—Vayamos allá —le digo—.Tal vez Lucy acepte llevarnos.
Desde el hangar de Nueva York al HeloAir en Richmond es un vuelo de dos horas, y Lucy se sintió más que feliz de poder lucir el nuevo helicóptero de su compañía. El plan es simple. Ella nos recogerá a Jack y a mí y aterrizará en la granja, de donde los tres iremos a revisar el lugar donde Benny White supuestamente se mató. También quiero ver su cuarto. Después dejaremos a Jack en Richmond y yo regresaré a Nueva York con Lucy, donde me quedaré hasta la audiencia del jurado especial de acusación. Todo esto está planeado para mañana por la mañana, y el detective Stanfield no tiene ningún interés en reunirse con nosotros en la escena.
—¿Para qué? —Son las primeras palabras que salen de su boca—. ¿Para qué quieren ir allá?
Estuve a punto de mencionarle que el contenido gástrico no tiene ningún sentido y casi le pregunto a Stanfield si no observó nada que le resultara sospechoso o le llamara la atención. Pero me reprimo. Algo me impide hacerlo.
—Por favor, indíqueme cómo llegar a la casa de los White —Le digo.
Él describe el lugar donde vive la familia de Benny White, muy cerca de la ruta 5. Dice que no puedo equivocarme porque en la intersección hay un pequeño almacén y es allí donde debo doblar a la izquierda. Me proporciona marcas que no me servirán para nada en el aire. Por último logro sacarle que la granja está a menos de un kilómetro y medio del ferry, cerca de Jamestown, y es entonces cuando me doy cuenta por primera vez de que la granja de Benny White está muy cerca del motel y camping Fort James.
—Sí, claro —dice Stanfield cuando le hablo de esa cercanía—. Él estaba en la misma zona que los otros. Eso era lo que lo tenía tan trastornado, según su madre.
—¿A qué distancia queda la granja del motel? —Pregunto.
—Está justo cruzando el arroyo. Pero no es gran cosa como granja.
—Detective Stanfield, ¿existe alguna posibilidad de que Benny conociera a los dos hijos de Bev Kiffin? Tengo entendido que a Benny le gustaba pescar. —De pronto, mentalmente veo la caña de pescar apoyada contra la ventana que hay junto a la escalera en la casa de Mitch Barbosa.
—Ahora bien, conozco la historia de que supuestamente fue a buscar su cortaplumas de su caja de anzuelos, pero no creo que eso haya sido lo que hizo. Creo que sólo quería una excusa para alejarse de todos —responde Stanfield.
—¿Sabemos de dónde sacó la soga? —Pregunto y hago a un lado sus desagradables conjeturas.
—Su padrastro dice que en el galpón hay toda clase de sogas —contesta Stanfield—. Bueno, en el galpón guardan toda clase de cosas inservibles. Le pregunté qué había adentro y él respondió que basura. ¿Sabe?, tengo la corazonada de que Benny puede haber tropezado allá afuera con Barbosa, ya sabe, pescando, y sabemos lo bueno que era Barbosa con los chicos. Eso sin duda ayudaría a explicar lo sucedido. Y su mamá dijo que el chico había estado teniendo pesadillas y estaba muy trastornado con los asesinatos. Que estaba muerto de miedo, fueron las palabras exactas de ella. Lo que ustedes deben hacer ahora es dirigirse directamente al arroyo. En el borde del terreno verán el galpón y, un poco más allá a la izquierda, los bosques. Hay un sendero con el pasto un poco crecido y es allí donde el chico se ahorcó, a unos quince metros por el sendero donde hay un mirador para cazadores de ciervos. Imposible perderse. Yo no me trepé al mirador para cortar la soga sino que corté el extremo que estaba alrededor del cuello del chico. Así que debe de estar todavía allí. La soga debería seguir en ese lugar.
Me abstengo de demostrar mi total reprobación con respecto a la forma de trabajar de Stanfield. No le hago más preguntas ni le sugiero que debería hacer exactamente lo que amenazó con hacer: renunciar. Llamo a la señora White para comunicarle nuestros planes. Su voz suena pequeña y herida. Está como atontada y no parece comprender que queremos aterrizar un helicóptero en su granja.
—Necesitamos un claro. Un terreno nivelado, un sector donde no haya cables telefónicos ni demasiados árboles —Le explico.
—Pero nosotros no tenemos pista de aterrizaje —dice varias veces.
Por último, pone a su marido al teléfono. Su nombre es Marcus. Él me dice que tienen un campo de soja entre la casa y la ruta 5, y que también hay un silo pintado de verde oscuro. En toda esa zona no hay ningún otro silo, ni uno pintado de verde, añade. Él no tiene inconveniente de que aterricemos en su campo. El resto de mi día es largo. Trabajo en la oficina y reúno a mi gente antes de que regresen a su casa. Les explico lo que está sucediendo en mi vida y aseguro a cada uno de que su empleo no está en peligro. También dejo bien en claro que yo no hecho nada malo y que confíen en que mi nombre será aclarado. No les digo que he renunciado. Ya han padecido demasiados temblores y no necesitan un terremoto. No empaco cosas en mi oficina ni me voy con algo más que mi maletín, como si todo estuviera bien y yo volviera a verlos por la mañana, como de costumbre.
Ahora son las nueve de la noche. Estoy sentada en la cocina de Anna, mordisqueando una tajada de queso cheddar y bebiendo una copa de vino tinto; trato de sentirme tranquila y de no ensombrecer mis pensamientos. Me resulta casi imposible tragar alimentos sólidos. He perdido peso, pero no sé cuánto. No tengo apetito y he desarrollado la desagradable rutina de salir cada tanto para fumar. Cada media hora trato de comunicarme con Marino, pero sin éxito. Y sigo pensando en el archivo UI. Prácticamente no ha abandonado mi mente desde que lo vi el día de Navidad. Suena la campanilla del teléfono cerca de la medianoche y doy por sentado que es Marino, que finalmente devuelve mi llamado.
—Scarpetta —respondo.
—Soy Jaime. —Por la línea telefónica resuena la voz distintiva y confiada de Berger.
La sorpresa me deja un momento muda. Pero entonces recuerdo. Berger no parece tener ningún problema en hablar con personas que ella se propone enviar a la cárcel, no importa qué hora es.
—He estado hablando con Marino —dice—. De modo que sé que usted conoce mi situación. O supongo que debería decir «nuestra» situación. Creo que, en realidad, usted debería sentirse bien al respecto. Yo no voy a decirle qué hacer, Kay, pero permítame decirle sólo esto: háblele al jurado de la misma manera en que lo hizo conmigo. Y trate de no preocuparse.
—Creo que estoy más allá de toda preocupación —respondo.
—La llamo más que nada para pasarle cierta información. Recibimos el ADN de las estampillas, las estampillas de las cartas que había en el archivo UI —me informa, como si de nuevo estuviera en mi mente. De modo que, ahora, los laboratorios de Richmond tratan directamente con ella. —Parece que Diane Bray estaba en todo el mapa, Kay. Al menos ella lamió esas estampillas, y supongo que escribió también las cartas y fue lo suficientemente viva como para no dejar en ellas sus huellas. Las huellas que había en varias de las cartas son de Sentón, probablemente de cuando él las abrió antes de darse cuenta de lo que eran. Se me ocurre que él sabía que eran sus huellas. No sé por qué no hizo una nota en tal sentido. Me pregunto si Benton nunca le mencionó a Bray. ¿Existe alguna razón para pensar que se conocían?
—Yo no recuerdo que la haya mencionado —contesto. Mis pensamientos están bloqueados. No puedo creer lo que Berger acaba de decir.
—Bueno, ciertamente él podía haberla conocido —Continúa Berger—. Ella estaba en D.C. Él estaba a algunos kilómetros de allí por el camino a Quantico. No lo sé. Pero me sorprende que ella le enviara ese material a él, y me pregunto si quería que las cartas fueran despachadas de Nueva York para que él creyera que se las mandaba Carne Grethen.
—Y sabemos que él si lo sospechó —Le recuerdo.
—Además, debemos preguntarnos si Bray posiblemente —Y sólo posiblemente— tuvo algo que ver con la muerte de Benton. —Berger agrega el toque final.
Se me cruza por la mente la sospecha de que, una vez más, Berger me está poniendo a prueba. ¿Qué espera? ¿Que yo salte con un comentario incriminatorio, como «Qué suerte. Bray recibió lo que se merecía»? Al mismo tiempo, no lo sé. Quizá la que habla es mi paranoia y no la realidad. Tal vez Berger simplemente dice lo que se le pasa por la mente, nada más.
—Supongo que Bray nunca le mencionó a Benton —dice Berger.
—No que yo recuerde —respondo—. No recuerdo que jamás Bray haya dicho una sola palabra acerca de Benton.
—Lo que no entiendo —Prosigue Berger— es esta cosa de Chandonne. Si pensamos que Jean-Baptiste Chandonne conocía a Bray —Por aquello de que estaban juntos en el negocio—, ¿entonces por qué la mató? ¿Y de la forma en que la mató? Eso me parece que no encaja en el cuadro. No se ajusta a ningún perfil. ¿Qué opina usted?
—Creo que usted debería leerme mis derechos antes de preguntarme qué opino acerca del asesinato de Bray —es lo que le digo—. O, quizá, guardarse sus preguntas para la audiencia.
—Usted no ha sido arrestada —contesta ella, y yo no puedo creerlo. Incluso oigo una sonrisa en su tono. Mi respuesta le pareció divertida. —Usted no necesita que le recite sus derechos. —Se pone seria. —Yo no estoy jugando con usted, Kay. Le estoy pidiendo ayuda. Debería alegrarse de que sea yo y no Righter la persona que entrevistará a los testigos en ese recinto.
—Lo que lamento es que alguien tenga que estar en esa sala. Nadie debería estar. No por mi culpa —Le digo.
—Pues bien, hay dos piezas clave que tenemos que entender.—Es impermeable y tiene algo más que decirme.—El líquido espermático seminal hallado en el caso de Susan Pless no es de Chandonne. Y ahora tenemos esta información reciente con respecto a Diane Bray. Es nada más que una corazonada, pero no creo que Chandonne conociera a Diane Bray. No personalmente. No en absoluto. Creo que todas sus víctimas son personas que él conocía solamente de lejos. Él las observaba, las seguía y fantaseaba con ellas. Y, de paso, ésa era también la opinión de Benton cuando trazó el perfil del caso de Susan.
—¿Opinaba él que la persona que la asesinó también dejó su semen? —Pregunto.
—Él nunca pensó que hubiera más de una persona involucrada —Admite Berger— Hasta los casos suyos en Richmond, todavía buscábamos a ese individuo bien parecido y bien vestido que cenó con ella en el Lumi. Por cierto que no buscábamos alguien con un trastorno genético que se autoproclamaba hombre lobo, no en aquel entonces.
Como si se supusiera que yo debería dormir bien después de todo esto. No lo hago. Entro y salgo de cierto estado adormilado y cada tanto tomo el reloj para ver que hora es. Las horas avanzan en forma imperceptible y pesada, como los res. Sueño que estoy en mi casa y tengo un cachorro, una adorable labrador manila con orejas largas y pesadas y enormes patas y la cara más dulce ima Ha me recuerda a los animales de peluche en FAO Schwarz esa maravillosa tienda de juguetes de Nueva York donde yo solía comprar sorpresas para Lucy cuando ella era chiquita. En mi sueño, esta ficción dolorida que retejo en mi estado de semiconciencia, juego con la cachorrita, le hago cosquillas y ella me lame mientras mueve furiosamente la cola. Entonces de alguna manera estoy entrando de nuevo en mi casa, y todo está oscuro y helado y no veo que haya nadie allí, ninguna vida, pero sí un silencio absoluto. Llamo a la cachorrita —no recuerdo su nombre— y frenéticamente la busco en cada habitación. Despierto en el cuarto de huéspedes de Anna, llorando a gritos.
La mañana llega y la bruma se desplaza como humo mientras nosotros volamos bajo por encima de los árboles. Lucy y yo estamos solas en su nuevo helicóptero, porque Jack despertó con dolores y escalofríos. Se quedó en su casa, y sospecho que esa enfermedad fue autoinducida. Creo que lo que tiene es resaca, y temo que la insuperable tensión que yo he creado en la oficina lo ha alentado a contraer malos hábitos. Él estaba perfectamente satisfecho con su vida. Ahora, todo ha cambiado.
El Bell 407 es negro con rayas luminosas. Tiene el mismo olor que un auto nuevo y se mueve con la lisura y la fuerza de la seda pesada cuando volamos hacia el este a ochocientos pies de la tierra. Yo estoy muy atareada con el mapa que tengo sobre las rodillas y trato de hacer coincidir las líneas de alta tensión, los caminos y las vías de ferrocarril con lo que pasamos por encima. No es que no sepamos exactamente dónde estamos, porque el helicóptero de Lucy tiene suficiente equipo de navegación como para pilotear el Concorde. Pero cuando yo me siento como ahora, tiendo a obsesionarme con una tarea, con cualquier tarea. —Dos antenas cerca de la una en punto —digo y se lo muestro en el mapa—. Quinientos treinta pies sobre el nivel del mar. No debería representar un problema, pero todavía no las veo.
—Yo estoy mirando —dice ella.
Las antenas estarán bien debajo del horizonte, lo cual significa que no serán un peligro aunque nos acerquemos bastante a ellas. Pero yo les tengo una fobia especial a las obstrucciones, y cada vez hay más en este mundo de constante comunicación. El control de tráfico aéreo de Richmond nos informa que el servicio de radar concluye y que podemos comunicamos por VFR. Cambio la frecuencia a mil doscientos en el radiofaro de respuesta y comienzo a divisar las antenas varios kilómetros más adelante. No tienen estroboscopios de alta intensidad y sólo son fantasmales líneas rectas trazadas con lápiz en medio de una bruma densa y gris. Se las señalo a Lucy.
—Las tengo —contesta Lucy—. Detesto esas cosas. —Opera los instrumentos hacia la derecha y vira bien hacia el norte de ellas porque no quiere tener nada que ver con los vientos de alambre, porque los pesados cables de acero de las antenas son como francotiradores emboscados. Son los primeros en abatir un helicóptero.
—¿El gobernador se pondrá furioso si se entera de que estás haciendo esto? —La pregunta de Lucy suena en mis auriculares.
—Él me dijo que me tomara vacaciones de la oficina —contesto—. Y eso hago, estoy fuera de la oficina.
—De manera que vendrás conmigo a Nueva York —dice—. Puedes quedarte en mi departamento. De veras me alegra que dejes el trabajo, que no sigas siendo jefa y que estés por tu cuenta. ¿Puede ser que termines en Nueva York, trabajando con Teun y conmigo?
Yo no quiero ofenderla. No le digo que no me alegro. Quiero estar aquí, quiero estar en mi casa y seguir trabajando como de costumbre, y eso nunca será posible. Me siento una fugitiva y se lo digo a mi sobrina, cuya atención está centrada en el exterior de la cabina; su mirada jamás se aparta de lo que está haciendo. Hablar con alguien que pilotea un helicóptero es como charlar por teléfono. La persona en realidad no nos ve. No hay gestos ni roces. El sol adquiere más fuerza y la bruma se debilita cuanto más hacia el este avanzamos. Debajo de nosotros, los arroyos brillan como entrañas de la tierra y el río James tiene un resplandor blanco parecido al de la nieve. Descendemos y reducimos la velocidad, y pasamos sobre Susan Constant, Godspeed y Discovery, las réplicas en tamaño real de los barcos que transportaron a ciento cuatro hombres y muchachos a Virginia en 1607. A lo lejos alcanzo a distinguir el obelisco que asoma por entre los árboles de la isla Jamestown, donde los arqueólogos crean el primer asentamiento inglés de los Estados Unidos a partir de los muertos. Un transbordador cruza lentamente automóviles por el agua hacia Surry.