—Una vez más, depende del tiempo que haya estado consciente —Le digo. —Pero, ¿no cabe la posibilidad de que hubiera estado consciente durante todo el tiempo en que él la arrastraba hacia el depósito? —Sí, claro.
—¿Ella podía hablar o gritar? —Tal vez no haya podido hacer nada.
—Pero, puesto que nadie la oyó gritar, ¿eso no significaría que estaba inconsciente?
—No necesariamente —respondo—. Cuando una ha recibido un disparo en el cuello, tiene hemorragia y es arrastrada…
—Sobre todo, arrastrada por alguien con el aspecto de Chandonne. —Sí. Podría estar demasiado aterrada para gritar. Además, él podría haberle dicho que se callara la boca.
—Bien. —Berger parece complacida. —¿Cómo sabe que la arrastraron por los pies?
—Por el patrón de sangre que dejó su pelo largo y las huellas de sangre de los dedos de su mano por encima de la cabeza —Le describo—. Si una está paralizada y la arrastran por los tobillos, por ejemplo, los brazos se abren.
—¿El impulso automático no sería llevarse las manos al cuello y tratar de impedir la hemorragia? —Pregunta Berger—. Y ella no puede hacerlo: está paralizada y consciente, viéndose morir y anticipando qué le hará él a continuación. —Hace una pausa para darle mayor impacto a sus palabras. Berger tiene en mente al jurado, y ya me doy cuenta de que no fue por accidente que se granjeó la increíble reputación que tiene.—Esas mujeres realmente sufrieron —Agrega en voz baja.
—Ya lo creo que sí. —Tengo la blusa húmeda y de nuevo siento frío. —¿Usted pensó que recibiría el mismo tratamiento? —Me mira, y en sus ojos advierto un desafío, como retándome a que explore todo lo que me pasó por la mente cuando Chandonne entró en casa por la fuerza y trató de arrojarme el saco sobre la cabeza. —¿No recuerda nada de lo que pensó? —Insiste—. ¿Qué sintió? O todo sucedió tan rápido que…
—Sí, rápido —La interrumpo—. Sucedió muy rápido. —regreso mentalmente a esa situación. —rápido y no parecía terminar nunca. Nuestros relojes internos dejan de funcionar cuando entramos en pánico y luchamos por salvar la vida. Esto no es un hecho médico sino una observación personal —Agrego, mientras avanzo a tientas por entre recuerdos que no son completos.
—Diez minutos pueden haberle parecido horas a Kim Luong —Decide Berger—. Chandonne probablemente estuvo sólo minutos cuando la corrió por el living de su casa. ¿Cuánto tiempo le pareció? —Está completamente concentrada en ese hecho, cautivada por lo que me pasó.
—Me pareció… —mucho por describirlo. No tengo ningún punto de referencia. —Fue como un aleteo… —Mi voz se pierde mientras fijo la vista en la nada, no parpadeo, transpiro y me siento helada.
—¿Como un aleteo? —Berger parece incrédula. —¿Podría explicarme qué quiere decir con un aleteo?
—Como distorsiones de la realidad, como ondas en el agua provocadas por el viento, como el aspecto que toma un charco cuando el viento sopla por él, como si todos los sentidos de pronto se vuelven tan agudos mientras el instinto animal de supervivencia anula el cerebro. Se oye moverse el aire. Se lo ve moverse. Todo parece en cámara lenta, que cae sobre sí mismo, e interminable. Se ve todo, cada detalle de lo que está sucediendo, y se advierte…
—¿Se advierte? —Insiste Berger.
—Sí, se advierte —digo—. Se advierte el pelo de sus manos que se iluminan como un monofilamento, como una línea de pescar, casi translúcidos. Se advierte que él parece casi feliz.
—¿Feliz? ¿Qué quiere decir? —me pregunta Berger—. ¿Sonreía?
—Yo lo describiría de manera diferente. No tanto una sonrisa como el gozo primitivo, la lujuria, el hambre desesperada que se ve en los ojos de un animal a punto de comer carne cruda fresca. —respiro hondo y enfoco la vista en la pared interior de mi sala de reuniones, más concretamente en un calendario allí colgado con una escena nevada de Navidad. Berger permanece rígida en su asiento, las manos inmóviles sobre la superficie de la mesa.—El problema no es lo que uno observa sino lo que uno recuerda —Continúo, un poco más lúcidamente—. Creo que la fuerte impresión de ese momento provoca un «error en el disco» y uno no puede recordar con la misma intensa atención a los detalles. Quizás eso es también la supervivencia. Tal vez necesitamos olvidar algunas cosas para no pasarnos la vida reviviéndolas. El olvido es parte de la curación. Como la jogger de Central Park que fue atacada por una banda, violada, golpeada y dejada por muerta. ¿Por qué habría de querer recordar? Y sé que usted conoce bien ese caso —Agrego con cierta ironía. Desde luego, era un caso de Berger.
La fiscal de distrito adjunta Berger se mueve en su silla.
—Pero usted sí recuerda —Señala en voz baja—. Y usted había visto lo que Chandonne les hace a sus víctimas. «Severas laceraciones en la cara». —Comienza a leer en voz alta parte del informe de la autopsia de Luong—. «Fracturas conminutas masivas en el hueso parietal derecho… fractura del hueso frontal derecho… que se extiende por la línea media… hematoma subdural bilateral, rotura de tejido cerebral debajo, con hemorragia subaracnoide… fracturas que desplazaron la tabla interna de la calota… fracturas en forma de cascara de huevo… coágulos…»
—Los coágulos sugieren un tiempo de supervivencia de por lo menos seis minutos desde el momento en que se infligió la lesión. —Vuelvo a mi papel de intérprete de los muertos.
—Un tiempo bastante prolongado —Comenta Berger, y la imagino haciendo que un jurado permanezca sentado y en silencio durante seis minutos para demostrarles cuánto duran esos seis minutos.
—El aplastamiento de huesos faciales y aquí —digo y toco algunos sectores de una fotografía— las hendiduras y desgarros de la piel provocados por una especie de herramienta que dejó una marca de heridas redondas y lineales.
—Golpes con una pistola.
—En este caso, el caso Luong, sí. En el caso de Bray, en cambio, utilizó un tipo especial de martillo.
—Un martillo cincelador.
—Veo que ha hecho sus deberes.
—Sí, es un hábito curioso que tengo —dice ella.
—Premeditación —Continúo—. Él llevó esas armas a las escenas en lugar de usar cualquier cosa que encontrara cuando llegó allá. Y esta foto —Elijo otra de horror— muestra magulladuras de golpes con el puño cerrado. De modo que también usó los puños para golpearla y, desde este ángulo, vemos su suéter y corpiño tirados allá, sobre el piso. Al parecer, se los arrancó con las manos.
—¿En qué se basa para decirlo?
—Bajo una lupa se ve que las fibras están arrancadas y no cortadas —contesto.
Berger mira fijo un diagrama corporal.
—No creo haber visto jamás tantas marcas de mordeduras infligidas por un ser humano. Estaba enloquecido. ¿Existe algún motivo para sospechar que puede haber estado bajo el efecto de drogas cuando cometió estos homicidios?
—No tengo cómo saberlo.
—¿Y cuando usted se topó con él? —Pregunta—. ¿Cuando él la atacó el sábado, poco después de la medianoche? Y tengo entendido que llevaba encima el mismo tipo de martillo extraño. Un martillo cincelador.
—Enloquecido es una buena manera de describirlo. Pero yo no tengo ninguna razón para saber si estaba o no drogado. —Callo un minuto. —Sí, tenía el martillo cincelador cuando trató de atacarme.
—¿Trató? Digamos las cosas como son. —Me mira a los ojos. —Él la atacó, no fue que intentó hacerlo. Él la atacó y usted escapó. ¿Pudo ver bien el martillo?
—Una buena pregunta. Era una suerte de herramienta. Sé cómo es el aspecto de un martillo cincelador.
—¿Qué es lo que sí recuerda? El aleteo. —Se refiere a mi extraña descripción.—Esos minutos interminables, el pelo de sus manos que captaban la luz como monofilamentos.
Veo mentalmente un mango en espiral.
—Vi el mango —Le digo como mejor puedo—. Lo recuerdo. Es tan poco frecuente. Un martillo cincelador tiene un mango que parece un resorte grueso y negro.
—¿Está segura? ¿Eso fue lo que vio cuando él corrió detrás de usted? —Me presiona.
—Estoy vagamente segura.
—Sería de gran utilidad para nosotros que estuviera algo más que vagamente segura —responde.
—Vi la punta. Era como un pico grande y negro. Cuando él lo levantó para golpearme. Sí. Estoy segura. Él empuñaba un martillo cincelador. —Me vuelvo desafiante.—Eso es exactamente lo que tenía.
—En Emergencias le tomaron a Chandonne una muestra de sangre —me informa Berger—. Dio negativo para drogas y alcohol.
Esta mujer me está probando. Ella ya sabía que Chandonne había salido negativo por drogas y alcohol, a pesar de lo cual se abstuvo de informármelo durante el tiempo suficiente para oír mis impresiones. Quiere ver si yo puedo ser objetiva cuando hablo de mi propio caso. Quiere comprobar si yo puedo limitarme a los hechos. Oigo a Marino en el hall. Se acerca con tres tazas de telgopor con café humeante, las pone sobre la mesa y empuja una hacia mí, la que tiene café negro.
—No sé cómo lo toma usted, pero le puse crema —Le dice a Berger con tono nada cortés—. Y el que suscribe lo toma lleno de crema y azúcar porque no quiero hacer nada que me prive de los nutrientes que necesito.
—¿Cómo sería de grave el efecto de la formalina en los ojos? —me pregunta Berger.
—Depende de la rapidez con que se enjuaga los ojos —es mi respuesta objetiva, como si su pregunta fuera teórica y no una alusión al hecho de que yo haya mutilado a otro ser humano.
—Tiene que ser terriblemente doloroso. Es un ácido, ¿no? He visto lo que les hace a los tejidos: los convierte en goma —Comenta.
—No literalmente.
—Por supuesto que no literalmente —Coincide ella conmigo con un atisbo de sonrisa que sugiere que, si me es posible, no debería tomarme las cosas tan a pecho.
—Si se suspende un tejido en formalina durante un período prolongado, o se lo inyecta, por ejemplo en un embalsamamiento —explico—, entonces sí, fija el tejido, lo preserva indefinidamente.
Pero a Berger le interesa poco el aspecto científico de la formalina. Ni siquiera estoy segura de que le interese el grado en que esa sustancia química pueda haberle producido un daño permanente a Chandonne. Tengo la sensación de que ahora está más enfocada en qué siento yo por haberle causado dolor y una posible invalidez. Ella no me lo pregunta: se limita a mirarme. Comienzo a sentir el peso de esas miradas. Sus ojos son como manos experimentadas que palpan en busca de cualquier anomalía o sensibilidad.
—¿Tenemos idea de a quién tomará como abogado? —Marino nos recuerda que también está presente.
Berger bebe un sorbo de café.
—Ésa es la pregunta de los seis millones de dólares.
—De modo que no tienen idea —dice Marino con recelo.
—Bueno, sí, tengo idea. Será alguien que decididamente no le gusta.
—Ah —retruca él—. Eso es fácil de prever. No conozco ningún abogado defensor que me guste.
—Al menos, ése será mi problema —dice ella—, no el suyo. —Berger vuelve a poner a Marino en su lugar.
Yo también me encrespo ante esas palabras.
—Mire —Le digo—, juzgarlo en Nueva York no es algo que me haga sentir feliz.
—Entiendo lo que siente.
—Realmente lo dudo.
—Bueno, he hablado con su amigo el señor Righter lo suficiente como para decirle con exactitud qué ocurriría si a
monsieur
Chandonne se lo juzgara aquí, en Virginia. —Ahora se muestra fría, la experta, y un poco sardónica.—El juzgado anularía el cargo de asumir una falsa identidad y reduciría la acusación de intento de homicidio al de violación de domicilio con la intención de cometer homicidio. —Hace una pausa para ver cómo reacciono yo.—En realidad, él nunca la tocó. Ése es el problema.
—De hecho, habría sido algo más que un problema si él lo hubiera hecho —respondo yo y me niego a demostrar que ella realmente comienza a fastidiarme.
—Puede que él haya levantado ese martillo para golpearla, pero lo cierto es que nunca lo hizo. —Sus ojos me miran fijo. —Por lo cual me alegro.
—Ya sabe lo que dicen, que los derechos de una persona se honran sólo cuando se los viola —digo y levanto mi taza de café.
—Righter habría presentado la moción de que todos los cargos se combinaban en un solo juicio, doctora Scarpetta. Entonces, ¿cuál habría sido su papel? ¿El de testigo experta? ¿De testigo del hecho? ¿O víctima? El conflicto es obvio. O bien usted presta testimonio como médica forense y se deja completamente de lado el ataque de que fue objeto, o usted es sencillamente una víctima que sobrevivió y otra persona presta testimonio. O peor aún —hace una pausa para conferirle más efecto a sus palabras—. Righter estipula los informes suyos, doctora Scarpetta. Por lo que tengo entendido, él parece haberlo tomado como un hábito.
—Ese tipo es un verdadero tarado —dice Marino—. Pero la Doc tiene razón. Chandonne debería pagar por lo que trató de hacerle a ella. Y seguramente debe pagar por lo que les hizo a esas otras dos mujeres. Habría que condenarlo a muerte. Al menos en este estado, lo freiríamos.
—No si la doctora Scarpetta estuviera algo desacreditada como testigo, capitán. Un buen abogado defensor se apresuraría a pintarla como una mujer conflictuada y agregaría mucha tinta al agua.
—No importa. Todo esto es puro blablá, ¿no? —dice Marino—. A él no lo juzgarán aquí y yo no me chupo el dedo. Nunca lo juzgarán aquí. Ustedes lo encerrarán y nosotros, los pueblerinos, nunca tendremos nuestro día en un juzgado.
—¿Qué hacía Chandonne en Nueva York hace dos años? —Pregunto—. ¿Tiene alguna idea al respecto?
—Bueno —dice Marino como si él conociera detalles que todavía no compartió conmigo—. Ésa es otra historia.
—¿Podría ser que su familia tuviera conexiones de cartel con mi ciudad? —Sugiere Berger.
—Demonios, lo más probable es que tengan un departamento penthouse —Le retruca Marino.
—¿Y Richmond? —Prosigue Berger—. ¿Acaso Richmond no es un punto intermedio de escala entre Nueva York y Miami a lo largo del corredor de drogas de la 1-95?
—Sí, claro —responde Marino—. Antes de que el Proyecto Exilio se pusiera en ejecución y amenazara a esas alimañas con quedar detenidas en una prisión federal si se las pescaba con armas o drogas. Sí, Richmond solía ser un lugar famoso para hacer negocios. De modo que si el cartel de Chandonne está en Miami —Y eso ya lo sabemos, basándonos en el trabajo encubierto que Lucy hacía allá—, y si existe una conexión grande en Nueva York, entonces no resulta sorprendente que las armas y las drogas del cartel terminen también en Richmond.