Mientras oigo que Berger le recuerda a Chandonne en el video que él entiende cuáles son sus derechos y ha aceptado seguir hablando más con ella, siento que me domina la convicción de que yo soy algo así como un pequeño ser apresado en una telaraña, una telaraña maligna tejida por hilos que parecen rodear la totalidad del globo como líneas de latitud y de longitud. El intento de Chandonne de asesinarme fue incidental para él. Fue una diversión. Si él piensa que yo estoy viendo su entrevista grabada, entonces yo sigo siendo una diversión y nada más. Se me ocurre que si él hubiera tenido éxito en cortarme en pedazos, ya se habría enfocado en algo nuevo y yo no sería más que un breve momento sangriento, un sueño húmedo del pasado en su vida egoísta y detestable.
—Y el detective le trajo algo para comer y beber, ¿no es así? —Le pregunta Berger a Chandonne. —Sí.
—¿Y qué fue exactamente lo que le trajeron? —Una hamburguesa y una Pepsi. —¿Y papas fritas?
—Mais oui. Papas fritas. —Parece pensar que esto es divertido. —De modo que le han dado lo que necesitaba, ¿no es así? —Le pregunta Berger. —Si.
—Y el personal del hospital le quitó las vendas y le dio anteojos especiales para usar. ¿Se siente usted cómodo? —Todavía me duele un poco. —¿Le dieron algún medicamento para el dolor? —Sí.
—Tylenol, ¿no es así? —Sí, supongo que sí. Dos tabletas.
—Nada más que eso. Nada que pueda interferir con su facultad de pensar. —No, nada. —Los anteojos oscuros están ahora fijos en ella. —Y nadie lo obliga a hablarme o le hizo alguna clase de promesa, ¿no es verdad? —Los hombros de Berger se mueven cuando ella pasa la hoja de lo que supongo es un bloc de papel. —Así es.
—Señor, ¿lo he amenazado o le he prometido algo para obligarlo a hablar conmigo?
Esto continúa a medida que Berger recorre la lista que tiene escrita. Ella se está asegurando de que el eventual abogado de Chandonne no tenga oportunidad de decir que de alguna manera él fue intimidado, molestado, abusado o tratado injustamente. Él permanece sentado muy erguido en su silla, los brazos cruzados en un embrollo de pelo que llega hasta la superficie de la mesa y cuelga en montones repulsivos, como barba de maíz sucia, de debajo de las mangas cortas de su bata hospitalaria. Nada con respecto a la forma en que su anatomía ha sido ensamblada tiene sentido. Me recuerda a viejas películas en las que unos chicos tontos que están en una playa se entierran mutuamente en la arena, se pintan ojos sobre la frente y hacen que el pelo de la cabeza parezca una barba o se ponen anteojos para sol en la nuca o se arrodillan y se ponen zapatos en la rodillas para transformarse en enanos; personas que se convierten a sí mismas en monstruosas caricaturas porque les parece divertido. No hay nada de divertido en Chandonne. Ni siquiera siento lástima por él. Mi furia, como un gran tiburón, avanza muy por debajo de la superficie de mi conducta estoica.
—Volvamos a la noche en que usted dice que conoció a Susan Pless —Le dice Berger en el video—. En el Lumi, que queda en la esquina de la Siete y Lexington.
—Así es.
—Me estaba diciendo que los dos cenaron juntos y que después usted le preguntó si no le gustaría beber champán con usted en alguna otra parte. Señor, ¿tiene usted conciencia de que la descripción que hicieron del caballero que Susan conoció esa noche y con quien cenó no concuerda para nada con la suya?
—No tengo cómo saberlo.
—Pero sí debe de saber que usted padece de un grave trastorno médico que lo hace tener un aspecto muy diferente de las demás personas y que, por lo tanto, cuesta imaginar que pudieran confundirlo con alguien que no padece de esa enfermedad. Hipertricosis. ¿No es eso lo que usted tiene?
Noto un parpadeo casi imperceptible de los ojos de Chandonne detrás de los anteojos oscuros. Berger ha tocado un nervio. Los músculos de la cara de Chandonne se tensan y él comienza de nuevo a flexionar los dedos de las manos.
—¿Ése es el nombre del trastorno que usted padece? ¿Sabe cómo se llama? —Le dice Berger.
—Sé lo que es —contesta Chandonne en un tono lleno de tensión.
—¿Y lo ha padecido toda la vida?
Él la mira fijo.
—Por favor, conteste mi pregunta, señor.
—Por supuesto. Es una pregunta estúpida. ¿Qué se piensa? ¿Que aparece de pronto como un resfrío?
—A lo que quiero llegar es que usted no se parece a las demás personas y, por consiguiente, me cuesta mucho imaginar que puedan haberlo confundido con un hombre al que describen como afeitado y sin pelos en la cara. —Berger hace una pausa. Lo está azuzando. Quiere que él pierda el control. —Alguien bien acicalado y con ropa muy cara. —Otra pausa. —¿No acaba usted de decirme que virtualmente ha vivido como una persona sin techo? ¿Cómo es posible que ese hombre que estaba en el Lumi haya sido usted?
—Yo llevaba puesto un traje negro, camisa y corbata. —Odio. La verdadera naturaleza de Chandonne comienza a brillar a través de su manto sombrío de engaño como una estrella distante y helada. Espero que en cualquier momento se zambulla sobre la mesa y estrangule a Berger o le destroce la cabeza contra la pared antes de que Marino o cualquier otra persona pueda impedírselo. Casi he dejado de respirar. Me recuerdo que Berger está viva y goza de buena salud y se encuentra sentada junto a mí en mi sala de reuniones. Es jueves por la noche. Dentro de cuatro horas harán exactamente cinco días desde que Chandonne entró por la fuerza en mi casa y trató de molerme a golpes con un martillo cincelador.
—He tenido épocas en que mi enfermedad no es tan evidente como ahora. Ha tranquilizado. Su cortesía vuelve.—El estrés me la empeora. Estar sometido a tanto estrés. Por culpa de ellos.
—¿Y quiénes son «ellos»?
—Los agentes norteamericanos que trataron de incriminarme. Cuando me enteré lo que estaba sucediendo, de que me estaban incriminando para que pareciera un asesino, me convertí en fugitivo. Mi salud se deterioro más que nunca y cuanto peor estaba, más debía ocultarme. Yo no siempre he tenido este aspecto. —Sus anteojos oscuros se apartan un poco de la cámara al mirar a Berger. —Cuando conocí a Susan yo no era así. Podía afeitarme. Podía conseguir trabajos sueltos y arreglarme y hasta tener buen aspecto. Y a veces tenía ropa y dinero porque mi hermano me ayudaba.
Berger detiene el videocasete y me dice:
—¿La parte en que se refiere al estrés puede ser cierta?
—El estrés tiende a hacer que todo sea peor —responde— Pero este hombre nunca ha tenido buen aspecto, no importa lo que diga.
—Usted se refiere a Thomas. —La voz de Berger vuelve a oírse en la grabación. —Thomas le daba ropa, dinero y, quizá también otras cosas.
—Sí.
—Usted dice que aquella noche en el Lumi usted llevaba puesto un traje negro. ¿Thomas se lo dio?
—Sí. A él le gustaba la ropa fina. Teníamos más o menos el mismo talle.
—Y usted cenó con Susan. Después, ¿qué? ¿Qué sucedió cuando terminaron de comer? ¿Usted pagó la cuenta?
—Por supuesto. Soy un caballero.
—¿A cuánto ascendía la cuenta?
—A doscientos veintiún dólares, sin incluir la propina.
Berger corrobora lo que Chandonne dice mientras observa la pantalla del televisor.
—Y ése fue el monto exacto de la cuenta. El individuo pagó en efectivo y dejó sobre la mesa dos billetes de veinte dólares de propina.
Le pregunto a Berger en qué medida se reveló públicamente el nombre del restaurante, el monto de la cuenta y de la propina.
—¿Esos detalles se dieron en algún momento en las noticias? —Le pregunto.
—No. De modo que, si no era él, ¿cómo demonios sabía a cuánto ascendía la cuenta? —En su voz se filtra frustración.
En el videocasete ella le pregunta a Chandonne cuánto dejó de propina. Él asegura que fueron cuarenta dólares.
—Dos billetes de veinte, creo —dice.
—Y, después, ¿qué? ¿Salieron del restaurante?
—Decidimos tomar una copa en su departamento —contesta.
En este momento Chandonne se muestra muy detallista. Alega haber salido del Lumi con Susan Pless. Hacía mucho frío, pero decidieron caminar porque el departamento de ella estaba a pocas cuadras del restaurante. Describe la luna y las nubes de una manera casi poética. El cielo tenía como rayas grandes que parecían trazadas con una tiza color azul blanquecino y la luna era llena y estaba parcialmente tapada. La luna llena siempre lo excitaba sexualmente, dice, porque le recuerda un vientre embarazado, nalgas, pechos. En determinado momento las ráfagas de viento azotaban los edificios altos de departamentos y entonces él se quitó la bufanda y se la puso a Susan para mantenerla abrigada. Asegura haber llevado puesto un sobretodo largo y oscuro de cachemira, y yo recuerdo entonces que la jefa de médicos forenses de Francia, la doctora Ruth Stvan, me relató su encuentro con el hombre que creemos era Chandonne.
Visité a la doctora Stvan en el Instituto Médico-Legal hace menos de dos semanas porque Interpol me pidió que revisara con ella los casos ocurridos en París y, durante nuestra charla, me habló de cierta noche en que un hombre se presentó en su casa simulando tener problemas con el automóvil. Le pidió permiso para usar su teléfono, y ella recordaba que él usaba un sobretodo oscuro y largo y parecía ser un caballero. Pero la doctora Stvan dijo algo más cuando estuve con ella. Fue su recuerdo de que el hombre olía a un animal mojado y sucio. Y eso la inquietó mucho. Intuyó algo malo. Igual, ella lo habría dejado entrar o, más probablemente, él habría entrado en su casa por la fuerza si no fuera por un hecho milagroso que ocurrió.
El marido de la doctora Stvan es el chef de un famoso restaurante de París llamado Le Dome. Por casualidad, esa noche estaba en casa, enfermo, y llamó a su esposa desde otra habitación para saber quién estaba en la puerta. El desconocido del abrigo oscuro huyó. Al día siguiente le entregaron a la doctora Stvan una nota: estaba escrita con letras de imprenta sobre un trozo de papel marrón manchado con sangre y firmado
Le Loup-Garou
. Todavía tengo que enfrentar mi negación frente a lo que debería haberme resultado obvio. La doctora Stvan practicó la autopsia de las víctimas francesas de Chandonne, y él después trató de atacarla. Yo hice la autopsia de sus víctimas norteamericanas y no tomé ninguna medida seria para impedir que tratara de atacarme a mí. Un gran denominador común subyace a esta negación, y es el siguiente: la gente tiende a creer que las cosas malas sólo les ocurren a los demás.
—¿Puede describir cómo era el portero? —Berger le pregunta a Chandonne en el video.
—Tenía un bigote finito. Y vestía uniforme —dice Chandonne—. Ella lo llamó Juan.
—Aguarde un minuto —digo.
Berger detiene el videocasete.
—¿Él tenía olor corporal? —Le pregunto—. Cuando estuvo sentada esta mañana en el cuarto con él. —Señalo el televisor. —Cuando lo entrevistó, ¿tenía él…?
—Por supuesto —me interrumpe—. Olía a perro sucio. Una extraña mezcla de pelo mojado y desagradable olor corporal. Me costó no tener arcadas. Supongo que en el hospital no lo bañaron.
Es una idea equivocada el que a la gente automáticamente la bañan en el hospital. Por lo general, sólo se les limpian las heridas, a menos que la persona sea un paciente a largo plazo.
—Cuando se investigó el asesinato de Susan hace dos años, ¿alguien del Lumi mencionó olor corporal? ¿Que el hombre con que ella estaba tenía mal olor? —Pregunto.
—No —contesta Berger—. Para nada. Una vez más, no veo cómo esa persona pudo haber sido Chandonne. Pero, escuche. Todo se vuelve más extraño.
Durante los siguientes diez minutos observo a Chandonne chupar más Pepsis mientras fuma y hace un relato increíble de su supuesta visita al departamento de Susan Pless. Describe el lugar con sorprendentes detalles, desde las alfombras que cubren el piso de madera dura al tapizado floral de los muebles y las falsas lámparas Tiffany. Dice que no lo impresionó el gusto de Susan relativo al arte, que ella tenía muchos posters bastante pedestres de muestras de museos y algunas láminas marinas y con caballos. Dijo que a ella le gustaban los caballos. Que ella le contó que creció entre caballos y los extrañaba terriblemente. Berger tamborilea con los dedos sobre la mesa de mi sala de reuniones cada vez que verifica lo que él dice. Sí, su descripción del interior del departamento de Susan parece indicar que él estuvo allí en algún momento. Sí, Susan creció cerca de caballos.
Sí, sí, a todo.
—Dios mío. —Sacudo la cabeza y siento que el miedo me aprieta el estómago. Tengo miedo de adonde va a parar todo esto. Me resisto a pensar en ello. Pero una parte mía no puede dejar de pensarlo. Chandonne va a decir que yo lo invité a mi casa.
—¿Y ahora qué hora es? —Le pregunta Berger en la grabación—. Usted dijo que Susan abrió una botella de vino blanco. ¿Qué hora era cuando ella hizo eso?
—Quizá las diez o las once. No lo recuerdo. Era un vino excelente.
—¿Cuánto había usted bebido a esa altura?
—Bueno, tal vez media botella de vino en el restaurante. Yo no bebí demasiado del vino que ella me sirvió más tarde. Era un vino barato de California.
—O sea que no estaba borracho.
—Yo nunca me emborracho.
—Pensaba con claridad.
—Por supuesto.
—En su opinión, ¿Susan estaba borracha?
—Quizá sólo un poco. Diría más bien que estaba contenta. De modo que nos sentamos en el sofá del living. Tiene una linda vista hacia el sudoeste. Desde el living se puede ver el cartel rojo del hotel Essex House que está en el parque.
—Todo eso es verdad —me dice Berger y vuelve a tamborilear sobre la mesa—. Y su nivel de alcohol en sangre era de punto uno uno. Se había tomado varias copas —dice y agrega detalles del examen
post mortem
de Susan Pless.
—¿Después qué sucedió? —Le está preguntando a Chandonne.
—Nos tomamos de la mano. Ella fue poniendo cada uno de mis dedos en su boca, todo muy sexy. Y comenzamos a besarnos.
—¿Sabe qué hora era entonces?
—Yo no tenía motivos para estar mirando mi reloj.
—¿Pero usaba un reloj pulsera?
—Sí.
—¿Todavía lo tiene?
—No. Mi vida empeoró por culpa de ellos. —Escupe la palabra «ellos» y su saliva rocía el aire cada vez que dice esa palabra con un odio que parece genuino. —Yo ya no tenía dinero, así que hace cosa de un año empeñé el reloj.