—Lo siento, estoy muy cansado. No tengo mucha fuerza. —Se vuelve a tocar el vendaje.
Entonces Berger le recuerda que está hablando por propia voluntad. Que nadie lo obliga. Le ofrece parar, pero él dice que seguirá un poco más, tal vez durante algunos minutos.
—He estado en la calle durante gran parte de mi vida, cuando no puedo encontrar trabajo —Le dice—. En ocasiones pido limosna, pero la mayor parte de las veces encuentro algún trabajo. Lavar platos, barrer. Una vez incluso conduje un
moüo-croües
.
—¿Y qué es eso?
—Un írottin'neí. Una de esas motocicletas verdes que limpian las veredas de París, ya sabe, con una aspiradora que recoge la caca de los perros.
—¿Tiene registro de conductor?
—No.
—¿Entonces cómo conduce un trotíin'neí?
—Si el vehículo tiene menos de ciento veinticinco centímetros cúbicos de cilindrada no hace falta tener registro, y las
moto-crottes
sólo avanzan a unos veinte kilómetros por hora.
Nada de eso es cierto. Una vez más, Chandonne se está mofando de nosotros. Marino se mueve en su silla en el interior de mi sala de reuniones.
—Ese tarado tiene una respuesta para todo, ¿no es así?
—¿Alguna otra manera de conseguir dinero? —Le pregunta Berger a Chandonne.
—Bueno, a veces de mujeres.
—¿Y cómo hace para conseguir dinero de las mujeres?
—Las mujeres me lo dan. Reconozco que las mujeres son mi debilidad. Me encantan las mujeres: su aspecto, su olor, su piel, su sabor.—El que hunde los dientes en las mujeres, las mutila y las asesina, dice todo esto con un tono casi dulce Finge una perfecta inocencia. Ha comenzado a flexionar los dedos de las manos sobre la mesa, como si los tuviera duros; extiende los dedos hacia adentro y hacia afuera, y sus pelos brillan.
—¿Le gusta el sabor de las mujeres? —Berger se está poniendo más agresiva.
—¿Por eso las muerde?
—Yo no las muerdo.
—¿No mordió a Susan Pless?
—No.
—Señor, estaba cubierta de marcas de mordeduras.
—Yo no lo hice. Ellos lo hicieron. A mí me siguen y ellos son los que matan. Ellos matan a mis amantes.
—¿Ellos?
—Ya se lo dije. Los agentes del gobierno. El FBI, Interpol. Para poder llegar a mi familia.
—Si su familia ha procurado tanto ocultarlo a usted del mundo, entonces ¿como es posible que esa gente —el FBI, Interpol, lo que sea— sepa que usted es un Chandonne?
—Deben de haberme visto salir alguna vez de la casa y me siguieron. O quizás alguien se los dijo.
—¿Y usted calcula que hace por lo menos dos años que no va a la casa de su familia? —Berger hace un nuevo intento.
—Por lo menos.
—¿Hace cuánto que usted cree que lo siguen?
—Muchos años. Tal vez cinco. Es difícil saberlo. Son muy astutos.
—¿Y de qué manera usted podría ayudar a esta gente a, y lo cito,
llegar a su familia
? —Le pregunta Berger.
—Si pueden acusarme injustamente de un terrible homicidio, entonces la policía podría entrar en la casa de mi familia. No encontrarían nada. Mi familia es inocente. Es todo política. Mi padre es un hombre políticamente muy poderoso. Fuera de eso, no sé. Sólo puedo hablar de lo que me ha estado sucediendo a mí, a mi vida. Y es una conspiración para traerme a este país, arrestarme y después condenarme a muerte. Porque ustedes, los norteamericanos, matan a la gente aunque sea inocente. Es bien sabido. —Su alegato parece haberlo cansado, como si ese señalamiento lo hubiera agotado.
—Señor, ¿dónde aprendió a hablar inglés? —Le pregunta entonces Berger.
—Lo aprendí solo. Cuando era más joven, mi padre me daba libros cada vez que yo me presentaba en la casa. Yo leo muchos libros.
—¿En inglés?
—Sí. Quería aprender bien inglés. Mi padre habla muchos idiomas porque tiene una empresa internacional de embarques marítimos y comercia con muchos países extranjeros.
—¿Incluyendo este país? ¿Los Estados Unidos?
—Sí.
El brazo de Talley entra de nuevo en el cuadro al poner delante de Chandonne otra Pepsi. Chandonne enseguida se pone la pajita entre los labios y chupa ruidosamente.
—¿Qué clase de libros lee usted? —Continúa Berger.
—Muchos de relatos y otros libros para educarme, porque, verá, tuve que enseñarme a mí mismo. Nunca fui a la escuela.
—¿Dónde están ahora esos libros?
—No sabría decirle. Desaparecieron. Porque a veces no tengo techo o me traslado de un lado a otro. Siempre en movimiento, mirando por encima del hombro por culpa de toda esa gente que me persigue.
—¿Sabe usted algún otro idioma, además del francés y el inglés? —Pregunta Berger.
—Italiano. Y un poco de alemán —dice y eructa.
—¿También esos los aprendió solo?
—En Paris encuentro periódicos en muchos idiomas y los he aprendido de la misma manera. Verá, a veces he dormido sobre los periódicos. Cuando no tengo refugio.
—Me rompe el corazón. —Marino no puede evitar ese comentario, mientras Berger le dice a Chandonne en el video:
—Volvamos a Susan, a su muerte el 5 de diciembre, hace dos años, en Nueva York. Hábleme de esa noche, la noche en que dice que la conoció en Lumi. ¿Qué pasó exactamente?
Chandonne suspira como si se estuviera cansando cada vez más. Se toca todo el tiempo las vendas y advierto que las manos le tiemblan.
—Necesito comer algo —dice—. Me siento muy, muy débil.
Berger acciona el control remoto y la imagen se congela y se vuelve borrosa.
—Hicimos un intervalo de alrededor de una hora —me dice—. Lo suficiente como para que él comiera algo y descansara.
—Sí, ese tipo sí que conoce bien el sistema —me dice Marino, como si yo no me hubiera dado cuenta—. Y todo el asunto sobre la pareja que lo crió es mentira. Lo que hace es proteger a su familia mafiosa.
Berger me dice:
—Me pregunto si usted conoce el restaurante Lumi.
—No demasiado —respondo.
—Bueno, es interesante. Cuando comenzamos a investigar el homicidio de Susan Pless hace dos años, sabíamos entonces que ella había cenado en Lumi la noche en que la mataron, porque el camarero que la sirvió llamó a la policía en cuanto se enteró de la noticia. El forense encontró incluso en su contenido estomacal rastros de la comida, que indicaban que probablemente había comido varias horas, a lo sumo, antes de su muerte.
—¿Estaba sola en el restaurante? —Pregunto.
—Llegó sola y estuvo con un hombre que también estaba solo, pero que no era para nada un monstruo. Se lo describió como un individuo de hombros anchos, bien vestido y bien parecido. Sin duda alguien para quien el dinero no era problema o, al menos, esa impresión daba.
—¿Sabe qué comida pidió él? —Pregunto.
Berger se pasa los dedos por el pelo. Es la primera vez que la noto insegura. En realidad, lo que me viene en mente es la palabra «asustada».
—El tipo pagó en efectivo, pero el camarero recordó qué les había servido a ella y a su compañero. Él comió polenta con champiñones y bebió una botella de Barolo, exactamente lo que Chandonne describió en el video. Susan comió antipasto de verduras a la parrilla con aceite de oliva y cordero, lo cual, a propósito, coincide con el contenido de su estómago.
—Dios —dice Marino. Es evidente que esta parte es una novedad para él. —¿Cómo demonios puede ser? Harían falta efectos especiales de Hollywood para convertir a ese horrible mono peludo en un hombre galante y mujeriego.
—A menos que no fuera él —digo—. ¿No podría haber sido su hermano Thomas? ¿Y Jean-Baptiste lo seguía? —De pronto me sorprendo. Llamé a ese monstruo por su nombre.
—Una hipótesis muy interesante —dice Berger—. Pero hay un elemento más. El portero del edificio de departamentos de Susan recuerda que ella volvió con un hombre que se ajusta a la descripción del que estaba en el Lumi. Esto fue a eso de la nueve de esa noche. El portero estaba de guardia hasta las siete de la mañana siguiente, de modo que se encontraba allí cuando el hombre se fue a eso de las tres y media de la madrugada. Y, según el informe del forense, a esa hora ya Susan llevaba varias horas muerta. El principal sospechoso siempre fue el desconocido que ella conoció en el restaurante. De hecho, no entiendo cómo pudo haber sido otro que este individuo. Él la mata. Pasa algún tiempo mutilando el cuerpo. Se va a las tres y media y no vuelve a haber rastros de él. Y si no es culpable, ¿por qué no se puso en contacto con la policía cuando se enteró del homicidio? Sólo Dios sabe que la noticia se transmitió por todo el país.
Me produce una extraña sensación darme cuenta de que supe de este caso cuando sucedió. De pronto recuerdo vagamente detalles que eran parte de historias sensacionalistas por esa época. Es increíble pensar que, cuando me enteré de lo de Susan Pless hace dos años, ni se me pasó por la cabeza la idea de que yo estaría involucrada en su caso, sobre todo de esta manera.
—A menos que no viva aquí o siquiera en este país —Sugiere Marino.
Berger se encoge de hombros y extiende las manos con las palmas hacia arriba. Yo trato de sumar las pruebas que ella ha presentado y no obtengo una respuesta que empiece siquiera a tener sentido.
—Si ella cenó entre las siete y las nueve de la noche, su comida debería haberse digerido por completo a eso de las once —Señalo—. Suponiendo que el forense está en lo cierto en su hora estimada de la muerte, si ella murió varias horas antes de que su cuerpo fuera hallado —Digamos, a eso de la una o dos de la mañana—, entonces la comida ya debería haber salido del estómago mucho antes que eso.
—La explicación fue el estrés. La mujer estaba asustada y es posible que eso haya alargado su digestión —dice Berger.
—Eso tiene sentido cuando se habla de un desconocido escondido en un ropero que salta y nos ataca cuando llegamos a casa. Pero ella al parecer se sentía muy a gusto con este hombre, como para invitarlo a su departamento —digo—. Y él se sentía lo suficientemente cómodo como para que no le importara que el portero lo viera entrar y, después, salir mucho más tarde. ¿Se hicieron hisopos vaginales?
—Dieron positivo de líquido espermático.
—Este individuo —me refiero a Chandonne—, no suele practicar penetración vaginal, y no existe ninguna prueba de que eyaculara —Le recuerdo a Berger—. No en los homicidios de París y, por cierto, tampoco en los de aquí. Las víctimas siempre están vestidas de la cintura para abajo. No tienen heridas de la cintura para abajo. Él no parece estar ni remotamente interesado en ellas de la cintura para abajo, salvo los pies. Yo tenía la impresión de que Susan Pless estaba también vestida de la cintura para abajo.
—Bueno, tenía puestos los pantalones del piyama. Pero tenía líquido espermático, lo cual posiblemente sugería una relación sexual consensual!, al menos al principio. Por cierto no después, no cuando uno ve lo que él le hizo —responde Berger—. El ADN del semen concuerda con el de Chandonne. Además, tenemos esos pelos largos tan extraños que se parecen muchísimo a los de él. —Asiente hacia el televisor. —Y ustedes le hicieron la prueba a su hermano Thomas, ¿verdad? Y su ADN no era idéntico al de Jean-Baptiste, así que no parece ser Thomas quien dejó en ella ese líquido espermático.
—Los perfiles de ambos ADN son muy parecidos, pero no idénticos —Coincido con Berger—. Y no deberían serlo a menos que los hermanos fueran gemelos o mellizos idénticos, cosa que obviamente no es así.
—¿Cómo puedes saberlo con certeza? —Marino frunce el entrecejo.
—Si Thomas y Jean-Baptiste fueran mellizos idénticos —explico—, ambos tendrían hipertricosis congénita, y no sólo uno de ellos.
—¿Entonces cómo lo explica? —me pregunta Berger—. Una coincidencia genética en ambos casos y, sin embargo, las descripciones de los asesinos parecen indicar que no pueden ser la misma persona.
—Si el ADN en el caso de Susan Pless concuerda con el ADN de Jean-Baptiste Chandonne, entonces la única conclusión a que llego es la de que el hombre que salió de su departamento a las tres y media de la mañana no es el hombre que la mató —respondo—. Chandonne la mató. Pero el hombre que la gente vio con ella no era Chandonne.
—De modo que, tal vez, después de todo, el Hombre Lobo las coge de vez en cuando —Agrega Marino—. O trata de hacerlo y nosotros no lo sabemos porque Por lo general él no deja ningún jugo.
—Y, ¿entonces, qué? —Lo desafía Berger—. ¿Les vuelve a poner los pantalones? ¿Las viste de la cintura para abajo después del hecho?
—Bueno, no es como si habláramos de alguien que hace las cosas de manera normal. Ah, casi olvidaba decirte —dice y me mira—. Una de las enfermeras' alcanzó a verle el bulto. Sin cortes.—Es la jerga de Marino de referirse a un hombre no circuncidado. —Y más pequeño que una salchicha de Viena. —Lo Demuestra manteniendo el pulgar y el índice con una separación de alrededor de dos centímetros y medio. —Con razón esa rala está todo el tiempo de mal humor.
Con un «clic» del control remoto, estoy de vuelta en la sala de entrevistas de paredes de bloques de concreto en el interior del pabellón forense de la Facultad de Medicina de Virginia. Estoy de nuevo frente a Jean-Baptiste Chandonne, quien quiere hacernos creer que, de alguna manera, él es capaz de transformar su horrendo aspecto y convertirse en un hombre elegante y bien parecido cuando tiene ganas de cenar afuera y conseguir una mujer. Imposible. Su torso con su abrigo de pelo inmaduro arremolinado llena la pantalla del televisor cuando lo ayudan a instalarse de nuevo en su silla, y cuando su
cabeza
entra en el cuadro me sorprende descubrir que le han quitado las vendas y que ahora tiene los ojos cubiertos con anteojos oscuros de plástico para el sol y los tejidos que los rodean están irritados y presentan un color rosado intenso. Sus cejas son largas y unidas, como si alguien hubiera tomado una tira de piel vellosa y se la hubiera pegado encima de los ojos. El mismo pelo desteñido le cubre la frente y las sienes.
Berger y yo estamos en mi sala de reuniones. No son todavía las siete y media y Marino se ha ido por dos razones: lo llamaron con respecto a una posible identificación del cuerpo hallado en una calle de Mosby Court, y Berger lo alentó a que no volviera a reunirse con nosotras. Le dijo que ella necesitaba conversar en privado conmigo. Creo que también fue porque estaba harta de él, y no la culpo. Marino no ha dejado lugar a dudas de que no está nada de acuerdo con la forma en que ella entrevistó a Chandonne y, además, con el hecho de que ella fuera la primera en hacerlo. Parte de todo esto —No, en realidad todo— son celos. En este planeta no hay ningún investigador que no quisiera entrevistar a este asesino famoso y monstruoso. Sucede que la bestia eligió a la belleza, y eso enfureció a Marino.