Nos detenemos y permanecemos calladas mientras observamos los alrededores. No veo basura de ninguna clase: ni bolsas ni envases de rosetas de maíz ni ninguna otra señal de que Benny hubiera comido allí. Me acerco más a la soga. Stanfield la cortó a alrededor de un metro veinte del suelo y, puesto que Lucy es más atlética que yo, le sugiero que trepe hasta el mirador y saque la soga como es debido. Así, al menos, podremos echar un vistazo al nudo del otro extremo. Pero, primero, tomo fotografías. Probamos los peldaños clavados en el tronco del árbol, y parecen suficientemente firmes. Lucy está envuelta en una campera gruesa con relleno de duvet que no parece retrasar su ascenso y, cuando llega a la plataforma, primero pisa fuerte y tira de los tablones para asegurarse de que la sostendrán.
—Esto parece bastante resistente —me dice.
Le arrojo un rollo de cinta adhesiva para pruebas y ella busca sus herramientas. Una cosa buena de los agentes del ATF es que ellos llevan siempre su propio estuche de herramientas, que incluye hojas filosas, destornilladores, pinzas y tijeras. Esto se remonta a la necesidad de contar con ellas en escenas de incendios, básicamente para poder arrancar clavos de las suelas de la botas reforzadas con acero. Los agentes de ARE se ensucian mucho. Pisan en toda clase de suelos peligrosos. Lucy corta la soga por encima del nudo y vuelve a unir los extremos con la cinta adhesiva.
—Es sólo un nudo de rizo doble —dice y deja caer la soga y la cinta—. Un buen nudo de Boy Scout, con las puntas quemadas. Quienquiera cortó la punta, la quemó para que no se deshilachara.
Eso me sorprende un poco. Me parece raro que alguien se moleste con ese detalle si estuviera cortando soga para poder ahorcarse con ella.
—Es algo atípico —Le comento a Lucy cuando baja del árbol—. Creo que me atreveré a subir para echar un vistazo.
—Ten cuidado, tía Kay. Hay algunos clavos oxidados que sobresalen. Y mucha atención con las astillas —dice.
Me pregunto si Benny habría adoptado esa vieja plataforma como su fuerte. Me aferró con fuerza a un peldaño después de otro e inicio el ascenso, agradecida de tener pantalones caqui y botas hasta el tobillo. En el mirador hay un banco para que el cazador pueda sentarse cuando espera la aparición de un ciervo. Pruebo la resistencia del banco y quedo satisfecha, así que me siento. Benny era apenas unos tres centímetros más alto que yo, así que ahora tengo más o menos el mismo ángulo de visión que él, suponiendo que él subiera al mirador. Pero estoy convencida de que sí solía hacerlo. Alguien ha subido aquí. De lo contrario, el piso de la plataforma estaría cubierto de hojas secas, y no lo está.
—¿Te fijaste lo prolijo que está todo aquí? —Le grito a Lucy.
—Lo más probable es que todavía lo usen los cazadores —contesta ella.
—¿Qué cazador se va a tomar el trabajo de barrer las hojas secas a las cinco de la mañana? —Desde esta posición ventajosa tengo una buena vista del agua y alcanzo también a ver la parte de atrás del motel y su viscosa piscina. El humo se eleva en espirales de la chimenea de la casa de los Kiffin. Imagino a Benny sentado aquí espiando la vida mientras dibujaba y, quizá, escapando así de la tristeza que debe de haber sentido desde la muerte de su padre. Lo imagino demasiado bien al recordar mi propia vida de joven. El mirador para cazadores de ciervos sería el lugar perfecto para un muchachito solitario y creativo. A poca distancia, más adelante, en la orilla del agua, hay un roble muy alto con el tronco cubierto de kuzdu, como si fueran escupidas. Imagino un halcón sentado en una de sus ramas. —Creo que es posible que él haya dibujado aquel árbol —Le digo a Lucy—. Y de aquí tenía una vista perfecta del camping.
—Me pregunto si habrá visto algo —dice Lucy.
—No bromees —contesto—. Y alguien podría estar mirándolo a él —Agrego—. En esta época del año, con los árboles desprovistos de hojas, él podría haber sido visible aquí arriba. En especial si alguien tenía binoculares y también motivos para mirar en esta dirección. —Incluso mientras lo digo, se me ocurre que alguien podría estar mirándonos a nosotras en este mismo momento, un escalofrío me roza la piel y bajo del árbol. —Tienes tu arma en esa riñonera, ¿no? —Le pregunto a Lucy cuando mis pies se apoyan en el suelo—. Me gustaría seguir este sendero y ver adonde nos conduce.
Recojo la soga, la enrollo y la pongo en una bolsa plástica que después meto en un bolsillo del saco. La cinta adhesiva de pruebas va en mi bolso. Lucy y yo echamos a andar por el sendero. Encontramos más cápsulas servidas e incluso una flecha. Cuanto más nos internamos en el bosque, más se curva el sendero alrededor del arroyo, y el único ruido que se oye es el de los árboles que se quejan cuando el viento sopla con fuerza y el crujido seco de las ramas que se quiebran debajo de nuestro pies. Quiero ver si el sendero nos llevará hasta el otro lado del arroyo, y así es. Hasta el Motel Fort James es una caminata de apenas quince minutos, y terminamos en los bosques que hay entre el motel y la ruta 5. Benny podría haber venido aquí caminando después de la iglesia. Hay media docena de autos en el estacionamiento, algunos alquilados, y una imponente motocicleta Honda está cerca de la máquina expendedora de Coca Cola.
Lucy y yo avanzamos hacia la casa de los Kiffin. Señalo el camping donde encontramos las sábanas y el cochecito para bebé y experimento una mezcla de furia y de tristeza al pensar en Señor Peanut. No creo para nada en la historia de que, supuestamente, el animal se alejó para morir. Me preocupa la idea de que Bev Kiffin le haya hecho algo cruel, que quizá la haya envenenado, y me propongo preguntarle qué sucedió, junto con una serie de otras preguntas. No me importa cuál será la reacción de Bev Kiffin. Después de hoy, estaré fuera de servicio, suspendida de lo que es mi profesión. No puedo saber con certeza si alguna vez volveré a practicar medicina forense. Es posible que me echen y que quede marcada de por vida. Demonios, si hasta es posible que termine en la cárcel. Siento que alguien nos mira mientras subimos por los escalones del porche delantero de los Kiffin.
—Qué lugar tétrico —dice Lucy en voz muy baja.
Una cara nos espía desde detrás de las cortinas y después desaparece cuando el hijo mayor de Bev Kiffin me pesca mirándolo. Toco el timbre y el muchachito abre la puerta, el mismo que yo vi cuando estuve allí antes. Es grandote y corpulento y tiene una cara de expresión cruel salpicada con acné. No tengo idea de cuál es su edad, pero calculo que quizá doce, incluso catorce años.
—Usted es la señora que estuvo aquí el otro día —me dice con mirada severa.
—Así es —contesto—. ¿Puedes decirle a tu mamá que la doctora Scarpetta está aquí y necesita hablar un momento con ella?
Él sonríe como si conociera un secreto despreciable que cree que es divertido. Reprime una sonrisa.
—En este momento no se encuentra aquí. Está ocupada. —Su mirada se vuelve más dura y se dirige hacia el motel.
—¿Cómo te llamas? —Le pregunta Lucy.
—Sonny.
—Sonny, ¿qué fue de Señor Peanut? —Pregunto, como al pasar.
—Esa perra tonta —responde él—. Lo único que nos imaginamos es que alguien se haya robado a esa perra vieja e inservible. En primer lugar, no tenía una actitud amistosa con los desconocidos. En todo caso, lo que se podía esperar era que un auto la atropellara.
—¿Ah, sí? Qué pena —Le dice Lucy a Sonny—. ¿Qué te hace pensar que alguien se la robó?
De pronto, Sonny se siente pescado. En sus ojos aparece una expresión insulsa y comienza a decir una sarta de mentiras y a interrumpirse todo el tiempo.
—Bueno, un auto vino aquí por la noche. Yo lo oí, ya sabe, y una puerta se cerró y ella se puso a ladrar. Y después desapareció. Zack está tristísimo.
—¿Exactamente cuándo desapareció? —Pregunto.
—Qué sé yo. —Se encoge de hombros. —La semana pasada.
—Bueno, también Benny estaba muy apenado —Comento y quedo pendiente de su reacción.
De nuevo esa mirada helada en sus ojos.
—En la escuela los chicos lo llamaban marica. Y eso era, un marica. Por eso se mató. Todo el mundo lo dice —responde Sonny con sorprendente insensibilidad.
—Creí que ustedes dos eran amigos. —Lucy se está poniendo agresiva con él.
—El me tenía harto —es la respuesta de Sonny—. Venía todo el tiempo aquí a jugar con la maldita perra. No era mi amigo. Era amigo de Zack y de Señor Peanut. Yo no me mezclo con maricas.
Se oye el rugido de una motocicleta. La cara de Zack asoma por la ventana, a la derecha del frente de la casa, y está llorando.
—¿Benny vino aquí el domingo pasado? —Le pregunto directamente a Sonny—. ¿Después de la iglesia? Digamos, entre las doce y media y la una. ¿Comió hotdogs contigo?
Una vez más, Sonny es pescado. No esperaba el detalle de los
hotdogs
y ahora está en aprietos. Su curiosidad es mayor que su falta de veracidad y dice:
—¿Cómo sabe que comimos
hotdogsl
—Frunce el entrecejo cuando la motocicleta que vimos hace un momento ruge y se sacude por el sendero de tierra que une el motel con la casa de los Kiffin. Quienquiera la monta enfila directamente hacia nosotros, con campera de cuero rojo y negro, su cara oscurecida por un casco oscuro con visor tonalizado. Sin embargo, hay algo familiar en esa persona. De pronto lo descubro y quedo atónita: Jay Talley detiene la moto y se baja de ella revoleando una pierna por encima del enorme asiento.
—Sonny, entra en la casa —Le ordena Jay—. Ahora. —Lo dice con frialdad y familiaridad, como si conociera muy bien al chiquillo.
Sonny entra en la casa y la puerta se cierra. Zack ha desaparecido de la ventana. Jay se quita el casco.
—¿Qué haces aquí? —Le pregunta Lucy, y a la distancia veo que Bev Kiffin camina hacia nosotros con una escopeta en la mano. Viene del motel, de donde sólo puedo suponer que estuvo con Jay. Una serie de banderas rojas de peligro surgen en mi cabeza y ni Lucy ni yo hacemos la conexión suficientemente rápido. Jay abre el cierre de su gruesa campera de cuero y casi enseguida tiene un arma en la mano: una pistola negra que sostiene a un costado del cuerpo.
—Dios —dice Lucy—. Por el amor de Dios, Jay.
—Realmente desearía que ustedes no hubieran venido aquí —me dice con voz fría y serena—. Realmente desearía que no lo hubieran hecho. —Con la pistola indica el motel. —Vengan. Vamos a tener una pequeña charla.
Debo correr, pero no hay ningún lugar hacia el cual huir. Si yo echo a correr él podría dispararle a Lucy. Podría dispararme por la espalda. Él levanta la pistola y la apunta hacia el pecho de Lucy mientras le suelta la riñonera. Justamente él sabe bien qué hay adentro. Me torna el bolso y me palpa el cuerpo, asegurándose de explorarlo también íntimamente, para humillarme, para colocarme en mi lugar, para disfrutar de la furia que aparece en la cara de Lucy cuando ella se ve obligada a mirar.
—No lo hagas —Le digo a él en voz baja—. Jay, detente ya. Él sonríe y una sombría furia destella en una cara que podría ser griega. O italiana. O francesa. Bev Kiffin llega junto a nosotros y entrecierra los ojos cuando me ve. Usa la misma campera roja de leñador que llevaba puesta la otra semana, y tiene el pelo alborotado como si acabara de levantarse de la cama.
—Bueno, bueno —dice—. Por lo visto, algunas personas no reciben el mensaje de que no son bienvenidas, ¿no es así? —Mira a Jay y su mirada se demora en él.
Sin que me lo digan sé que acaban de acostarse juntos y cada palabra que Jay me ha dicho alguna vez se convierte en falsedad. Ahora entiendo por qué la agente Jilison Mclntyre se sorprendió cuando yo dije que el marido de Bev Kiffin trabajaba de camionero para Overland. Mclntyre era una agente encubierta. Ella llevaba la contabilidad de la compañía. Sin duda sabría si había allí un empleado de apellido Kiffin. La única conexión a esa compañía de transportes llena de delincuentes es la misma Bev Kiffin, y el contrabando de armas y de drogas que realizan está conectado con el cartel Chandonne. Respuestas. Ahora las tengo, y ya es demasiado tarde.
Lucy camina muy cerca de mí; su cara, una expresión pétrea. No exhibe ninguna reacción cuando nos conducen a punta de pistola junto a algunas casas rodantes herrumbradas que yo sospecho están desocupadas por una razón.
—Drogas de laboratorio —Le digo a Jay—. ¿También aquí fabrican drogas ilegales? ¿O quizás usan esas casas rodantes para almacenar rifles de asalto y otras cosas que terminan en las calles y matan gente?
—Kay, cállate —dice en voz baja—. Bev, ocúpate de ella. —Indica a Lucy—. Encuéntrale una habitación agradable y asegúrate de que esté cómoda.
Kiffin sonríe apenas. Toca la pantorrilla de Lucy con la escopeta. Ahora estamos en el motel; veo autos estacionados y ninguna señal de otros seres humanos. Pienso en Benton. El corazón me golpea en el pecho cuando caigo en la cuenta de lo que va a suceder. Bonnie y Clyde. Solíamos referirnos a Carrie Grethen y a Newton Joyce como Bonnie y Clyde. La pareja asesina. Y todo el tiempo estábamos tan seguros de que ellos eran los responsables de la muerte de Benton. Sin embargo, nunca supimos fehacientemente con quién se iba a reunir Benton aquella tarde en Filadelfia. ¿Por qué fue solo y no nos dijo nada a ninguno de nosotros? Él era demasiado inteligente como para hacer una cosa así. Jamás habría aceptado reunirse con Carrie Grethen o Newton Joyce o incluso un desconocido con información, porque jamás habría confiado en un desconocido con supuesta información, cuando estaba en una ciudad tratando de rastrear a una asesina serial astuta y malévola como Carrie. Me detengo en el estacionamiento mientras Kiffin abre una puerta y aguarda a que Lucy camine delante de ella y entre en uno de esos cuartos. La habitación 14. Lucy no gira la cabeza para mirarme y la puerta se cierra detrás de ella y Kiffin.
—Tú mataste a Benton, ¿no es así, Jay? —Lo digo como un hecho.
Él apoya una mano en mi espalda sin dejar de apuntarme con la pistola y me roza cuando se detiene detrás de mí y me dice que abra la puerta. Entramos en la habitación 15, la misma que Kiffin me mostró cuando yo quería ver qué clase de colchón y de sábanas usaba en esa pocilga.
—Tú y Bray —Le digo a Jay—. Por eso ella envió las cartas desde Nueva York, para que pareciera que eran de Carrie, para que Benton supusiera que estaban escritas desde Kirby, el lugar donde ella estaba prisionera.
Jay cierra la puerta y mueve la pistola casi con fatiga, como si yo fuera aburrida y él no estuviera disfrutando esto.