—Siéntate.
Miro el cielo raso en busca de pitones. Me pregunto dónde está la pistola de calor y si formará parte de mi destino. Sigo parada donde estoy, cerca de la cómoda con la Biblia, que no está abierta en ningún capítulo especial sobre la vanidad ni ninguna otra cosa por el estilo.
—Sólo quiero saber si me acosté con la persona que mató a Benton. —Lo digo mirando a Jay a los ojos. —¿Me vas a matar? Adelante. Pero ya lo hiciste cuando lo mataste a él. Así que supongo que puedes matarme dos veces, Jay.—Es extraño, pero no siento miedo, sólo resignación. Mi dolor, mi angustia es acerca de mi sobrina, y espero oír el estruendo de una escopeta del otro lado de la pared. —¿No puedes dejarla a ella fuera de esto? —Pregunto de todos modos, y Jay sabe que me refiero a Lucy.
—Yo no maté a Benton —dice, y tiene el rostro lívido de las personas que avanzan y matan de un disparo al presidente. Pálido, sin expresión: un zombie. —Fueron Carrie y el imbécil de su amigo. Yo hice el llamado.
—¿El llamado?
—Lo llamé para pedirle que nos reuniéramos. No fue demasiado difícil. Yo soy un agente —Disfruta al recordármelo—. A partir de allí, Carrie manejó todo. Carrie y ese chiflado pandillero con el que se juntó.
—De modo que tú le tendiste una trampa —digo, simplemente—. Y probablemente también ayudaste a Carrie a huir.
—No necesitó demasiada ayuda. Sólo un poco —contesta él con una voz sin inflexiones—. Era como muchas personas en este negocio. Se vuelven adictas y se arruinan un cerebro ya arruinado. Ella comenzó a fabricarse sus propias drogas. Hace años. Si ustedes no hubieran solucionado ese problema, lo habríamos hecho nosotros. Estaba al final de su utilidad.
—Lo sea que estás involucrado en el negocio familiar, Jay? —digo y mi mirada se clava en la suya. Tiene la pistola a un lado del cuerpo y se recuesta contra la puerta. No me tiene nada de miedo. Yo soy como la cuerda de un arco con una tensión excesiva, a punto de estallar, esperando, atenta a cualquier ruido proveniente del cuarto contiguo. —Todas esas mujeres asesinadas, ¿con cuántas te acostaste primero? Como, por ejemplo, Susan Pless. —Sacudo la cabeza.
—Sólo quiero saber si ayudaste a Chandonne o si él le siguió y se sirvió de lo que tú dejaste atrás.
Los ojos de Jay se enfocan más en mí. He estado cerca de la verdad.
—¿Sabes? Tú eres demasiado joven para ser Jay Talley, quienquiera haya sido —digo a continuación—. Jay Talley, sin un segundo nombre. Y no estudiaste en Harvard y dudo mucho de que hayas vivido alguna vez en Los Ángeles, por lo menos no de chico. Él es tu hermano, ¿verdad, Jay? Ese ser horriblemente deforme que se llama a sí mismo hombre lobo. Él es tu hermano, y tu ADN es casi tan idéntico al suyo en un estudio de rutina que ustedes dos podrían ser mellizos idénticos. ¿Sabías que tu ADN es igual al suyo en un estudio de rutina? En un nivel de cuatro sondas, ustedes dos son exactamente iguales.
En su cara destella la furia. El vanidoso y hermoso Jay no querría pensar nunca que su ADN era incluso parecido al de alguien tan feo y repugnante como Jean-Baptiste Chandonne.
—Y el cadáver en el contenedor de carga. El que ayudaste a que creyéramos que era Thomas, el hermano. Su ADN tenía también muchos puntos en común, pero no tantos como los tuyos, los tuyos a partir del semen que dejaste en el cuerpo de Susan Pless antes de que la golpearan brutalmente y la mataran. ¿Quién era Thomas? ¿Un pariente? ¿No un hermano? ¿Qué? ¿Un primo? ¿También a él lo mataste? ¿Tú lo ahogaste en Antwerp o eso lo hizo Jean-Baptiste? Y después me convenciste de que fuera a Interpol, no porque necesitaras mi ayuda en el caso sino porque querías averiguar qué sabía yo. Querías estar seguro de que yo ignoraba que Benton seguramente comenzaba a descubrir que tú eras un Chandonne —digo, y Jay no reacciona—. Lo más probable es que tú seas el cerebro del negocio de tu padre y por esa razón ingresaste en una organización de fuerzas del orden, para trabajar de manera encubierta y convertirte en un espía. Sólo Dios sabe cuántos negocios has hecho desviar, porque sabías qué estaban haciendo los tipos buenos y después les trabajabas en contra a sus espaldas. —Sacudo la cabeza. —Deja ir a Lucy —le digo—. Haré lo que quieras, pero suéltala a ella.
—No puedo. —Ni siquiera discute lo que acabo de decirle.
Jay mira hacia la pared, como si pudiera ver a través de ella. Me doy cuenta de que se pregunta qué está sucediendo en el otro cuarto, por qué hay tanto silencio. Mis nervios se tensan más todavía. «Por favor, Dios. Por favor. Por lo menos, que sea rápido. No permitas que ella sufra.»
Jay cierra la puerta con llave y coloca la cadena contra ladrones.
—Quítate la ropa —dice, sin usar más mi nombre. Es más fácil matar a alguien a quien se ha despersonalizado—. No te preocupes —Añade—. No voy a hacer nada. Sólo necesito que parezca que estoy haciendo otra cosa.
Miro hacia el cielo raso. Él sabe lo que estoy pensando. Está pálido y transpira cuando abre un cajón de la cómoda y saca varios pitones y una pistola de calor, una pistola roja de calor.
—¿Por qué? —Le pregunto—. ¿Por qué ellos? —Me refiero a los dos hombres que ahora sé que Jay asesinó.
—Lo que vas a hacer ahora es atornillar estos pitones en el cielo raso —me dice Jay—. Allá, en la viga. Ahora súbete a la cama, hazlo y no intentes nada raro.
Él pone los pitones sobre la cama y me hace señas de que los tome y haga lo que me ordena.
—Todo tiene que ver con lo que se vuelve necesario cuando la gente se mete en algo que no debería. —Toma un trapo y una soga del cajón.
Yo me quedo parada donde estoy, mirándolo. Los pitones brillan como peltre sobre la cama.
—Matos vino aquí para encontrar a Jean-Baptiste y me costó bastante convencerlo de que me dijera exactamente qué pensaba hacer y quién le había dado esa orden, que no era lo que tú piensas. —Jay se saca la campera de cuero y la cuelga en el respaldo de una silla. —No la familia sino un teniente primero que no quiere que Jean-Baptiste abra la boca y arruine algo bueno para muchas personas. Una cosa acerca de la familia….
—Tu familia, Jay. —Le recuerdo que es su familia y que yo sé cuál es su verdadero nombre.
—Sí. —Me mira fijo. —A la mierda, sí, mi familia. Cada uno cuida la espalda del otro. No importa lo que uno haga, la familia es la familia. Jean-Baptiste es una cagada, quiero decir, cualquiera que lo mire puede darse cuenta de eso, y entender que él tiene su problema.
Yo no digo nada.
—Desde luego que nosotros no lo aprobamos —Prosigue Jay como si hablara de una criatura que se dedica a romper a disparos los faroles de la calle o a beber demasiada cerveza—. Pero es de mi propia sangre, y uno no toca a los de su sangre.
—Alguien tocó a Thomas —respondo, todavía sin tomar los pitones ni subirme a la cama. No pienso ayudarlo a que me torture.
—¿Quieres saber la verdad? Eso fue un accidente. Thomas no sabía nadar. Se enredó en una soga y cayó del muelle, o algo así —me dice Jay—. Yo no estaba allí. Se ahogó. Jean-Baptiste quería llevar su cuerpo lejos del astillero, lejos de lo que pasaba allí, y no quería que lo identificaran.
—Mentira —contesto—. Lo siento, pero Jean-Baptiste dejó una nota con el cadáver.
Bon Voyage Le Loup-Garou
. ¿Eso es lo que se hace cuando no se quiere atraer la atención sobre algo? No lo creo. Será mejor que revises el relato de tu hermano. Es posible que tu familia se ocupe de la familia. Quizá Jean-Baptiste es una excepción. Todo parece indicar que él no cuida en absoluto a su familia.
—Thomas era un primo. —Como si eso hiciera que la muerte fuera menos grave. —Súbete a la cama y haz lo que te digo. —Jay indica los pitones y comienza a enojarse mucho.
—No. —Me niego. —Haz lo que vas a hacer, Jay. —Y todo el tiempo repito su nombre. Yo lo conozco. No permitiré que me haga esto a mí sin que yo pronuncie su nombre y lo mire a los ojos. —No voy a ayudarte a matarme, Jay.
Se oye un golpe en la habitación de al lado, como si algo se hubiera caído al piso y, después, una explosión, y se me aprieta el corazón. Las lágrimas me ahogan y me llenan los ojos. Jay hace una mueca y después su rostro vuelve a ser impasible.
—Siéntate —me dice. Cuando yo no lo obedezco, él se me acerca y me arroja sobre la cama. Y yo grito. Grito por Lucy.
—Maldito hijo de puta —exclamo—. ¿También mataste a ese chico? ¿Te llevaste a Benny y lo ahorcaste, una criatura de doce años?
—Él no debería haber venido aquí. Mitch no debería haberlo hecho. Yo conocía a Mitch. Él me vio. No había nada que yo pudiera hacer. —Jay se para junto a mí, como si no estuviera seguro de qué hacer a ccontinuación.
—Entonces tú mataste al chico. —Me seco los ojos con el dorso de las dos manos.
En los ojos de Jay brilla la confusión. Tiene un problema con el muchachito. El resto de nosotros no le molesta, pero el chiquillo sí.
—¿Cómo pudiste estar allí y verlo ahorcarse? ¿Una criatura? ¿Un chiquillo con su traje de domingo?
Jay lleva atrás su mano y me abofetea. Sucede tan rápido que al principio ni siquiera lo siento. Mi boca y mi nariz quedan insensibles y después comienzan a pincharme, y algo húmedo gotea. La sangre cae sobre mi falda. Dejo que gotee mientras tiemblo y miro a Jay. Ahora le resulta más fácil. Él ha iniciado el proceso. Me empuja hacia la cama y se pone a horcajadas sobre mi cuerpo, sujeta mis brazos con sus rodillas y mi codo fracturado en proceso de curación grita de dolor cuando él me lleva las manos por encima de la cabeza y trata de atarlos con la soga. Todo el tiempo refunfuña sobre Diane Bray. Ahora se burla de mí y me dice que ella conocía a Benton. ¿Acaso Benton no me dijo nunca que Bray se sentía muy atraída hacia él? Y si Benton se hubiera mostrado un poco más amable con Bray, entonces a lo mejor ella lo habría dejado tranquilo. Quizás ella me habría dejado tranquila a mí. La cabeza me explota y me cuesta entender.
¿Creía yo que Benton sólo tenía una aventura conmigo? ¿Era yo tan estúpida como para pensar que Benton podía serle infiel a su esposa pero nunca a mí? ¿Acaso soy tan estúpida? Jay se levanta y va en busca de la pistola de calor. Lo que hace la gente es lo que la gente hace, dice. Benton tuvo algo con Bray en D.C., y después la largó, y lo hizo bastante rápido, para darle crédito, y ella no iba a dejar pasar eso. No Diane Bray. Jay trata de amordazarme y yo no hago más que mover la cabeza de lado a lado. Me sangra la nariz. Pronto no podré respirar. Bray jodio a Benton de lo lindo, ya lo creo, y ésta es en parte la razón por la que quería mudarse a Richmond: para estar segura de arruinarme también la vida a mí.
—Vaya precio para pagar por acostarse con alguien unas pocas veces. —Jay se levanta de nuevo de la cama. Suda y tiene la cara pálida.
Lucho por respirar por la nariz y el corazón me martilla como una ametralladora y todo mi cuerpo entra en pánico. Trato de obligarme a serenarme. Hiperventilar sólo me dificultará obtener aire. Pánico. Trato de inhalar, la sangre me gotea en la parte de atrás de la garganta y toso y tengo arcadas y el corazón me explota contra las costillas como puños cerrados que tratan de derribar una puerta. Golpes, golpes y más golpes y el cuarto se vuelve veteado y yo no puedo moverme.
Dos semanas más tarde
Quienes se han reunido en mi honor son personas comunes y corrientes. Permanecen sentadas en silencio, incluso con reverencia, casi conmovidas. Es imposible que no hayan oído todo lo que se ha dicho en los informativos. Sería necesario vivir en una región alejada del África para no saber lo que ha sucedido en las últimas semanas, en especial lo que pasó en el condado de James City en el pozo negro de una trampa turística que resultó ser el centro de una monstruosa tempestad de corrupción y de maldad.
Todo parecía tan silencioso en ese camping ruinoso y con pasto excesivamente crecido. No puedo imaginar cuántas personas se han quedado allí en carpas o en el motel sin tener la menor idea de lo que sucedía alrededor de ellas. Como un huracán que sopla hacia el mar, esas fuerzas se alejaron. Por lo que sabemos, Bev Kiffin no está muerta. Tampoco lo está Jay Talley. Irónicamente, ahora se lo considera código rojo en Interpol: las mismas personas con las que antes trabajaba, ahora lo persiguen con la furia de integrantes de la prensa en un juzgado repleto de gente. También Kiffin es código rojo. La conjetura es que Jay y Kiffin han huido de los Estados Unidos y se ocultan en alguna parte del extranjero.
Jaime Berger se encuentra de pie delante de mí. Yo estoy en la barra de los testigos y me enfrento a un jurado de tres mujeres y cinco hombres. Dos son blancos; cinco, afroamericanos y uno, asiático. Las razas de todas las víctimas de Chandonne están representadas, aunque no se trató de algo deliberado de parte de nadie, estoy segura. Pero me parece justo y me alegro. Las puertas de vidrio del juzgado se han cubierto con papel marrón para evitar que los curiosos y los medios puedan ver lo que sucede adentro. Los jurados, los testigos y yo entramos en tribunales por una rampa subterránea, por el mismo camino por el que se escolta a los prisioneros hacia su juicio. La reserva flota helada en el aire, y los jurados me miran fijo como si yo fuera un fantasma. Mi cara ostenta el color amarillo verdoso de viejos moretones, tengo el brazo izquierdo enyesado de nuevo y todavía tengo peladuras de soga alrededor de las muñecas. Estoy viva sólo porque Lucy por casualidad usaba una protección corporal. Yo no lo sabía. Cuando me recogió en el helicóptero, tenía un chaleco antibalas debajo de su campera acolchada.
Berger me pregunta acerca de la noche en que Diane Bray fue asesinada. Es como si yo fuera una casa en la que en cada habitación se oye una música diferente. Yo respondo sus preguntas y, al mismo tiempo, pienso otras cosas, veo otras imágenes y oigo sonidos en diferentes partes de mi psiquis. De alguna manera puedo concentrarme en mi testimonio. Se menciona la copia del pago de la factura en efectivo cuando compré el martillo cincelador. Después Berger lee el último informe del laboratorio que se entregó en el juzgado como materia de registro, igual que lo fue el protocolo de la autopsia, el de lexicología y todos los demás informes. Berger le describe al jurado el martillo cincelador y me pide que explique la manera en que las superficies del martillo se correlacionan con las horrendas heridas sobre el cuerpo de Bray.
Esto continúa durante un rato y observo las caras de las personas que están allí para juzgarme. Sus expresiones van desde la pasividad hasta la intriga y el horror. Una mujer se siente visiblemente mal cuando paso a describir las marcas que el martillo dejó en el cráneo y un globo ocular que estaba virtualmente extraído de la órbita y colgaba hacia afuera. Berger señala que, según el informe de laboratorio, el martillo cincelador que la policía se llevó de casa estaba un poco oxidado. Me pregunta si el que yo compré en la ferretería después del asesinato de Bray tenía herrumbre. Le contesto que no.