva?
—Podríamos obtener un linaje y al menos saber que el hijo de ustedes no puede descartarse como contribuyente del ADN de las estampillas.
—Está bien —dice Marino—, si eso es lo que quieres hacer. Puesto que Anna no está, ¿puedo fumar aquí adentro?
—Yo no me animaría —respondo—. ¿Qué me dices de las huellas dactilares de Rocky?
—Olvídalo. Además, no me parece que Benton haya tenido mucha suerte con las huellas. Quiero decir, es evidente que él testeó las cartas en busca de huellas y allí parece terminar todo. Y sé que tú no quieres oír esto, pero tal vez sería bueno que estuvieras segura de cuál es la razón por la que te estás metiendo en todo esto. No te embarques en una caza de brujas porque quieres vengarte del hijo de puta que puede haberle mandado esas cosas a Benton y tal vez tuvo que ver con el hecho de que lo mataran. No vale la pena. Sobre todo si piensas que Carrie lo hizo. Ella está muerta. Deja que se pudra.
—Sí que vale la pena —digo—. Si puedo saber con seguridad quién le envió esas cartas, para mí vale la pena.
—Mmmm. Él dijo que Último Intento era el lugar donde terminaría. Y bueno, parece que fue así —reflexiona Marino—. Nosotros somos Último Intento y estamos trabajando en su caso. ¿No es increíble?
—¿Piensas que él se llevó ese archivo a Filadelfia porque quería asegurarse de que nos llegara a ti o a mí?
—¿Si algo llegaba a pasarle? —Asiento.
—Quizá —dice—. A él le preocupaba la idea de que no estaría mucho tiempo más aquí y quería que nosotros encontráramos ese archivo si algo le pasaba.
Y es también extraño. No es que él diga mucho en ese archivo: es más bien que sabía que otras personas podían verlo y no quería que la persona equivocada viera su contenido. ¿No te parece interesante que en el archivo no figure ningún nombre? Es como si él tuviera sospechosos, pero nunca se los mencionó a nadie.
—Sí, el archivo es bastante críptico —Coincido con él.
—¿Quién temía Benton que lo viera? ¿Los policías? Porque si algo le ocurría, sabría que los policías le revisarían todo. Y lo hicieron. Los policías de Filadelfia revisaron todo lo que había en su habitación del hotel y después me lo pasaron a mí. Seguro que él se imaginaba que tú verías ese material en algún momento. Y, quizá, también Lucy.
—Creo que la cuestión es que él no podía estar seguro de quién vería el archivo. Así que fue cauteloso, punto. Y Benton tenía fama de ser cauteloso.
—Para no mencionar que estaba ayudando al ATF De modo que puede haber pensado que los del ATF verían el archivo, ¿sí? Lucy es del ATF McGovem es del ATF y tenía a su cargo el equipo de emergencias que se ocupaba de los fuegos artificiales que Carrie y su ayudante encendían para disfrazar el hecho de que tenían el morboso pasatiempo de cortarles la cara a las personas y arrancárselas, ¿no es así? —Marino entrecierra los ojos. —Talley es del ATF —dice—. Tal vez deberíamos obtener el ADN de ese hijo de puta. Una verdadera lástima. —De nuevo esa mirada suya. Creo que Marino nunca me perdonará que yo me haya acostado con Jay Talley. —Probablemente tú tuviste su maldito ADN. En París. ¿No te habrás quedado con una mancha que a lo mejor te olvidaste de lavar?
—Cállate, Marino —digo en voz baja.
—Tengo síndrome de abstinencia. —Se pone de pie y se acerca al gabinete de licores. Ahora es el momento del bourbon. Se sirve Booker's en un vaso y vuelve a la mesa. —¿No sería increíble que Talley estuviera metido en todo esto hasta la verija? Tal vez por eso quería llevarte a Interpol. Quería freírte los sesos para averiguar si quizá tú sabías lo que Benton sí sabía. Porque, ¿sabes una cosa? Es posible que cuando Benton empezó a meter la nariz después del asesinato de Susan, Talley pensara que Benton se estaba acercando demasiado a una verdad que él no podía darse el lujo de que nadie supiera.
—¿De qué hablan ustedes dos? —Lucy está en la cocina. Yo no la oí entrar.
—Parece un trabajo a la medida para ti. —Marino la mira con sus ojos hinchados mientras vuelve a llenar su vaso con bourbon—. ¿Por qué tú y Teun no investigan a Talley y descubren la porquería que es? A propósito —esto me lo dice a mí—, por si no lo sabías, él es uno de los tipos que se llevaron a Chandonne en auto a Nueva York. ¿No te parece interesante? Primero presencia la entrevista de Berger. Después pasa seis horas en el auto con él. Bueno, bueno, si lo más probable es que a esta altura ya sean buenos camaradas… si es que no lo eran antes.
Lucy mira por la ventana de la cocina, las manos en los bolsillos del jean, evidentemente disgustada e incómoda con Marino. Él suda y maldice, tiene un equilibrio precario y de pronto está lleno de odio y de rencor y al minuto siguiente se muestra hosco y malhumorado.
—¿Sabes qué es lo que no tolero? —Marino sigue machacando el mismo tema. —No tolero a los malos policías que se salen con la suya porque todos son demasiado cobardes para enfrentarlos. Y nadie quiere tocar a Talley o siquiera intentarlo, porque él habla tantos idiomas y estudió en Harvard y es un nene mimado y muy importante…
—Realmente no sabes lo que dices —Le dice Lucy a Marino y a esta altura ya McGovem también entra en la cocina.—Estás equivocado. Jay no es intocable y tú no eres la única persona de este planeta que tiene dudas con respecto a él.
—Tengo serias dudas —dice McGovern.
Marino se calla y se apoya contra la mesada.
—Yo puedo decirte lo que sabemos hasta ahora —me dice Lucy. Se muestra un poco renuente y habla con cierta dulzura porque, en realidad, nadie sabe bien qué siento yo con respecto a Jay. —Bueno, detesto tener que decírtelo porque todavía no hay nada definitivo. Pero las cosas no pintan bien hasta el momento.—Me mira como tratando de encontrar una pista.
—Bien —digo—. Adelante, dímelo.
—Sí, soy todo oídos —responde Marino.
—Lo pasé por bastantes bases de datos. No tiene antecedentes criminales ni de juzgados en lo civil, ningún embargo preventivo ni juicios ni nada. No es que esperáramos que estuviera registrado como delincuente sexual o padre que no pasa alimentos a su esposa o desaparecido o buscado en alguna parte. Y no hay pruebas de que el FBI, la CÍA o incluso el ATF tenga un legajo sobre él en sus sistemas de registros. Pero cuando hice una búsqueda simple de registros de bienes raíces, sí encontré algo. En primer lugar, tiene un departamento en Nueva York en el que ha permitido que se hospeden ciertos amigos selectos, incluyendo capitostes de las fuerzas del orden —Nos dice ella a Marino y a mí—. Una propiedad sobre Central Park que cuesta tres millones de dólares y, además, está lleno de antigüedades. Jay ha alardeado que el departamento le pertenece. Pues bien, no es así. Está registrado a nombre de una compañía.
—Es bastante frecuente que las personas adineradas tengan propiedades registradas a nombre de distintas compañías, por razones de privacidad y, también, para proteger diversos bienes de una litigación —Señalo.
—Ya lo sé. Pero esa compañía no es de Jay —responde Lucy—. No a menos que él sea el dueño de una compañía de fletes aéreos.
—Bastante raro, ¿no? —Añade McGovern—. Considerando todos los embarques en que está involucrada la familia Chandonne. De modo que tal vez existe una conexión. Pero es demasiado pronto para saberlo.
—No me sorprende nada —murmura Marino, pero sus ojos se encienden—. Sí, recuerdo bien cómo se pavoneaba por ser rico y haber estudiado en Harvard y todo eso, ¿no es verdad, Doc? Recuerda que yo me preguntaba por qué de pronto viajábamos en un Learjet y, después, en el Concorde rumbo a Francia. Yo sabía que Interpol no pagaba todo ese lujo.
—Él nunca debería haberse pavoneado por ese departamento —Comenta Lucy—. Es obvio que tiene el mismo talón de Aquiles que otros imbéciles: el ego.
—Me mira. —Él quería impresionarte, así que te lleva en un avión supersónico y dice que consiguió los pasajes porque eran para miembros de las fuerzas del orden. Y, seguro, sabemos que las líneas aéreas hacen cada tanto cosas así. Pero también estamos rastreando eso para averiguar a nombre de quién se hicieron esas reservas y con qué argumento.
—La pregunta del millón —Continúa McGovern— es, obviamente, si ese departamento pertenece o no a la familia Chandonne. Y ya se pueden imaginar cuántas capas será preciso atravesar para llegar a ellos.
—Demonios, lo más probable es que sean dueños de todo el maldito edificio —dice Marino—. Y también de la mitad de Manhattan.
—¿Qué me dices de los socios que integran esas sociedades? —Pregunto—. ¿Encontraste algunos nombres interesantes?
—Tenemos algunos nombres, pero todavía no representan nada significativo —contesta Lucy—. Estos casos con mucho papeleo llevan mucho tiempo. Los pasamos por la computadora y después hacemos lo mismo con todo y todos con los que están conectados y así sucesivamente.
—¿Y dónde encajan en esto Mitch Barbosa y Rosso Matos? —Pregunto—. ¿O no tienen algo que ver? Porque alguien tomó una llave de mi casa y la puso en el bolsillo del pantalón de Barbosa. ¿Piensan que lo hizo Jay?
Marino bufa y bebe un sorbo de bourbon.
—Pues él tiene mi voto —dice—. Creo que hizo eso y que también se robó tu martillo cincelador. No se me ocurre que ninguna otra persona pueda haberlo hecho. Conozco a cada uno de los hombres que entraron allí, a tu casa. A menos que lo hiciera Righter, y él es demasiado cobarde y no creo que sea un mal tipo.
No es que la sombra de Jay no se haya cruzado muchas veces antes en nuestros pensamientos. Sabemos que él estuvo en mi casa. Sabemos que me tiene mucho rencor. Todos nos preguntamos muchas cosas con respecto a su carácter, pero si él plantó la llave o la robó de mi casa y se la pasó a alguien más, entonces ello lo implica directamente en el homicidio-tortura de Barbosa y casi seguramente también en el de Matos.
—¿Dónde está Jay en este momento? ¿Alguien lo sabe? —Pregunto y escruto los rostros de todos.
—Bueno, estaba en Nueva York. Eso fue el miércoles. Después lo vimos ayer por la tarde en el condado de James City. Pero no tengo idea de dónde puede estar en este momento —responde Marino.
—Hay otro par de cosas que podrías querer saber —dice Lucy dirigiéndose a mí—. Una en particular es bien extraña, pero confieso que todavía no sé qué significa. Cuando en la computadora hice una búsqueda de créditos encontré dos Jay Talley con diferentes direcciones y diferentes números de seguro social. A un Jay Talley le otorgaron su número de seguro social en Phoenix entre 1960 y 1961. O sea que no podría ser el Jay a que nos referimos a menos que tuviera más de cuarenta años y, ¿qué edad tiene? ¿No es mucho mayor que yo? ¿Tendrá, cuando mucho, poco más de treinta? Al segundo Jay Talley que encontré le otorgaron el número de seguro social entre 1936 y 1937. No hay fecha de nacimiento, pero tendría que haber sido uno de los primeros que consiguió un número poco después de la Ley de Seguridad Social promulgada en 1935, así que sólo Dios sabe cuántos años tenía ya este Jay Talley en particular cuando le dieron un número. Tendría que tener por lo menos más de setenta, y vaya si se mueve de un lado a otro, usa casillas postales en lugar de direcciones físicas. También compró muchos autos, que a veces cambiaba varias veces por año.
—¿Talley te dijo alguna vez dónde había nacido? —me pregunta Marino.
—Dijo que había pasado casi toda su infancia en París y que, después, su familia se mudó a Los Ángeles —contesto—. Tú también estabas sentado en la cafetería cuando él me lo dijo. En Interpol.
—No existe ningún registro de que Jay Talley haya vivido en Los Ángeles —dice Lucy.
—Y, hablando de Interpol —dice Marino—. ¿No deberían haberlo verificado antes de dejarlo trabajar aquí?
—Obviamente pueden haberlo verificado, pero no a fondo —responde Lucy—. Es un agente del ATF Se da por sentado que está limpio.
—¿Y qué hay sobre un segundo nombre? —Pregunta Marino—. ¿Conocemos el suyo?
—No tiene un segundo nombre. No hay nada de eso en los archivos personales del ATF —McGovern sonríe con ironía. —Y tampoco lo tiene el Jay Talley que obtuvo su número de seguro social antes de la Gran Inundación. Eso solamente es bastante insólito. La mayoría de las personas tienen segundos nombres. El legajo de Talley que está en las oficinas centrales dice que nació en París y que vivió allí hasta los seis años. Pero, después de eso, supuestamente se mudó a Nueva York con su padre francés y su madre norteamericana, y no hay ninguna mención de Los Ángeles. En su solicitud para ingresar en el ATF él alega haber estudiado en Harvard, pero al investigar ese hecho descubrimos que no existe ningún registro de que ningún Jay Talley haya asistido nunca a Harvard.
—Dios —exclama Marino—. ¿La gente no verifica nada cuando se presentan esas solicitudes? ¿Sólo le toman a uno la palabra de que estudió en Harvard o es un becario Rhodes o que intervino en las Olimpíadas en la categoría salto con garrocha? ¿Lo contratan a uno, le dan una placa y un arma?
—Bueno, yo voy a darle vía libre a Asuntos Internos para que lo verifiquen más a fondo —dice McGovern—. Tenemos que procurar que nadie ponga sobre aviso a Talley, y es difícil saber quiénes son sus amigos en las oficinas centrales.
Marino levanta los brazos en el aire y se despereza. Su cuello cruje.
—De nuevo tengo hambre —dice.
El cuarto de huéspedes de la casa de Anna da al río y a lo largo de los días he armado algo así como un escritorio provisorio delante de la ventana. Esto requirió una pequeña mesa, que cubrí con una tela para no arañar su terminación satinada, y de la biblioteca saqué prestada una silla giratoria inglesa con tapizado de cuero color verde manzana. Al principio estaba consternada por haberme olvidado mi computadora laptop, pero descubrí un inesperado solaz en acercar la pluma fuente al papel y dejar que mis pensamientos fluyeran a través de mis dedos y quedaran estampados en tinta negra. Mi caligrafía es espantosa, y el concepto de que eso tiene algo que ver con el hecho de ser médica es probablemente cierto. Hay días en que tengo que firmar mi nombre o mis iniciales quinientas veces, y supongo que garabatear descripciones y medidas con las manos cubiertas por guantes ensangrentados también tuvo su participación.