—Vino francés, vodka francesa. Epa, ¿qué fue de las cosas italianas? —Exagera un acento neoyorquino-italiano—. ¿Qué fue del vecindario?
—No hay nada italiano en la mierda que estás preparando —Le dice Lucy mientras saca una cerveza de la heladera—. Si llegas a beberte todo eso, tía Kay tendrá que llevarte mañana al trabajo con ella. Sólo que tú estarás acostado y dentro de una bolsa.
Marino sirve un vaso de su peligroso brebaje.
—Eso me recuerda —Le dice, a nadie en particular—. Cuando yo muera, no quiero que ella me corte. —Como si yo no estuviera parada allí. —Trato hecho, entonces. —Sirve otro vaso y, a esta altura, todos hemos interrumpido lo que hacíamos y nos quedamos mirándolo. —Hace diez malditos años que eso ha venido molestándome. —Otro trago. —Maldición, esta bebida es capaz de calentarle a uno los dedos de los pies. No quiero que ella me dé vuelta en una de esas malditas mesas de porquería de la morgue y me corte como si yo fuera un pescado del mercado. Tengo un trato con las chicas de enfrente. —Se refiere a mis empleadas de la oficina de enfrente. —Nada de pasar fotografías mías. No crean que yo no sé lo que sucede allá arriba. No hacen más que comparar el tamaño de los pitos. —Se bebe medio vaso y se seca la boca con el dorso de la mano. —Las he oído hacerlo. Especialmente a Cíela.
Extiende la mano para volver a tomar la jarra, pero yo se la tomo y la detengo y mi furia explota en un ejército de palabras duras.
—Suficiente. ¿Qué mierda te pasa? ¿Cómo te atreves a venir aquí borracho y después seguir tomando? Vete a dormir la mona, Marino. Estoy seguro de que Anna te puede ofrecer una cama. Esta noche no conducirás el auto a ninguna parte y ninguno de nosotros quiere tampoco tenerte cerca.
Él me lanza una mirada desafiante y burlona y vuelve a levantar su vaso. —Al menos soy sincero —dice—. El resto de ustedes pueden simular lo que quieran que éste es un buen día porque es Navidad. Bueno, ¿y qué? Lucy renunció a su trabajo para que no la despidieran porque es homosexual. —No sigas, Marino —Le advierte Lucy.
—McGovern renunció a su empleo y no sé cuál es su trato. —La señala con un dedo e insinúa que tiene una relación con Lucy. —Anna tiene que irse de su maldita casa porque tú estás aquí y te investigan por homicidio, y ahora dejas tu trabajo. No me resulta nada sorprendente, y veremos si el gobernador te mantiene cerca. Una consultora privada. Sí. —Farfulla estas palabras y se tambalea en medio de la cocina, con la cara llena de manchas rojas. —Y ahora el que se va soy yo. —Golpea el vaso contra la mesada, sale de la cocina, tropieza con una pared, ladea un cuadro y entra en el living.
—Por Dios —dice McGovern en voz baja y suspira.
—Pedazo de hijo de puta —dice Lucy.
—El archivo —dice Anna mirando a Marino—. Eso es lo que le pasa.
Marino está en coma alcohólico, acostado en el sofá del living. No se mueve, pero sus ronquidos nos dicen que está vivo y que no tiene noticia de lo que sucede en el interior de la casa de Anna. La lasaña está lista y se mantiene caliente en el horno, y en la heladera hay un pastel de lima. A pesar de mis protestas, Anna ha partido en su viaje de ocho horas hacia Hilton Head. Hice todo lo que pude por convencerla de que se quedara aquí, pero ella sentía que debía irse. Es media tarde. Lucy, McGovern y yo estamos sentadas en el comedor desde hace horas, los individuales corridos de su lugar, los regalos todavía sin abrir debajo del árbol, la carpeta con el archivo UI desplegado frente a nosotros.
Benton era meticuloso. Sellaba cada objeto en bolsas de plástico transparente, y las manchas color púrpura en algunas de las cartas y sobres indican que se empleó ninhidrina para procesar huellas dactilares latentes. Los matasellos son de Manhattan, todos con los mismos tres primeros dígitos de un código postal, 100. No es posible saber en cuál sucursal se despacharon las cartas. Lo único que indica el prefijo de tres dígitos indica la ciudad y que la correspondencia no fue procesada por intermedio de una máquina automática de franqueo, casera o comercial, ni en una estación rural. En esos casos, el matasellos sería de cinco dígitos.
En el frente del archivo Ul hay un índice que contiene un total de sesenta y tres ítems que van desde la primavera de 1996 (unos seis meses antes de que Benton escribiera la carta que quería que me fuera entregada después de su muerte) al otoño de 1998 (apenas unos días antes de que Carrie Grethen escapara de Kirby). El primer ítem está rotulado prueba instrumental 1, como si fuera una prueba destinada a ser vista por un jurado. Es una carta despachada en Nueva York el 15 de mayo de 1996, no lleva firma y está impresa por computadora en un procesador WordPerfect, con una letra ornamentada y difícil de leer, fuente que Lucy identifica como «Ransom».
Querido Benton:
Soy la presidenta del Club de Admiradoras de los Feos y usted ha sido elegido como miembro honorario. ¿Adivine qué? ¡Los miembros se ponen feos gratis! ¿No lo entusiasma? Ya recibirá más noticias mías.
A esta carta siguieron cinco más, todas a intervalos de menos de una semana entre sí, todas haciendo las mismas referencias al Club de Admiradoras de los Feos y al hecho de que Benton se había convertido en el miembro más reciente. El papel era común y corriente, la misma fuente Ransom, ninguna firma, el mismo código postal de Nueva York, todas pertenecientes claramente al mismo autor. Y muy astuto, por cierto, hasta que esta persona despachó la sexta carta y cometió una equivocación, una equivocación bastante evidente para el ojo de un investigador, que es la razón por la que me sorprende que al parecer Benton no la haya detectado. En la parte de atrás del sobre blanco hay impresiones de escritura que se advierten cuando inclino el sobre y lo ilumino desde distintos ángulos.
Saco un par de guantes de látex de mi bolso y me los pongo mientras voy a la cocina en busca de una linterna. Anna guarda una sobre la mesada, junto a la tostadora. De vuelta en el comedor, extraigo el sobre de su funda plástica, lo sostengo por un rincón y dirijo el haz de luz de la linterna sobre el papel en forma oblicua. Detecto la hendidura de las palabras
Jefe de la oficina de correos
y enseguida entiendo lo que el autor de esta carta hizo.
—Franklin D. —Descifro más palabras—. ¿Hay en Nueva York una oficina postal Franklin D. Roosevelt? Porque aquí dice, decididamente, N-Y, N-Y.
—Sí, la que está en mi barrio —dice McGovern, los ojos abiertos de par en par. Se me acerca para ver mejor el sobre.
—He tenido casos en que la gente trata de crear coartadas —digo e ilumino el sobre desde distintos ángulos. —Un método evidente y ya muy gastado es que la persona estaba en un lugar diferente y muy alejado en el momento del asesinato y, por consiguiente, no podría haberlo cometido. Una forma sencilla de conseguirlo es hacer que las cartas sean despachadas desde un lugar remoto más o menos a la hora en que sucede el homicidio, demostrando así que la persona en cuestión no puede ser el asesino porque es imposible estar en dos lugares al mismo tiempo.
—Tercera Avenida —dice McGovern—. Es allí donde está la oficina de correos FDR.
—Tenemos parte de la dirección de una calle: una parte está obliterada por la solapa. Nueve-algo.
Ter A-V
, Tercera Avenida. Lo que uno hace es escribir la dirección en el sobre, pegarle la estampilla con el franqueo correspondiente y después meter todo en otro sobre dirigido al jefe de la oficina postal en la que uno quiere que se despache la carta. Entonces el jefe está obligado a despachar la carta por uno, con matasellos de esa ciudad. De modo que lo que la persona hizo fue meter esta carta dentro de otro sobre, y cuando escribió la dirección en ese segundo sobre, en el de abajo quedaron las impresiones de lo que escribió.
También Lucy se acerca y se inclina para ver mejor.
—El vecindario de Susan Pless —dice.
No sólo eso sino que la carta, que de lejos es la más ponzoñosa, lleva la fecha de 5 de diciembre de 1997, el mismo día en que Susan Pless fue asesinada.
Hola, Benton:
¿Cómo estás, futuro muchachito feo? Me estaba preguntando… ¿tienes alguna idea de lo que es mirarse al espejo y querer suicidarse? ¿No? Pronto lo sabrás. Muy, muy pronto. Te voy a trinchar como si fueras un pavo de Navidad, y lo mismo va para la jefa que te coges cuando te queda tiempo después de tratar de descubrir a personas como yo y como tú. No puedes imaginarte lo mucho que disfrutaré cuando use mi enorme cuchillo para abrirle las costuras a ella. Quid
pro
quo, ¿correcto? ¿Cuándo vas a aprender a no meterte en los asuntos de los demás?
Imagino a Benton recibiendo estas cartas asquerosas y enfermas. Lo imagino en su habitación de mi casa, sentado frente al escritorio con la laptop abierta y conectada a una línea de módem, su maletín cerca y una taza de café a su alcance. Sus notas indican que él determinó que la fuente utilizada era la Ransom y que después él completó el significado de esa palabra: «Obtener libertad pagando un precio. Volver a comprar. Borrar un pecado», leo en sus líneas garabateadas. Yo podría haber estado en el pasillo, en mi estudio o en la cocina en el momento en que él leía esta carta y buscaba la palabra Ransom o «Rescate» en el diccionario, y él nunca dijo ni una palabra al respecto. Lucy comenta que Benton no habría querido poner ese peso sobre mis hombros, y que yo no ganaría nada con saberlo. Yo no podría haber hecho nada.
—Cactos, azucenas, tulipanes. —McGovern hojea las páginas del archivo. —De modo que alguien le enviaba a Quantico arreglos florales anónimos.
Me pongo a revisar docenas de tiras con mensajes que sencillamente llevan escrito «cortó la comunicación», la fecha y la hora. Las llamadas fueron hechas a su línea directa en la Unidad de Ciencias de la Conducta, todos rastreados a «fuera de zona» por el identificador de llamadas, lo cual significa que probablemente fueron hechas en un teléfono celular. La única observación de Benton fue «pausas en la línea antes de cortar». McGovern nos informa que los arreglos florales fueron ordenados en una florería de la Avenida Lexington que al parecer Benton verificó, y Lucy llama a la sección guía para averiguar si el florista en cuestión todavía tiene el negocio. Así es.
—Aquí él anota algo sobre un pago. —A mí me cuesta muchísimo ver la letra pequeña y enmarañada de Benton. —Correo. Las órdenes fueron enviadas por correo. En efectivo, aquí puso la palabra «efectivo». De modo que parece que la persona envió efectivo y una orden escrita. —Busco ahora el índice. Como es natural, las pruebas cincuenta y uno a cincuenta y cinco son las órdenes recibidas por el florista. Voy a esas páginas. —Generada por computadora y sin firma. Un pequeño arreglo floral de tulipanes por veinticinco dólares con instrucciones de ser enviado a la dirección de Benton en Quantico. Un pequeño cacto por veinticinco dólares, etcétera, los sobres con matasellos de Nueva York.
—Probablemente la misma cosa —dice Lucy—. Fueron despachadas por intermedio del jefe de correos de Nueva York. La pregunta es: ¿de dónde fueron despachadas originalmente?
No podemos saber eso sin los sobres exteriores, que sin duda fueron arrojados a la basura tan pronto los empleados del correo los abrieron. Aunque tuviéramos esos sobres, es muy poco probable que el remitente hubiera escrito su dirección. Lo más que podríamos esperar encontrar es un matasellos.
—Supongo que el florista dio por sentado que trataba con algún chiflado al que no le gustan las tarjetas de crédito —Comenta McGovern—. O que era alguien que estaba teniendo una aventura.
—O un preso. —Desde luego, pienso en Carrie Grethen. Puedo imaginármela enviando cartas desde Kirby. Al introducir las cartas en un segundo sobre dirigido a un jefe de correos, al menos impedía que el personal del hospital viera a quién le estaba escribiendo, fuera a un florista o a Benton directamente. También tiene sentido que haya usado un correo de Nueva York. Ella habría tenido acceso a distintas sucursales a través de la guía telefónica y, en el fondo, yo no creo que a Carrie le preocupara que alguien creyera que la correspondencia se originaba en la misma ciudad en la que ella estaba presa. Ella sencillamente no quería alertar al personal de Kirby y, además, era la persona más manipuladora de la Tierra. Todo lo que hacía tenía su razón de ser. Ella estaba tan ocupada en trazar un perfil psicológico de Benton como él lo estaba con el de ella.
—Si es Carrie —Comenta McGovern—, entonces cabría preguntarse si de alguna manera ella no habrá tenido contacto con Chandonne o participación en sus homicidios.
—Ella sabría muy bien que el hecho de escribirle una carta a Benton fechada el mismo día del asesinato de Susan, lo haría saltar hasta el techo —digo con furia y me alejo de la mesa—. Benton enseguida haría la conexión.
—Y, además, elegir el correo ubicado en el vecindario de Susan —Acota Lucy.
Especulamos y tejemos conjeturas hasta última hora de la tarde, cuando decidimos que había llegado el momento de la cena de Navidad. Después de despertar a Marino, le contamos lo que hemos descubierto y seguimos hablando del tema mientras comemos lechuga, cebollas dulces y tomates empapados en vinagre rojo dulce y aceite de oliva prensado en frío. Marino come a cuatro carrillos, corno si no lo hubiera hecho en muchos días y se llena la boca de lasaña mientras nosotros seguimos cambiando ideas y especulando y pagaríamos cualquier cosa por saber la respuesta a esta pregunta: si Carrie Grethen era la persona que acosaba a Benton y tenía alguna vinculación con la familia Chandonne, ¿el asesinato de Benton fue algo más que un simple acto de psicopatía? ¿Su muerte fue fruto de un golpe del crimen organizado, disfrazado para que pareciera algo personal, sin sentido y enloquecido, perpetrado por Carrie, quien estaba más que ansiosa de hacerlo realidad?
—En otras palabras —me dice Marino con la boca llena—. ¿la muerte de Benton fue parecida a lo que te acusan a ti?
Todos quedamos en silencio. Ninguno de nosotros alcanza a entender bien el sentido de esas palabras, pero un momento después, yo sí.
—¿Lo que estás diciendo es que existía un motivo real para matarlo, pero se lo disfrazó para que pareciera un asesinato serial?
Él se encoge de hombros.
—Es lo mismo que tu caso: te acusan de asesinar a Bray y lo disfrazan para que parezca que el hombre lobo lo hizo.
—Tal vez por eso Interpol se molestó tanto —reflexiona Lucy.
Marino se sirve el excelente vino francés que se bebe de un sorbo como si fuera Gatorade.