—El tipo tiene quemaduras aquí y aquí. —Marino señala su mejilla izquierda y la parte izquierda del cuello y del bolsillo interior del saco saca una serie de fotografías Polaroid. Tiene el buen tino de pasármelas a mí primero.
—¿Por qué un hombre atropellado por un auto que se dio a la fuga habría de tener quemaduras? —Mi pregunta es en realidad una refutación, y comienzo a tener una sensación inquietante.
—Si fue empujado hacia afuera mientras el auto se movía, o si se quemó con el caño de escape —Sugiere Marino, no muy seguro y sin que en realidad le importe. Tiene otros asuntos en mente.
—No es muy probable —digo con tono ominoso.
—Mierda —dice Marino, y comienza a comprender cuando me mira a los ojos—. Yo nunca lo vi; ya estaba en una bolsa cuando llegué allá. Maldición, me quedé con lo que los tipos de la escena me dijeron. Mierda —repite, mira a Berger y su cara se oscurece por una creciente vergüenza e irritación—. Ya habían metido el cuerpo en una bolsa cuando llegué. Y todos eran unos tontos rematados.
El hombre que aparece en las fotografías Polaroid es de piel clara, tiene facciones agradables y pelo corto y crespo teñido del color amarillo de la yema de huevo. Un pequeño aro de oro le perfora la oreja izquierda. Enseguida sé que sus quemaduras no fueron hechas por un caño de escape, que le dejaría quemaduras de forma elíptica, y éstas son perfectamente redondas, del tamaño de dólares de plata y ampolladas. Estaba vivo cuando se las hicieron. Miro un momento a Marino. Él finalmente entiende y sacude la cabeza. —¿Tenemos una identificación? —Le pregunto.
—No, ni idea de quién es. —Se alisa hacia atrás el pelo que, a esta altura de su vida es apenas un fleco gris sujeto con gel en la parte superior de su amplia pelada. Quedaría mucho mejor si sencillamente se afeitara toda la cabeza.—En la zona, nadie dice haberlo visto antes y ninguno de mis hombres cree que tenga el aspecto de las personas que solemos ver allá, en la calle.
—Ahora necesito ver ese cuerpo —digo y me pongo de pie. Marino aparta su silla. Berger me observa con sus penetrantes ojos azules. Ha dejado de desplegar sus papeles.
—¿Le importa si la acompaño? —Pregunta.
Me importa, pero ella ya está aquí. Es una profesional. Sería impensablemente descortés de mi parte dar a entender que ella podría no actuar como tal o sugerir que no confío en ella. Voy a mi oficina a buscar mi guardapolvo.
—Supongo que no hay manera de saber si es posible que este hombre fuera gay. Imagino que no es una zona en la que los gays circulan o habitan —Le digo a Marino cuando salimos de la sala de reuniones. —¿Qué puedes decirme de varones dedicados a la prostitución en Mosby Court?
—Ahora que lo mencionas, el tipo tiene ese aspecto —contesta Marino—. Uno de los policías dijo que era una especie de chico lindo, del tipo de los que se cuidan bien el físico. Usaba un aro. Sin embargo, como te dije, yo no he visto el cuerpo.
—Pues a mí me parece que usted gana el premio de los estereotipos —Le comenta Berger—. Y yo pensé que mis hombres eran un desastre.
—¿Ah, sí? ¿Qué hombres? —Marino está a un milímetro de mostrarse sarcástico con ella.
—Los de mi oficina —dice ella con tono indiferente—. La escuadra de investigación.
—¿Ah, sí? ¿Usted tiene su propia policía personal? Qué maravilla. ¿Cuántos son?
—Alrededor de cincuenta.
—¿Trabajan en su edificio? —Oigo el tono de Marino. Berger le va a dar el susto de su vida.
—Sí.—Ella no lo dice con condescendencia ni arrogancia, sino que sencillamente informa de los hechos.
Marino se adelanta y dice, mirando hacia atrás:
—Vaya, eso sí que es algo.
Los asistentes del servicio de traslado de cadáveres están en la oficina charlando con Arnold. Él parece compungido cuando yo aparezco, como si lo hubiera pescado en algo que no debería estar haciendo. Pero bueno, él es sencillamente Arnold, un hombre tímido y callado. Como una polilla que comienza a tomar el color de lo que la rodea, está pálido y tiene un tono gris insalubre en la piel, y una alergia crónica hace que sus ojos siempre estén llorosos y con bordes rojos. El segundo Fulano de Tal del día está en el medio de pasillo, dentro de una bolsa de plástico color borgoña con cierre automático y en la que está bordado el nombre del servicio de traslado, Whitkin y Hermanos. De pronto recuerdo el nombre de los asistentes. Por supuesto, son los hermanos Whitkin.
—Yo me ocuparé de él. —Les hago saber a los hermanos que no necesitan llevar el cuerpo a la cámara refrigeradora ni transferirlo a otra camilla.
—A nosotros no nos importa hacerlo —dicen enseguida con bastantes nervios, como si yo estuviera dando a entender que estaban remoloneando.
—Está bien. Primero tengo que pasar un tiempo con él —digo y empujo la camilla por puertas dobles de acero y les entrego a todos guantes y fundas para los zapatos. Me lleva un momento hacer todo lo necesario para registrar a Fulano de Tal en el libro de autopsias, asignarle un número y fotografiarlo. Huelo a orina.
La sala de autopsias está limpia y brillante y sin los que por lo general se ven y se oyen allí. Ese silencio es un alivio. Después de todos estos años, el constante ruido de agua que corre a piletas de acero, de sierras eléctricas Stryker, del acero que golpea contra acero, sigue haciéndome sentir tensa y cansada. La morgue puede ser sorprendentemente ruidosa. Los muertos se hacen oír con sus demandas y sus colores macabros, y este nuevo paciente se me va a resistir. Ya me doy cuenta. Su
rigor mortis
es completo y no me permitirá desvestirlo o abrirle las mandíbulas para ver su lengua o sus dientes, no sin un gran esfuerzo de mi parte. Descorro el cierre de la bolsa y huelo a orina. Acerco la lámpara quirúrgica, le palpo la cabeza y no siento ninguna fractura. La sangre extendida en su mandíbula y las gotas que hay en la parte de adelante del saco indican que estaba de pie cuando comenzó a sangrar. Dirijo la luz hacia las fosas nasales.
—Le sangró la nariz —Les informo a Marino y a Berger—. Hasta ahora, no encuentro ninguna lesión en su cabeza.
Comienzo a examinarle las quemaduras con una lupa y Berger se me acerca para observar. Advierto fibras y suciedad adheridas a la piel con ampollas y descubro abrasiones en las comisuras de la boca y en el interior de las mejillas. Levanto las mangas de su conjunto rojo de gimnasia y le observo las muñecas. Las marcas de ligaduras han dejado hendiduras pronunciadas en la piel y, cuando abro el cierre de la campera, encuentro dos quemaduras centradas en el ombligo y en la tetilla izquierda. Berger está ahora tan cerca que su bata me roza.
—Hace demasiado frío como para salir nada más que con el conjunto deportivo, sin camiseta ni nada debajo —Le señalo a Marino—. ¿En la escena le revisaron los bolsillos?
—Nos pareció mejor esperar a hacerlo donde se viera mejor —responde.
Deslizo las manos en el interior de los bolsillos de los pantalones y la campera y no encuentro nada. Bajo los pantalones y veo que los shorts azules están saturados con orina, y el olor a amoníaco le envía una señal de alerta a mi psiquis y el vello de mi cuerpo se para como centinela. Los muertos rara vez me asustan. Este hombre sí lo hace. Reviso el bolsillo interior de la pretina y extraigo una llave de acero en la que está grabado «No duplicar» y que lleva escrito con marcador indeleble el número 233.
—¿Quizá un hotel o una casa? —me pregunto en voz alta al poner la llave dentro de una bolsa plástica transparente y experimento más sentimientos paranoicos. —Tal vez la casilla de un armario. —Doscientos treinta y tres era el número de la casilla postal de mi familia en Miami cuando yo era chica. No iría tan lejos como para asegurar que 233 es mi número de suerte, pero es uno que frecuentemente uso para contraseñas y candados de combinaciones en armarios, porque no es un número previsible y me resulta fácil recordarlo.
—¿Algo que, hasta ahora, puede sugerir qué fue lo que lo mató? —me pregunta Berger.
—No todavía. ¿Todavía no hemos tenido suerte con AFIS o con Interpol? —Le pregunto a Marino.
—No, no hubo suerte. Así que, quienquiera sea tu hombre del motel, no figura en AFIS. Todavía no he recibido noticias de Interpol, lo cual tampoco es necesariamente una buena noticia. Cuando se encuentran resultados, por lo general se sabe en el lapso de una hora —contesta él.
—Tomémosle las huellas dactilares a este tipo e ingresémoslas en AFIS lo antes posible. —Trato de no sonar ansiosa. Con una lupa reviso las manos, palmas y dorsos, en busca de micropruebas que podrían desaparecer cuando le tomo las huellas. Le corto las uñas de la mano y pongo los recortes en un sobre que etiqueto y dejo sobre la mesada con los comienzos del papeleo. Después, le entinto las yemas de los dedos y Marino me ayuda con la cuchara. Tomo dos juegos de huellas. Berger está callada y abiertamente curiosa durante todo este procedimiento, y su escrutinio es como el calor de una lámpara de gran intensidad. Ella observa cada movimiento mío, escucha cada una de mis preguntas e indicaciones. Yo no me concentro en ella, pero siento su atención y, en lo más profundo de mi conciencia, sé que esa mujer está haciendo evaluaciones que tal vez no me gusten. Tomo la sábana que rodea el cuerpo, subo el cierre de la bolsa y les hago señas a Marino y a Berger de que me sigan mientras yo llevo la camilla hacia la cámara refrigeradora que hay junto a una pared y abro la puerta de acero inoxidable. El hedor a muerte explota hacia afuera. Esta noche nuestros residentes son pocos, sólo seis, y reviso las etiquetas que hay en los cierres de las bolsas en busca del Fulano de Tal del motel. Cuando lo encuentro, descubro su cara y señalo sus quemaduras y las abrasiones que tiene en las comisuras de la boca y alrededor de las muñecas.
—Dios —dice Marino—. ¿Qué demonios es esto? ¿Un asesino serial que se lo pasa atando a la gente y torturándola con un secador de pelo?
—Tenemos que informarle esto enseguida a Stanfield —Le respondo, porque es evidente que la muerte del Fulano de Tal del motel puede estar relacionada con el cuerpo arrojado en Mosby Court. Miro a Marino y le leo el pensamiento. —Ya lo sé. —Él no hace ningún intento de disimular el disgusto que le produce decirle algo a Stanfield. —Tenemos que decírselo, Marino —Agrego.
Nos alejamos de la cámara refrigeradora y él se dirige al teléfono «manos limpias».
—¿Usted puede encontrar el camino de vuelta a la sala de reuniones? —Le pregunto a Berger.
—Sí, por supuesto.—Ella tiene un aspecto desconcertado cuando una serie de pensamientos distantes se reflejan en sus ojos.
—Enseguida iré para allá —le digo—. Lamento la interrupción.
Ella se detiene un poco junto a la puerta y se desata la bata quirúrgica.
—Es extraño, pero hace un par de meses tuve el caso de una mujer torturada con una pistola de calor. Las quemaduras se parecían bastante a las de estos dos casos. —Se agacha para sacarse las fundas de los zapatos y las deja caer después en el tacho de basura.—Estaba amordazada, atada y tenía esas marcas redondas de quemaduras en la cara y los pechos.
—¿Detuvieron a la persona que lo hizo? —me apresuro a preguntar, nada feliz frente a ese paralelo.
—Un obrero de la construcción que trabajaba en el edificio de departamentos de ella —responde y frunce un poco el entrecejo—. La pistola de calor era para desprender pintura vieja. Un verdadero tarado, un perdedor, entró por la fuerza en su departamento a eso de las tres de la madrugada, violó a la mujer, la estranguló y todo lo demás y, cuando salió varias horas más tarde, le habían robado el camión. Bienvenido a Nueva York. Así que el tipo llama a la policía y lo siguiente es que viaja en un patrullero policial, con un bolso de lona sobre las rodillas, dando una declaración acerca de su camión robado, cuando, al mismo tiempo, la casera de la víctima entra en el departamento, encuentra el cuerpo de la mujer, se pone a gritar histéricamente y llama al 911. El asesino está allí, sentado en el patrullero de la policía, cuando los detectives llegan, y él trata de huir. Una pista. Y resulta que el muy tarado tiene una cuerda para colgar ropa y una pistola de calor en el bolso de lona.
—¿Los medios hicieron mucho barullo con el caso? —Pregunto.
—Sólo localmente.
The Times
, la prensa sensacionalista.
—Esperemos que eso no le haya dado ideas a otra persona —contesto.
Se supone que debo enfrentar sin miedo ni vacilación cualquier espectáculo, cualquier imagen, cualquier olor. No se me permite reaccionar al horror de la manera en que lo hace la gente normal. Es mi tarea reconstruir el dolor sin sentirlo vicariamente, conjurar el terror sin dejar que me siga a casa. Se supone que debo sumergirme en el arte sádico de Jean-Baptiste Chandonne sin imaginar que su siguiente trabajo de mutilación estaba dedicado a mí.
Él es uno de los pocos asesinos que conozco que se parece a lo que hace: es el clásico monstruo. Pero no salió de las páginas de Mary Shelley: Chandonne es real. Es repugnante; su cara está formada por dos mitades mal ensambladas: un ojo más bajo que el otro, los dientes demasiado espaciados, pequeños y puntiagudos como los de un animal. Todo su cuerpo está cubierto de pelo fino y largo, no pigmentado, como el de un bebé, pero lo que más me perturba son sus ojos. Vi el infierno en esa mirada, una lujuria que parecía encender el aire cuando se abrió camino dentro de mi casa y cerró la puerta detrás de él con una patada. Su maligna intuición e inteligencia son palpables y, si bien me resisto a sentir aunque sólo sea un aliento de merced para él, sé que el sufrimiento que Chandonne les provoca a los demás es una proyección de su propia desdicha, una recreación pasajera de la pesadilla que él soporta con cada latido de su detestable corazón.
Encontré a Berger en mi sala de reuniones y ahora me acompaña por el pasillo mientras le explico que Chandonne sufre de un trastorno nada común llamado hipertricosis congénita, que sólo la padece una persona en mil millones, si hemos de confiar en las estadísticas. Antes de él, yo sólo me había topado con un solo caso similar de este cruel trastorno genético, cuando era médica residente en Miami, hacía una rotación en pediatría, y una mujer mejicana dio a luz a una de las peores deformidades de la vida humana que he visto jamás. La bebita estaba cubierta con pelo largo y gris que sólo dejaba al descubierto sus membranas mucosas, las palmas de las manos y las plantas de los pies. Largos penachos asomaban de sus fosas nasales y sus oídos, y tenía tres pezones. Los hipertricóticos pueden ser extremadamente sensibles a la luz y padecer anomalías en los dientes y los genitales. Pueden tener dedos adicionales en las manos y los pies. Varios siglos antes, estas detestables personas eran vendidas a ferias de entretenimientos o cortes reales. A algunas se las acusaba de ser hombres lobos.