—¿En qué lugar? —Pregunta ella—. Tal vez todavía están.
—Supongo que esto mantendrá al ATF atareado por un tiempo —digo.
—Aja —dice Marino.
Se produce una pausa. Luego, Berger dice:
—Bueno, ahora que sacaron a relucir ese tema. —Su actitud me dice que está a punto de darme noticias que no me gustarán nada. —Parece que el ATF tiene un pequeño problema, lo mismo que el FBI y la policía francesa. Como es evidente, la esperanza era utilizar el arresto de Chandonne como una oportunidad para obtener permisos para registrar la casa de su familia en París y, quizás, encontrar entonces pruebas que podrían contribuir a destruir el cartel. Pero nos está costando bastante ubicar a Jean-Baptiste dentro de la casa familiar. De hecho, no tenemos nada que pruebe quién es él. Ningún registro de conductor, ningún pasaporte o partida de nacimiento, ningún registro de que este hombre tan extraño exista siquiera. Sólo su ADN, que es tan parecido al ADN del hombre que ustedes encontraron en el puerto, que podemos dar por sentado que existe cierto parentesco entre ambos, que probablemente son hermanos. Pero necesito algo más tangible que eso si me propongo tener al jurado de mi parte.
—Y de ninguna manera su familia se presentará para reclamar al hombre lobo —dice Marino—. Ésa es la razón por la que no existe ningún registro de él en primer lugar. Los poderosos Chandonne no quieren que el mundo sepa que tienen un hijo que es un monstruo peludo y se ha convertido en asesino serial.—Esperen un minuto —Los hago callar—. ¿Acaso él mismo no se identificó cuando lo arrestaron? ¿De dónde sacamos el nombre de Jean-Baptiste Chandonne, si no fue de sus labios?
—Sí, lo supimos por él. —Marino se frota la cara con las manos. —Mierda. Muéstrele el video —Le dice de pronto a Berger. Yo no tengo idea de a qué video se refieren, y a Berger no le hace demasiada gracia que él lo haya mencionado. —La Doc tiene derecho a saber —dice Marino.
—Lo que tenemos aquí es un nuevo giro de un acusado que tiene un perfil de ADN pero ninguna identidad. —Berger elude el tema que Marino ha tratado de imponer por la fuerza.
«¿Cuál video? —Pienso, mientras mi paranoia aumenta—. ¿Cuál video?»
—¿Lo trajo? —De pronto Marino mira a Berger con abierta hostilidad y los dos se trenzan con miradas llenas de furia. La cara de Marino se ensombrece. Le quita el portafolios a Berger y lo desliza hacia él, como si planeara servirse de lo que contiene. Berger le pone la mano encima y lo mira con indignación.
—¡Capitán! —Le advierte, en un tono que presagia toda clase de problemas para él. Marino retira la mano y su cara se enrojece de furia. Berger abre el portafolios y me presta total atención. —Mi intención era, desde luego, mostrarle esta grabación —dice, midiendo sus palabras—. Sólo que no pensaba hacerlo precisamente en este minuto, pero podemos hacerlo.—Está muy controlada, pero me doy cuenta de que está muy enojada cuando saca un videocasete de un sobre de papel manila. Se pone de pie y lo inserta en el VCR. —¿Alguien sabe cómo hacer funcionar esta cosa?
Enciendo el televisor y le entrego a Berger el control remoto. —Doctora Scarpetta —ella ignora por completo la presencia de Marino —Antes de que entremos en esto, permítame que la ponga en antecedentes de cómo funciona la oficina del fiscal de distrito en Manhattan. Como ya mencioné, hacemos una serie de cosas de manera muy diferente de lo que ustedes están acostumbrados a hacer aquí, en Virginia. Confiaba en poder explicarle todo esto antes de que se viera obligada a ver lo que está a punto de presenciar. ¿Está familiarizada con nuestro sistema de guardias para homicidios?
—No —respondo y siento que mis nervios comienzan a tensarse.
—Veinticuatro horas por día, siete días por semana, un asistente del fiscal de distrito está de guardia por si se produce un homicidio o los policías localizan a un acusado. En Manhattan, los policías no pueden arrestar a un acusado sin el permiso de la oficina del fiscal de distrito, como ya le expliqué. Esto es para asegurar que todo —Las órdenes de allanamiento, por ejemplo— esté ejecutado de la manera correcta. Es algo habitual que el fiscal o su asistente vaya a la escena del crimen y, si se produce una situación en la que un acusado es arrestado, si éste está dispuesto a ser interrogado por el asistente, así lo hacemos. Capitán Marino —dice ella, dispensándole una atención fría—, usted empezó en el Departamento de Policía de Nueva York, pero es posible que eso haya sido antes de que todo esto se implementara.
—Es la primera vez que lo oigo —farfulla él, todavía con la cara peligrosamente roja.
—¿Y qué me dice de una querella vertical?
—Suena como un acto sexual —es la respuesta de Marino.
Berger simula no haberlo oído.
—Fue idea de Morgenthau —me dice.
Hace casi veinte años que Robert Morgenthau es el fiscal de distrito de Manhattan. Ya casi es una leyenda. Es evidente que a Berger le encanta trabajar con él. Algo se agita dentro de mí. ¿Envidia, quizá? No, más precisamente anhelo.
Estoy cansada. Experimento una creciente sensación de impotencia. No tengo a nadie fuera de Marino, quien no es precisamente una persona innovadora ni esclarecida. Marino no es una leyenda y, en este momento, no me fascina nada trabajar con él o siquiera tenerlo cerca.
—El querellante tiene la causa desde el principio —Berger comienza a explicar la querella vertical—, de modo que no tenemos que perder tiempo con tres o cuatro personas que ya entrevistaron a nuestros testigos o a la víctima. Si una causa es' mía, por ejemplo, yo puedo literalmente empezar mi tarea en la escena del crimen y terminarla en el juzgado. Este sistema posee una pureza indiscutible. Si tengo suerte, interrogo al acusado antes de que él contrate a un abogado… es obvio que ningún abogado defensor aceptará que su cliente hable conmigo. —Oprime el botón
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del control remoto. —Afortunadamente, yo estuve en contacto con Chandonne antes de que él contratara a un abogado. Lo entrevisté varias veces en el hospital a partir de la inhumana hora de las tres de esta mañana.
Decir que esto es un golpe para mí sería minimizar mucho mi reacción frente a esta última revelación de Berger. No puede ser posible que Jean-Baptiste Chandonne haya querido hablar con nadie.
—Veo que esto la sorprende.—El comentario de Berger me parece retórico, como si necesitara dejar algo establecido.
—Se podría decir que sí —Le contesto.
—Quizá no pensó que su atacante era capaz de caminar, hablar, mascar goma, beber una Pepsi. Tal vez a usted no le pareció del todo humano —Sugiere—. Es posible que usted piense que él es realmente un hombre lobo.
De hecho, yo no lo vi cuando me habló coherentemente del otro lado de la puerta de calle de casa. «Policía. ¿Está todo bien allí adentro?» Después de eso, fue un monstruo. Sí, un monstruo. Un monstruo que me perseguía con una herramienta metálica negra que parecía procedente de la Torre de Londres. Entonces se puso a gruñir y a gritar y sonó mucho como su aspecto físico, que es horrible, deforme, aterrador. El de una bestia.
Berger sonríe con un poco de cansancio.
—Ahora está a punto de ver nuestro desafío, doctora Scarpetta. Chandonne no está loco. No es un ser sobrenatural. Y no queremos que los jurados le den un trato especial sólo porque padece un lamentable trastorno médico. Pero yo también quiero que lo vean ahora, antes de que se haya lavado y se haya puesto un traje de tres piezas. Creo que los jurados tienen que apreciar cabalmente el terror que les infundía a sus víctimas, ¿no le parece? —Su mirada roza mis ojos.—Eso podría ayudarlos a darse cuenta de que nadie en su sano juicio podría haberlo invitado a su casa.
—¿Por qué? ¿Acaso él dice que yo lo invité? —De pronto, tengo la boca seca.
—Él dice muchas cosas —contesta Berger.
—La mayor cantidad de mentiras de porquería que puedas imaginar —dice Marino, asqueado—. Pero eso lo supe desde el principio. Llego a su habitación anoche, bien tarde, ¿sí? Le digo que la señora Berger quiere entrevistarlo, y entonces él me pregunta qué pinta tiene ella. Yo le sigo un poco la corriente y le contesto: «Bueno, John, se lo diré de esta manera. A muchos tipos les cuesta mucho concentrarse cuando ella está cerca, ¿entiende lo que quiero decir?»
«John —Pienso, aturdida—. Marino lo llama John».
—Probando, uno, dos, tres cuatro, cinco, uno, dos, tres, cuatro, cinco —dice una voz en la grabación, y una pared de bloques de concreto llena la pantalla. La cámara comienza a enfocar una mesa desnuda y una silla. En segundo plano suena la campanilla de un teléfono.
—Él quiere saber si ella tiene buen cuerpo y, señora Berger, espero que me disculpe por haberme referido a su cuerpo. —La voz de Marino está llena de sarcasmo. Todavía está furioso con ella por razones que no entiendo del todo. —Pero yo me limito a repetir las palabras de ese asqueroso de mierda. De modo que le digo: «Caramba, no estaría bien que yo hiciera ningún comentario al respecto, pero, como dije, los tipos no pueden ni pensar cuando ella está cerca».
Sé perfectamente que eso no fue lo que Marino dijo. De hecho, dudo que Chandonne haya preguntado qué aspecto tenía Berger. Lo más probable es que esa sugerencia del atractivo sexual de ella proviniera de Marino, para obligar a Chandonne a hablar con ella. Y, cuando recuerdo el comentario grosero y falto de tino que Marino hizo de Berger, cuando anoche caminábamos hacia el auto de Lucy, siento una oleada de resentimiento y de furia. Estoy harta de él y de su machismo. Estoy harta del chauvinismo v de la grosería de los hombres.
—¿Qué demonios es esto? —Tengo ganas de manguerearlo con agua fría. —¿Es preciso que en toda maldita conversación entren partes del cuerpo femenino? ¿Te parece que podrás, Marino, enfocarte en este caso sin obsesionarte con el tamaño de los pechos de una mujer?
—Probando, uno, dos, tres, cuatro, cinco —Suena la voz del camarógrafo de nuevo en la cinta. El teléfono deja de sonar. Se oye ruido de pisadas y murmullo de voces. —Lo vamos a sentar en esa silla, junto a la mesa. —reconozco la voz de Marino en la grabación y, en segundo plano, alguien llama a una puerta.
—La cuestión es que Chandonne habló. —Berger me está mirando, palpándome de nuevo con los ojos, descubriendo mis debilidades, mis puntos dolorosos. —Me habló mucho.
—Para lo que sirve. —Marino mira con furia la pantalla del televisor. De modo que es eso. Es posible que Marino haya inducido a Chandonne a hablarle a Berger, pero lo cierto es que Marino quería que Chandonne le hablara a él.
La cámara está fija y sólo veo lo que está directamente en su campo visual. La barriga de Marino aparece en el cuadro cuando él acerca una silla de madera y alguien de traje azul oscuro y corbata rojo intenso ayuda a Marino a llevar a Jean-Baptiste Chandonne a su silla. Chandonne usa una bata de hospital azul de mangas cortas y pelos largos y pálidos le cuelgan de los brazos en marañas enruladas y suaves del color de la miel clara. El pelo se extiende del cuello en V de la bata y le trepa por el cuello en rulos largos y repulsivos. Él se sienta y su cabeza entra en el cuadro, envuelta en gasa desde la mitad de la frente hasta la punta de la nariz. Directamente alrededor de las vendas, tiene la cara afeitada y es blanca como la leche, como si nunca hubiera visto el sol.
—¿Puedo tomar mi Pepsi, por favor? —Pregunta Chandonne. Ni siquiera está esposado.
—¿La quiere abierta? —Le pregunta Marino.
No hay respuesta. Berger pasa frente a la cámara y noto que usa un traje color chocolate con hombreras. Se sienta frente a Chandonne. Le veo sólo la nuca y los hombros.
—¿Quiere otra, John? —Le pregunta Marino al hombre que trató de asesinarme.
—Dentro de un minuto. ¿Puedo fumar? —dice Chandonne.
Su voz es suave y con mucho acento francés. Chandonne se muestra cortés y calmo. Miro fijo la pantalla del televisor y mi concentración oscila. De nuevo experimento disturbios eléctricos, estrés postraumático, mis nervios saltan como agua que cae sobre grasa caliente y empiezo a tener un fuerte dolor de cabeza. El brazo de manga azul oscura con puño blanco entra en el cuadro y pone frente a Chandonne una bebida y un paquete de cigarrillos Camel, y reconozco el vaso alto de papel de color azul y blanco como perteneciente a la cafetería del hospital. Una silla es llevada hacia atrás y el brazo de manga azul le enciende un cigarrillo a Chandonne.
—Señor Chandonne. —La voz de Berger parece tranquila y a cargo de la situación, como si todos los días les hablara a asesinos seriales mutantes.—Empezaré por presentarme. Soy Jaime Berger, una fiscal de la oficina del fiscal de distrito del condado de Nueva York. En Manhattan.
Chandonne levanta una mano para tocarse apenas los vendajes. El dorso de los dedos está cubierto con vello rubio, casi albino, pelo prácticamente incoloro. Tiene alrededor de un centímetro y medio de largo, como si hace poco se hubiera afeitado el dorso de las manos. Por mi mente desfilan imágenes fugaces de esas manos tratando de tocarme. Tiene las uñas largas y sucias y, por primera vez, diviso el contorno de músculos poderosos, no gruesos y abultados como los de los hombres que trabajan obsesivamente en el gimnasio sino acordonados y duros, el hábitat físico de alguien que, como un animal salvaje, usa su cuerpo para alimentarse, para pelear y para huir: para sobrevivir. Su fuerza parece contradecir nuestra conjetura de que ha llevado una existencia más bien sedentaria e inútil, escondido en el
hotel particulier
de su familia, como se llama a las casas privadas elegantes en la isla San Luis.
—Usted ya conoce al capitán Marino —Le dice Berger a Chandonne—. También está presente el oficial Escudero, de mi oficina… es el camarógrafo. Y el agente especial Jay Talley, del departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego.
Siento que los ojos de Berger me tocan. Evito mirar. Me abstengo de preguntar «¿Por qué? ¿Por qué estaba allí Jay?» De pronto se me ocurre que ella es exactamente la clase de mujer a la que él puede sentirse atraído, muy atraído. Saco un pañuelo de papel de un bolsillo del saco y me seco el sudor frío de la frente.
—Imagino que sabe que esto lo estamos grabando en video, y que usted no tiene ninguna objeción de que lo hagamos —dice Berger.
—Sí. —Chandonne le da una pitada al cigarrillo y se quita de la lengua una hebra de tabaco.
—Señor, voy a hacerle algunas preguntas acerca de la muerte de Susan Pless el 5 de diciembre de 1997.